Furia

Capítulo 17.

El cielo estaba muerto. Ni sol ni sombra. Solo esa masa uniforme de nubes sucias que apretaban contra el techo del mundo como si quisieran asfixiarnos a todos.
El campamento olía a miedo.
No al miedo de antes, al miedo útil que nos empujaba a afilar cuchillos, a cerrar bien las puertas, a esconder la comida. No. Este era otro. Este era el miedo que rezuma de la piel cuando todos fingen que no están temblando.
Estaban allí, todos. Apretados como si el frío los hiciera amigos. Con las bocas cerradas y las manos crispadas. Como si estuvieran esperando ver una ejecución. O quizá eso era exactamente lo que esperaban.
Yo estaba en el centro. No atada. No encadenada. Pero no hacía falta. Sus miradas eran grilletes.
Roderic se alzó sobre la plataforma improvisada con maderas astilladas, la misma donde solían leer listas de racionamiento o mandar a castigar a algún ladrón de pan. Esa tarde no llevaba su chaqueta habitual, sino la camisa de mangas remangadas, como si fuera a ejecutar algo con sus propias manos. Y en cierta forma, así era. Su voz era dura, rasposa, llena de ese tono de líder que se cree justo mientras dicta sentencias:
—Ha llegado la hora de hablar con claridad.
Otra vez esa frase. Siempre la misma antes de escupir veneno.
—Bella se ha convertido en un peligro real para este grupo. No solo por lo que hizo con uno de los nuestros —una pausa—, sino por lo que es. Lo que lleva dentro.
Yo no pestañeé.
Sentía la mandíbula rígida. El aire me sabía a óxido. Me ardían los nudillos bajo las vendas, como si los huesos recordaran el crujido de la carne ajena.
—Mató a uno de los Radicales con un cuchillo oxidado. A otro lo destrozó con sus propias manos —continuó Roderic, paseando la mirada entre los rostros que lo escuchaban—. ¿Y qué será lo próximo? ¿Uno de nuestros hijos? ¿Uno de nosotros?
Ahí lo lanzó. El miedo con nombre. El odio con disfraz de prudencia.
Dakota dio un paso adelante. Sentí su presencia incluso antes de girar la cabeza. Estaba tenso, respirando por la nariz como un animal que intenta no atacar. Tenía el ceño fruncido, las cejas bajas, y los ojos... los ojos clavados en Roderic como si pudieran partirle el cráneo.
—Fue un ataque de los Radicales. Ella nos salvó la vida. No solo a mí. También impidió que ese monstruo mutante entrara al campamento. ¿Eso no importa?
Roderic lo miró como se mira a un niño que no entiende y fingió sonreír.
—¿Cuántas veces más tenemos que poner nuestras vidas en sus manos, Dakota? ¿Cuántas antes de que nos clave el cuchillo a nosotros?
—¡No le clavó un cuchillo a nadie! ¡La atacaron! —gritó Dakota—. ¡Nos emboscaron! ¡Y no vi a ninguno de tus soldados ahí para defendernos! ¡Estaba ella! ¡Solo ella! —se giró hacia la multitud— ¡Dónde estaban tus hombres cuando ella estaba sola frente a ese animal! ¡Frente a ellos!
Su voz rebotó entre las paredes del campamento. Nadie aplaudió. Nadie lo respaldó.
Ya habían tomado una decisión sobre mí. O estaban muertos de miedo. O ambas cosas.
Yo no hablé.
No porque no pudiera. Sino porque ya no tenía nada que decirles.
¿Qué podía decirle a esa gente? ¿A esas caras que antes compartían el fuego conmigo y ahora me miraban como si fuera otra criatura más de la plaga? Ellos no sabían. No entendían.
Pero Dakota... Dakota era otra cosa. Era lo único que aún me ataba a algo parecido al mundo. Lo único que dolía de verdad.
—Bella —me dijo, y fue como si me arañaran el alma. Su voz ya no era grito, era ruego. Era miedo.
Me volví para mirarlo. Y por primera vez en mucho tiempo, algo se agitó dentro de su pecho. Él estaba allí. A su lado. No por deber. No por lealtad. Por ella. Solo por ella.
—Di algo —me pidió, con los ojos brillantes de furia contenida y algo más—. Diles que no eres eso. Que no eres lo que dicen. No dejes que lo decidan por ti.
Lo amaba. Lo sabía. Aunque esa palabra ya no tuviera sentido en su mundo. Lo amaba. Pero el amor no conseguía aplacar a ese monstruo que habitaba en su interior, aquella que gritaba y arañaba por escapar. Del cual, poco a poco tenía menos control, porque la furia latía debajo de su piel. No como antes. Ahora era más que un impulso. Era refugio. Amparo. Un amante fiel que no la traicionaba con miradas dudosas ni condenas veladas.
La rabia no la llamaba Bestia. Le susurraba: eres mía. Y eso, joder… eso era casi ternura.
— Diles algo. Lo que sea. No te quedes callada. Aún puedes quedarte. Puedes demostrarles que eres más que eso…
Supe que quería abrazarme. Que si estiraba la mano, yo iría.
Pero también supe que si iba… me rompería.
Y yo ya no podía permitirme romperme por nadie más que yo.
—No puedo —murmuré. Me salió ronco. Sincero.
Vi cómo algo se rompía en sus ojos. No era decepción. Era dolor.
Roderic aprovechó el silencio como una serpiente que huele sangre.
—Desde hoy, Bella queda apartada de las decisiones del grupo. No puede acceder al arsenal, ni a los recursos de agua limpia. No tiene derecho a protección. Quien la ayude, será considerado traidor.
Ahí estaban. Las cadenas de verdad.
Vi cómo la gente bajaba la mirada. Nadie protestó.
Y entonces, alguien, en algún rincón, susurró:
—Bestia.
Otra voz lo repitió.
Y otra.
Y ya no era susurro, era juicio.
Bestia.
No era un nombre. Era un cuchillo.
Un rugido invisible recorrió el campamento.
Dakota quiso protestar, pero puse una mano sobre su brazo. Y él entendió.
No necesitaba que me salvaran.
Solo necesitaba que me dejaran arder.
Y sin embargo… algo dentro de mí se alzó. No para defenderme.
Porque en el fondo… tal vez lo era.
Tal vez lo único que quedaba de mí era eso: la rabia. El grito. El golpe. El instinto de arrancar y devorar antes de que me devorasen a mí.
La Bestia no abandonaba. No mentía. No te dejaba sola.
La rabia era lo único que seguía aquí cuando todos los demás me soltaban la mano.
Incluido Dakota.
Lo miré de nuevo.
Y vi que seguía allí. Frente a mí. A pesar de todo. A pesar del juicio. A pesar de la sentencia.
Sus puños cerrados. La mandíbula tensa. Como si fuera él quien acababa de ser condenado.
Lo amaba. Con esa parte de mí que aún recordaba cómo se sentía confiar. Pero no podía ceder. Porque si lo hacía, si me abrazaba a él, todo lo que había construido —todo lo que me sostenía— se derrumbaría.
Y Salvador… Salvador me había dicho una vez: no puedes vivir a medias.
Él estaba allí también. Entre las sombras oculto entre las sombras más allá del vallado. Observando. Como un lobo que espera a que la jauría acabase con la presa antes de acercarse.
Lo vi sonreír. Sin prisa. Sin miedo. Como si todo esto fuera parte del plan.
Como si el juicio solo fuera una ceremonia de paso.
Puesto que solo necesitaba que me dejaran arder.




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