La primera luz del amanecer había descubierto grietas en las paredes de la casa rural, indicando que el tiempo, la humedad y el abandono no perdonan nada. Las vigas, ajadas, pestañeaban al viento tímido de la mañana, como si quisieran avisar que algo venía.
Yo estaba despierta desde antes del alba, sentada en el suelo, envuelta en una manta grasienta, mi cuerpo temblaba; el trozo de tela apenas escondía la cicatriz inflamada en mi hombro. Dakota dormía—o fingía hacerlo—en una esquina, medio recostado sobre un cojín roto y manchado, y con el rifle apoyado junto a él, tenía la respiración ronca, profunda; no podía saber si era sueño o pesadilla. Tenía las manos aún temblorosas, igual que yo, pero había algo que no terminaba de abandonarme: ese sentimiento que despertaba aquel enorme hombre en mí, uno que me hacía sentir extremadamente pequeña y vulnerable bajo su mirada negra como el azabache.
El silencio era una carcasa hueca. Me levanté y caminé sin ruido hacia la puerta. Sentí un crujido desplegarse en el aire, como un presagio. En la claridad tenue, distinguí tres figuras que se movían entre los árboles. Eran hombres. Todos armados.
Sabía lo que eso significaba.
—Dakota —susurré.
Su mano se tensó en el rifle. Me levanté sin hablar.
Entonces, el rugido.
No humano. No animal. Algo que nació después del virus y que no debió haber nacido nunca.
Saltamos en sincronía. Dakota desenfundó el machete con la velocidad de un trueno. La puerta se rompió antes de que pudiéramos llegar a ella. El monstruo entró primero.
Era un jabato mutado, un híbrido deformado por la infección: el cuerpo hinchado por tumores, sin ojos visibles, pero con colmillos capaces de atravesar metal oxidado. Su piel era gris, rugosa como la piedra, y de su hocico goteaba una baba espesa que chispeaba al tocar el suelo. Cada una de sus patas terminaba en garras negras, retorcidas como raíces. Venía directo hacia mí.
—¡Bella! —gritó Dakota, empujándome a un lado.
El jabato embistió y destrozó una mesa entera. Yo rodé por el suelo y me levanté con el cuchillo firme en la mano. El instinto rugía. La furia estalló como lava caliente por mis venas. Ya no pensaba. Solo sentía.
Entonces entraron los Radicales.
Cuatro de ellos. Todos hombres. Todos armados. Todos con esa sonrisa de hienas hambrientas. Llevaban las marcas negras tatuadas en los pómulos y los pechos al descubierto, sucios, con cicatrices frescas y ojos encendidos. El jabato era solo la distracción.
—¡La queremos viva! —gritó uno. Lo reconocí por la voz: un tal Rax, uno de los perros de Salvador.
No respondí. Me lancé.
Mi primer golpe fue con el cuchillo oxidado al cuello de uno. No lo vio venir. La sangre brotó como una fuente oscura. Gorgoteó, se ahogó, cayó. No me detuve.
Otro me sujetó por detrás, y entonces grité. Pero no fue un grito de ayuda. Fue la rabia soltándose. Le mordí el brazo con tanta fuerza que sentí el crujido del hueso. Me soltó chillando. Lo rematé con una patada entre las piernas y otro tajo en el pecho. La piel se abrió como papel mojado.
Dakota rugía como un león.
Salió como un huracán. Recibía a los Radicales con una violencia tan rápida que reventaba cráneos. Caminaba lento entre los cuerpos, pero impactaba con la fuerza de un tren. A cada hombre nuevo, le rompía un hueso, se bebía la adrenalina en una carcajada sorda. Caía húmero, clavícula, mandíbula.
Los Radicales recularon. Le gritaban órdenes sucias a los hombres y a las pocas mujeres allí designadas solo para servir; ellas retrocedieron, cediendo espacio. No movían un dedo para ayudar. No eran combatientes. Solo copas, comida, sombras.
Dakota era un guerrero cegado. Uno a uno, fue desmontando a cada hombre, como desmontas una máquina vieja para ver sus piezas. Derribó dos con una patada en la mandíbula, rompió la pierna de otro. Les arrancó las armas de las manos. Dio un paso atrás, brutal, como si quiso retar a todos los del campamento.
Yo lo vi desde el umbral. El sudor le rodaba por la piel. Los tatuajes se le marcaban como cicatrices vivas. Volvía a la guerra, pero sin reglas ni señales.
Sus ojos se cruzaron con los míos un segundo. Vi mi reflejo transformado en él. Y una fuerza nueva se encendió.
Un hombre intentó disparar. Dakota le golpeó con el rifle y le dejó el cráneo hecho añicos. El cuerpo cayó.
El jabato volvió a embestir.
Yo estaba lista. Salté sobre su lomo. Mis piernas se aferraron a los costados. Le clavé el cuchillo en la base del cráneo, una, dos, tres veces. El monstruo chilló con un sonido que me partió los tímpanos, pero no me detuve hasta sentir su cuerpo convulsionar y desplomarse. El crujido de sus huesos al tocar el suelo me atravesó. Yo también caí, jadeando, empapada en sangre.
El silencio fue absoluto cuando terminó.
Alcancé a mirar a Dakota. Cojeaba, con el labio partido, pero seguía de pie. Cuando nuestros ojos se cruzaron, algo se quebró en mí. No era amor. No era deseo. Era... devoción sangrienta. Una lealtad salvaje, primitiva, nacida del combate y el caos.
La casa se convirtió en un río de sangre y cenizas.
Los hombres que querían matarnos se habían convertido en cráneos rotos. El suelo temblaba y yo aún sentía la euforia en mis manos, en mis músculos. Nunca había matado así. No sabía que podía matar así.
Entonces llegó Salvador.
No lo oímos entrar. No hizo falta. Se hizo notar como una maldición pronunciada en voz baja. Caminaba descalzo entre los cuerpos, como si la sangre tibia no le afectara. Solo llevaba unos pantalones raídos. El pecho desnudo brillaba por el sudor y la tierra. Tenía el pelo largo suelto sobre los hombros como una sombra viva, y los ojos... maldita sea, sus ojos. Eran dos pozos de oscuridad y fuego.
Se detuvo a centímetros de mí. No hizo ademán de atacarme. Tampoco de defenderse. Me miró con algo parecido al hambre... y al respeto.
—Eres perfecta —susurró.
Su voz fue un roce caliente en el oído, como si alguien hubiera puesto fuego en mi garganta. Me quedé sin aire. Mi pecho subía y bajaba con violencia. No por el esfuerzo. Por la adrenalina, por la ira... y por algo más. Algo sucio. Confuso.
No dije nada. No podía.
Lo miré. No como se mira a un enemigo. Lo miré como se mira a algo que no se entiende... pero que atrae igual que un precipicio.
Dakota lo vio.
Y su expresión se torció. De rabia. De celos. De algo que ni él sabía nombrar. Se interpuso entre Salvador y yo, ensangrentado, jadeante.
—Ni lo pienses —le gruñó.
Salvador sonrió, como si ya hubiese ganado.
—No necesito pensar —contestó. Se dio media vuelta y se fue, caminando sobre los cadáveres como si fueran piedras en un río.
Yo me quedé allí. De pie. Sangrando. Temblando.
Y por primera vez, me pregunté si la rabia dentro de mí me estaba salvando... o devorando.