La madrugada llegó sin ruido, pero con peso. Como si el aire se hubiera vuelto piedra. Dormimos —si es que a eso se le puede llamar dormir— en la misma cabaña donde había comenzado todo: el primer roce de piel, la primera grieta. Yo en un rincón. Dakota junto a la puerta. Un muro de distancia entre nuestros cuerpos, aunque el calor aún flotaba en el aire, denso, sucio, como el vapor de un pantano.
No había dicho nada desde que volvimos del bosque. Caminamos en silencio bajo la amenaza de nuevas emboscadas, de miradas del campamento que no sabían si temernos o compadecernos. Nadie habló, ni siquiera Mafi. Y Dakota, siempre tan directo, tan brutal con la palabra, también eligió el mutismo. Hasta ahora.
Yo estaba sentada con la espalda contra la pared, los ojos fijos en las vetas podridas del techo. El cuchillo oxidado descansaba sobre mi muslo, una extensión de mi cuerpo ya. Él encendía y apagaba un mechero con una cadencia que me taladraba los nervios. Clac. Fff. Clac. Fff.
Hasta que se detuvo. Y su voz, ronca como grava mojada, quebró el silencio.
—¿Dónde estabas anoche?
No era una pregunta cualquiera. No eran celos. No del todo. Era esa necesidad estúpida de aferrarse a algo en medio del naufragio. La suya. La mía.
Me giré lentamente.
Dakota estaba de pie, su silueta recortada por el fuego tenue de la lámpara. Sus tatuajes se arqueaban con la tensión de sus músculos. La sombra de su cuerpo se alargaba en la pared como la de un espectro. Sus ojos —negros, como la boca de un lobo— brillaban como brasas apagadas, tan oscuros que dolía mirarlos mucho rato.
Yo no respondí.
Solo me levanté.
Pero la distancia ya estaba tendida como un puente a medio construir, y él la cruzó de un salto.
—Con él, ¿no? —dijo. Y su voz, aunque baja, tenía filo—. Con Salvador.
El nombre se enredó entre nosotros como humo. Yo lo respiré. Él lo escupió.
—¿Y qué si fue así?
Mi voz no salió desafiante. Salió... cansada. Como si no tuviera fuerzas para odiarlo.
Dakota dio un paso más. Su respiración era agitada, desordenada, como si acabara de correr una batalla que no podía ganar. Pero seguía de pie.
—Te está devorando, Bella. Y tú lo dejas. Te mira y ves poder. Pero es veneno. Y tú... tú no eras así.
—¿Y qué era, Dakota? —le grité, por fin, porque me dolía—. ¿Una niña rota esperando que tú volvieras a salvarla?
—¡No! —rugió, y golpeó la pared con el puño cerrado. La madera crujió como un hueso—. Tú eras fuego. Pero no este. No ese que se come todo. Eras fuego que iluminaba, no que dejaba cenizas.
Me dolía lo que decía. Porque no era mentira.
Y él lo sabía.
Por eso su voz se quebró.
—¿Recuerdas cuando te dije que debías explotar, vivir, gritar? —susurró—. Te lo dije porque no quería verte ahogarte. Pero no para que te convirtieras en un monstruo como ellos.
Ese fue el puñal.
Porque me dolió más que los golpes, más que la sangre, más que las noches sin dormir. Porque me lo había dicho con amor, y ahora lo usaba para intentar salvarme. Otra vez. Como siempre.
Nos miramos. El mundo calló. Afuera, un cuervo gritó.
Me reí. Una risa rota.
—¿Y qué esperabas? ¿Qué me quedara esperando a que volvieras mientras todo ardía? ¿Que me abrazara a la idea de ti mientras enterrábamos a los nuestros? Tú huiste, Dakota. No me hables de lo que era. Ayúdame a enterrar lo que queda.
—No quiero enterrarlo. Quiero sacarlo de ti. —Su voz se quebró—. Porque yo aún te veo. Aún estás ahí, Bella. Jodida y rota, sí. Pero ahí.
Hubo un silencio. Un rugido. No afuera. Dentro de mí. Un zumbido bajo la piel, como electricidad. Sus palabras no me tocaban como antes. Pero aún dolían. Porque lo que decía... era cierto. Y no quería que lo fuera.
—¿Por qué insistes? —pregunté. Mi voz ya no era mía. Era la voz de alguien cansada, alguien que llevaba demasiado tiempo sangrando por dentro sin saberlo—. ¿Por qué sigues volviendo a mí?
Dakota se acercó aún más. Su aliento chocó con mis labios. Sus ojos estaban húmedos.
—Porque por ti... yo reduciría el mundo a polvo. Porque no hay otra jodida razón en esta vida más válida que la de verte volver a brillar.
Y entonces ocurrió.
Nos rompimos.
Nos arrojamos el uno al otro con el hambre de quien se ha negado todo por demasiado tiempo. Sus labios buscaron los míos no como un acto de amor, sino como una guerra. Me besó con rabia, con urgencia, con todo lo que no podía decir. Y yo lo besé como si quisiera borrarmelo del alma de una vez por todas.
Nos arrancamos la ropa como si fuera un velo roto. No hubo ternura, ni suave deslizamiento de manos. Fue más un acto de violencia. No de golpes, sino de necesidad, de desesperación. Como si nuestras pieles fueran vendas podridas que debían arrancarse para liberarnos. La habitación se convirtió en un caos: las sábanas, el colchón, los cuerpos chocando en una lucha salvaje por encontrar algo que se pareciera a la vida.
Mis uñas se clavaron en su piel, mi aliento era un jadeo desordenado. No hubo caricias, no hubo palabras suaves. Sólo dientes y manos, calor, sudor, el fragor de cuerpos que se estrellaban como olas contra la roca. Nos marcamos. Nos dejamos huellas, cicatrices invisibles y físicas. Nos poseímos con la furia de quienes saben que no tienen nada más que perder. Como si el sexo fuera un exorcismo, una manera de deshacernos de todo lo que nos comía por dentro.
No hubo ternura. No la necesitábamos. Ni siquiera la queríamos.
El golpe de la última ola nos dejó en el suelo. Un final abrupto y pesado. Entre sus brazos, sentí que algo se rompía. No sabía si era toda yo o mi alma, pero lo sentí. Al separarnos, me temblaba todo el cuerpo. No por frío, no por dolor.
Era algo más profundo, algo que me quemaba desde adentro. Una sensación que ni siquiera podía definir. Y él respiraba pesadamente junto a mí, su pecho subiendo y bajando con esfuerzo, su piel brillante de sudor, su mirada vacía, como si acabara de descubrir que ni siquiera sabía en qué estaba metido.
La piel aún ardía con el eco del roce. El cuarto estaba sumido en la oscuridad, pero las huellas de lo que acababa de pasar seguían marcando el aire. No había ni un suspiro, ni una palabra. El peso de lo que había sucedido flotaba entre nosotros como una sombra palpable.
Sentí su respiración aún entrecortada, su cuerpo aún sobre el mío, pero mi mente ya estaba en otro lugar. Me aparté lentamente de él, como si el contacto mismo me quemara, como si todo lo que había sucedido hubiese sido una ráfaga de fuego que se extinguía rápidamente, dejando solo las cenizas de lo que quedaba.
Me levanté de la cama sin decir nada, sin mirar atrás. La habitación estaba impregnada con el olor a sudor y a algo más: algo salvaje y peligroso. Algo que no sabía si era nuestro o mío. Podía escuchar su respiración irregular, pero no me atrevía a mirarlo. ¿Qué podía decir? ¿Qué palabras podrían dar sentido a lo que acabábamos de hacer?
Mi cuerpo todavía latía con la energía de lo que acababa de ocurrir, pero mi corazón estaba vacío. Era una sensación de completa soledad. Como si, después de todo eso, aún estuviera sola en la tormenta, atrapada en una espiral sin salida.
Me dirigí al baño sin prisa, como si nada de lo que había pasado importara. Las lágrimas, amargas y calientes, se acumulaban en mis ojos. Me las quité rápidamente, pero las sensaciones seguían golpeándome como una ola imparable. Me observé en el espejo. Mi reflejo me devolvió una imagen que ya no reconocía. Mis ojos estaban nublados, desbordados de sentimientos que no quería enfrentar. No quería admitir lo que había sucedido. No quería ser vulnerable. No quería recordar el temblor en mi piel cuando él me tocó.
Era la quietud lo que me rodeaba, esa calma asfixiante que se asentaba sobre mis hombros como una manta pesada. En el silencio de la habitación, apenas iluminada por la luz tenue que entraba desde una ventana rota, me sentía más sola que nunca. Los ecos de todo lo que había pasado, de las decisiones tomadas, de las palabras nunca dichas, seguían flotando en el aire. Pero no quedaba nada que pudiera hacer al respecto. Ya no importaba.
Aquel cuchillo oxidado reposaba sobre la mesa, solitario, casi esperando que lo tocara. No lo miré, ni siquiera necesité hacerlo. Lo tomé con la mano izquierda, la que aún temblaba por la ira contenida. No pensé, no había espacio para pensar. Sólo sentí esa urgencia visceral, la misma que había alimentado la furia que ardía en mi pecho durante tanto tiempo. Esa rabia que ahora ya no podía contener, esa furia que me pertenecía, que me definía.
El cuchillo cortó el aire con un sonido sordo, y lo que empecé a hacer no fue solo un corte en mi cabello. No. Era un corte en todo lo que había sido, un acto de purificación, de arranque. Cada mechón que caía al suelo se sentía como un pedazo de mi antigua vida, de una Bella que ya no conocía. Había algo liberador, pero también cruel en ese acto. Como si me arrancara a mí misma y me despojara de la fragilidad que me quedaba. Un acto de fuerza, pero también de desesperación.
Me acerqué al espejo roto. El cristal estaba empañado, deformado por el tiempo y la suciedad, y, sin embargo, vi lo suficiente. Vi el rostro de alguien que ya no era yo. Esa mujer con el cabello cortado y el rostro lleno de cicatrices invisibles. Esa mujer que ya no reconocía, que había sido desterrada por algo más grande que ella misma. El corte fue liberador, sí, pero también doloroso. En cada acción había una palabra rota, un deseo aplastado, una identidad que se deshacía.
Corte. Casi con furia. Corte. Como una orden de guerra, como si al arrancarme el cabello también pudiera arrancarme todas las preguntas, todos los miedos que me atormentaban. Cada mechón caía con un peso más profundo. Ya no había nada que me atara. Mi reflejo en el cristal no era más que la imagen de una extraña que había tomado el control de su destino, de su cuerpo, pero que aún no entendía si eso era una victoria o una condena.
La rabia me atravesó, y cada pedazo de mi cabello que caía al suelo parecía liberar algo más dentro de mí. Mi reflejo se desvaneció, y solo quedé yo: vacía, destrozada, pero más fuerte que nunca. Cada corte era una herida más profunda, y, sin embargo, me sentía más pura, más distante de lo que había sido antes.
Era lo único que me quedaba. Mi libertad. Mi rabia.
Cuando terminé, no había lágrimas. No había alivio. Solo la sensación de haber hecho algo irreversible. Algo que no tenía vuelta atrás. Me quedé allí, mirándome en el espejo roto, viendo una mujer que se había construido de nuevo. O, tal vez, que ya no era una mujer. Era algo más. Algo que ya no pertenecía a nadie, ni siquiera a sí misma.