La noche huele a sangre seca.
A la descomposición contenida de un mundo que se derrumba.
Me siento en el mismo sitio desde hace horas. Justo fuera del campamento, donde la valla oxidada se pierde entre los árboles deformes. No sé cuánto tiempo había pasado desde el juicio. No me importaba. El frío ya no lo notaba. El estómago dejó de quejarse. Las voces se alejaron como un enjambre mudo, dejándome sola con ese zumbido bajo la piel que no cesa.
El zumbido de algo que se está rompiendo.
Yo.
El juicio no me dolió. Ni sus palabras. Ni las miradas. Ni siquiera el maldito apodo que ahora susurran a mis espaldas como si fuera una leyenda que crearon para evitar decir mi nombre.
Lo que dolió fue él.
Dakota.
Cómo me miró. Cómo quiso salvarme… y cómo no lo dejé.
Porque no puedo. Porque ya no estoy segura de que quiera ser salvada.
Entonces lo escucho.
El crujido leve entre los árboles. No es un animal. No es uno de los niños del campamento intentando espiarme por curiosidad o por morbo. No.
Es un paso firme. Un ritmo que no pide permiso. Que no finge.
Salvador.
Me doy la vuelta sin miedo. No porque no pueda matarme, sino porque sé que no lo hará. No hoy.
Lleva solo los pantalones. Ni camisa. Ni botas. Los pies sucios, cubiertos de tierra y sangre seca. Su cabello largo le cae por los hombros, enredado como una bestia que no se molesta en fingir humanidad. Es hermoso, pero no de una forma delicada. Es hermoso como una tormenta que parte un árbol en dos.
—No pueden evitarlo —dijo Salvador con voz baja, como si no quisiera despertar a las sombras—. Incluso dormidos… siguen vigilando. Tienen miedo de lo que no entienden. De ti.
Me giré hacia él. No sabía si hablaba del campamento… o de mí.
—¿Y tú? —le escupí, no con rabia, sino con una mezcla extraña de algo más oscuro.
Él sonrió, como si me hubiera estado esperando.
—Yo no vigilo por miedo, Bella. Yo nunca duermo del todo… porque he aceptado lo que soy. — Dice, mientras sale de entre las sombras como si hubiera nacido de ellas
Avanzó un paso. Y su voz fue un susurro áspero:
—Tú también estás despierta. Sólo que aún estás fingiendo que no.
—¿Qué quieres? —pregunto. No me muevo.
—Quiero hablar. Solo eso.
Se sienta a un par de metros de mí. No invade. No amenaza. Solo está. Como si fuera parte de este bosque podrido.
—Vi tu juicio —dice, y su voz es un susurro grueso que me acaricia la piel como ceniza caliente—. Y vi tu mirada. No eras tú la que estaba en el banquillo. Eran ellos.
—¿Vienes a decirme que soy especial? ¿Una elegida? ¿Una diosa de la furia? —escupo, seca.
Él sonríe. No como Dakota. No con ternura. No con dolor.
Salvador sonríe como si las cartas ya estuvieran echadas, como si el futuro estuviera escrito y todo ya estuviera decidido.
—No. Vienes rota. Como todos. Solo que tú no lo escondes. Y eso… eso vale más que todas las virtudes que ellos veneran.
Siento cómo se me eriza la piel. No por lo que dice. Sino por cómo lo dice. Por cómo su voz no intenta convencerme… solo decirme lo que ya sé, pero no me atrevo a mirar de frente.
—Viniste a decirme que me una a tus Radicales —murmuro.
—Viniste a decirte eso tú sola. Yo solo vine a poner palabras a lo que ya grita dentro de ti.
Nos miramos. Su mirada es abismo. No vacío. Abismo lleno de llamas.
—¿Qué me vas a ofrecer? —pregunto, con la lengua seca.
—Libertad —dice, sin dudar.
—Eso no existe.
—No para ellos. Para ti, sí. Afuera no hay reglas. Afuera no hay líderes que te encadenen. Solo supervivencia. Solo fuego. Puedes pelear. Gritar. Matar si es necesario. Nadie te va a juzgar. Nadie te va a decir “basta”.
—Y las mujeres que tenéis... ¿qué? ¿También pueden hacer eso? —le escupo con asco.
Salvador se inclina hacia adelante. Su sombra me cubre, pero no me aplasta.
—Las que se quedan solo para servir, eligen hacerlo. A las otras las dejamos ir. Pero tú, Bella… tú no estás hecha para servir. Tú estás hecha para devorar.
Su voz no grita. Pero cada palabra me clava una espina.
—Podrías ser nuestra vanguardia. El filo que abre la carne del mundo nuevo. No tienes que vivir como una sombra dentro de estas murallas. Aquí te temen. Allá te van a seguir.
Trago saliva. Me tiembla un dedo. Solo uno. Pero lo suficiente.
—¿Y si no quiero seguidores? ¿Si solo quiero… desaparecer?
—Mentira.
Me mira. Y me ve.
Siento cómo me arde la garganta.
—Tú no quieres desaparecer. Quieres que todos vean lo que pueden llegar a ser… cuando dejan de fingir.
Me odio por sentirlo. Pero lo siento. Ese calor. Esa idea. La posibilidad de romperlo todo. De no responderle a nadie más que a mí. De no temerle ni siquiera al monstruo que llevo dentro, porque por una vez… ese monstruo me salvaría, en lugar de destruirme.
Me inclino hacia adelante sin pensarlo. Estamos a un palmo.
Salvador no se mueve. Su respiración no cambia.
—Y si acepto… —susurro—. ¿Qué pasa con Dakota?
Una mueca leve, casi una risa rota.
—Te ama. Lo sé. Pero te ama en su mundo. Uno donde quiere protegerte, curarte, contenerte. Yo no.
—¿Tú qué harías?
—Yo te soltaría. Para verte volar. Para verte arder.
Su mano se acerca. No me toca. Solo pasa cerca, lo suficiente para que el calor me roce. Y me dan ganas de llorar. Es un calor abrasador, como el fuego que consume lo que ya no importa, lo que ya no se puede salvar. Es una cercanía que se clava en mi piel, como si su presencia fuera una verdad que me destroza lentamente. No lo quiero, y al mismo tiempo, no puedo apartarme. No quiero sentirlo, pero mi cuerpo lo exige, lo reclama, como si fuera lo único que sabe cómo hacer frente a todo el vacío que llevo dentro.
Me quedo allí, inmóvil, esperando que se aparte, pero no lo hace. No tiene prisa. Su mirada se clava en mí, como si estuviera viendo algo más allá de lo que soy ahora, algo que ni yo misma sé qué es. Sus ojos… esos ojos oscuros y profundos, que no reflejan ni bondad ni maldad, sólo una imparable verdad que me revuelca por dentro.
—No tienes que huir de ti misma —dice en un susurro, y su voz se enreda en mi mente como un veneno dulce, como una promesa rota.
Las palabras se quedan flotando en el aire, pero su presencia pesa más que cualquier sonido. Me inclino ligeramente hacia él, sin saber por qué, como si de alguna manera supiera que, a través de su cercanía, puedo encontrar algo que me haga sentir menos rota.
Y entonces, su mano, suave y callada, toca finalmente mi brazo, justo en el lugar donde la piel arde de más. El roce es eléctrico. Un latigazo que me recorre de arriba abajo. Mis respiraciones se hacen más profundas, más rápidas, pero no me aparto. No puedo. No quiero.
—No te alejes de mí —susurra. Y por un momento, me da la sensación de que no me está pidiendo nada. Me está ordenando algo, como si fuera lo único que tuviera sentido en este caos.
Me muero por decirle algo. Decirle que no me importa, que no lo necesito, que puedo seguir sin él. Pero las palabras no salen. En su lugar, el silencio se alza entre nosotros como una barrera que no puedo traspasar. En sus ojos veo algo que no comprendo, pero que me consume de igual manera: el conocimiento de que yo soy como él. Salvaje. Perdida. Destrozada por todo lo que el mundo ha dejado atrás.
—No sigas huyendo, Bella —continúa, y su voz se hace más grave, más profunda, como un eco que se clava en mis huesos—. Eres como yo. Siempre lo has sido.
Mis piernas tiemblan. El aire se espesa a mi alrededor. La electricidad que cruza entre nosotros es tan palpable que casi puedo tocarla. No sé si es la rabia, la necesidad de venganza o algo mucho más primitivo lo que me hace acercarme más a él. Pero lo hago, y cuando lo hago, él no retrocede. No da un solo paso atrás.
Nos quedamos así, frente a frente, como dos bestias que se estudian, que se acechan, que se reconocen en la oscuridad. Y por primera vez en mucho tiempo, no me siento perdida. No me siento vacía. Siento algo que podría ser deseo, o podría ser rabia, o podría ser ambos al mismo tiempo.
Mi pecho sube y baja con dificultad, mi mente tratando de aferrarse a algo, a lo que sea, mientras mis ojos se clavan en los suyos. Sus labios se curvan en una sonrisa, esa sonrisa que es tan peligrosa como el fuego. No me atrevo a apartarme, no me atrevo a moverme. La tensión es insoportable.
—Te estoy ofreciendo algo que nadie más podrá darte —dice, y sus palabras se clavan en mí con una fuerza brutal. Y aunque mi mente me grite que no lo escuche, que no me deje atrapar por él, mi cuerpo se inclina hacia él, como si ya no tuviera control sobre sí mismo.
Por un instante, todo en mi interior estalla. La rabia que siempre he llevado conmigo se fusiona con algo más, algo mucho más oscuro y profundo. La sensación es tan fuerte que me hace casi perder el control. Mis manos tiemblan, y la ansiedad que me recorre me lleva a acercarme aún más.
Él no se mueve. No dice nada. Sólo me observa. Y eso es lo que me mata.
Mi respiración se agita mientras nos quedamos frente a frente, como dos criaturas atrapadas en una danza peligrosa que ninguno de los dos sabe cómo detener. Sus ojos azules, fríos y profundos, están fijos en los míos, como si intentaran leer cada pensamiento que pasa por mi cabeza. La tensión en el aire es palpable, y siento el peso de sus palabras pesando sobre mí, como una condena.
—Te estoy ofreciendo algo que nadie más podrá darte —dice, su voz tan baja que parece un susurro que solo yo puedo oír, pero que resuena en mi pecho como un grito. La verdad en sus palabras me golpea con fuerza, y me hace querer rechazarlo, pero al mismo tiempo, una parte de mí… una parte salvaje, necesitada, quiere creer en ello.
Me muero por huir de él, por girarme y salir corriendo. Pero algo me detiene. Es la misma sensación que siento cuando me enfrento a la furia dentro de mí, esa rabia imparable que me consume. Es como si él estuviera hablando directamente a esa parte de mí, a la que siempre he mantenido oculta, la que está dispuesta a destruir todo a su paso, la que ya no tiene miedo de quemarlo todo.
Me tenso, incapaz de apartar la mirada de él. Cada palabra que dice me atraviesa, me hiere y me atrae al mismo tiempo.
—Eres como yo. Siempre lo has sido —susurra, y siento como si me atravesara un relámpago. No sé si estoy indignada, aterrada o… emocionada. Pero su voz no se va, sigue flotando en el aire, empujándome hacia algo que no quiero entender.
El silencio entre nosotros se alarga, pesado y denso. Puedo sentir su cercanía, su calor. Hay algo en él que me llama, que me arrastra. Pero lo odio, lo odio con cada fibra de mi ser porque, en ese momento, me doy cuenta de que tal vez lo quiero más que nada. Tal vez más de lo que me gustaría admitir.
Me muevo ligeramente hacia atrás, pero no puedo evitar que mis manos tiemblen, y mis ojos sigan atrapados en los suyos. Hay algo salvaje, algo brutal en su presencia que hace que mi corazón lata más rápido. No es solo la rabia lo que siento ahora. Es algo más, algo crudo y visceral, algo que no puedo controlar.
—No sigas huyendo, Bella —susurra de nuevo, y siento que sus palabras me atraviesan como un cuchillo. Cada una de ellas parece tocar una herida que aún no ha sanado, una herida que está empezando a sangrar de nuevo.
Quiero gritarle, decirle que no soy como él, que no quiero ser como él. Pero las palabras se quedan atrapadas en mi garganta, porque, por primera vez en mucho tiempo, siento que ya no soy capaz de diferenciar entre lo que quiero y lo que debo temer.
Su mirada se suaviza ligeramente, pero la intensidad en ella sigue ardiendo, tan feroz como el fuego que quema todo lo que toca. Se da un paso más cerca, y yo siento como si mi cuerpo fuera a colapsar bajo el peso de su presencia.
—El mundo que viene… solo va a pertenecer a los que ardan —dice, y por un segundo, siento que esas palabras no son solo suyas. Son mías también. Como si él estuviera sacando lo peor de mí, esa parte de mí que nunca pude dominar. Esa parte que quiere destruir todo lo que toca.
El aire entre nosotros se vuelve espeso, cargado de una electricidad que podría hacer estallar cualquier cosa. Mi mente está en caos, pero mi cuerpo sigue adelante, impulsado por una fuerza que no sé si quiero o temo. No puedo dejar de mirarlo. Su presencia me consume, y aunque quiero apartarme, no soy capaz.
Él no se mueve, pero el aire entre nosotros sigue cargado, tenso. Yo debería apartarme, alejarme, huir de él. Pero no lo hago. Algo dentro de mí, algo oscuro, me lo impide.
—Cuando estés lista para quemarlo todo, Bella… ven a buscarme.
Esas palabras se quedan flotando entre nosotros, resonando en mi cabeza, marcándome, como una marca que no puedo borrar. Me quedo allí, inmóvil, mientras él se aleja lentamente, sus pasos resonando en la oscuridad, dejándome con el peso de su promesa, con el peso de una decisión que, por primera vez, siento que es mía.
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No duermo esa noche.
La idea de la libertad me muerde la piel. El recuerdo de su voz me araña el pecho.
Pero lo que más me quema es la certeza de que, por un instante, quise irme con él.
Y no por odio.
Sino porque en sus ojos vi algo que jamás vi en los de Dakota.
No ternura. No consuelo.
Reconocimiento.
Él no quiere cambiarme.
Él quiere que suelte a aquella parte de mí que siempre reprimí.
Y eso…
Eso da miedo.