Furia

Capítulo 20.

El aire estaba denso esa mañana, como si la tierra misma se estuviera agrietando, preparándose para algo mucho peor. Y, sin embargo, ahí estaba yo, pidiendo permiso para salir. No era un paseo. No era una simple patrulla. Era más, mucho más. Ya no podía quedarme atrás. Necesitaba algo más.
Roderic me miró como si fuera una mosca molesta que intentaba volar en su cara. Su mirada era dura, pero había algo más debajo de todo ese desdén. Me observaba con una mezcla de incertidumbre y miedo, como si realmente no supiera qué hacer conmigo. Yo ya no era una niña que obedecía. Ya no era la Bella que seguía sus órdenes porque no tenía otra opción. Me había convertido en algo más salvaje, algo que ni él ni los demás podían controlar.
—¿Estás completamente loca? —me dijo, y la desprecio en su voz era evidente. Roderic siempre había sido un hombre que pensaba que todo tenía un precio, pero conmigo, no sabía cómo medir ese precio. No podía.
No respondí. Ya no necesitaba hacerlo. No había forma de que me frenara.
—Te dije que no te arriesgaras. —Su voz se hizo más baja, pero el tono de amenaza era palpable—. Te prohíbo ir a esos sectores. No lo entiendes, Bella. Eres una amenaza para todos.
Me crucé de brazos, desafiándolo con la mirada. Ya no tenía miedo de sus órdenes, ya no me importaban sus amenazas. Si había algo que había aprendido en este infierno, era que la única persona en quien podía confiar era en mí misma. Y esa persona no iba a detenerse.
—No me importa —respondí con una calma que desarmó momentáneamente a Roderic—. Voy a salir y lo voy a hacer sola. No te necesito.
Mi voz era un susurro, pero resonó en el aire como un reto, algo que hacía que la tensión fuera más palpable que nunca. No tenía armas. No me las dejaron. Pero me sentía más peligrosa que nunca. Ya no me importaban las reglas. No me importaba lo que él pensara. Quería ir, necesitaba ir, porque la rabia ya no cabía dentro de mí. La furia que había estado guardando, la furia que me había comenzado a definir, necesitaba salir.
Roderic me miró, no con ira, sino con algo mucho más peligroso: una mezcla de desdén y preocupación. Sabía que no podía detenerme. No podía seguirme en este camino.
Salí sola al amanecer. El aire olía a óxido y a tierra quemada. Mis pasos crujían sobre los huesos viejos que marcaban el perímetro. Las ruinas estaban envueltas por una niebla turbia, densa, que parecía haberse quedado ahí atrapada desde el colapso.
No llevaba cuchillo. Ni pistola. Ni siquiera un maldito palo. Solo mis manos. Y la furia. Esa no me la podían quitar.
Los mutantes siempre venían en silencio. Primero escuchas el crujido, el chasquido de huesos desacomodados, luego ese olor rancio, mezcla de podredumbre y carne ácida. Esta vez no fue distinto.
Lo vi salir de entre los restos de lo que había sido un hospital. Era grande, como una especie de felino retorcido por el virus, la piel cubierta de placas negras, sus patas traseras rotas pero funcionando igual, como si el dolor no tuviera cabida en su biología. Tenía dos fauces. Una en el rostro, y otra donde debía estar el pecho. Ambas goteaban baba espesa y verdosa.
No esperé. No pensé.
Corrí hacia él.
Salté sobre su lomo y hundí los dedos en sus cuencas ciegas. El chillido que soltó me rompió los tímpanos, pero no me importó. Lo derribé con el peso de todo lo que me consumía. Con cada golpe, con cada embestida, le grité a ese mundo que me había arrancado todo.
Tardé minutos. O tal vez horas. Cuando acabó, estaba bañada en sangre —mucha era suya, algo era mía— y con las uñas arrancadas de tanto desgarrar carne.
Y entonces, llegaron los otros dos.
Uno se arrastraba. Tenía el torso partido a la mitad, pero sus brazos eran largos y afilados como lanzas. El otro era más pequeño, más rápido, sin ojos ni boca, solo un agujero que chillaba como un enjambre.
Me partieron la ceja, me mordieron el hombro, me tiraron al suelo.
Y aun así, me levanté.
Usé una roca para aplastar la cabeza del primero. Al segundo lo estrangulé con mi propia chaqueta. No recuerdo cuándo empecé a gritar. Solo que no podía parar.
Hasta que escuché su voz.
—Bella...
Me giré, jadeando como un animal salvaje, con los brazos colgando, la cara cubierta de sangre seca y barro. Dakota estaba ahí. Había estado viéndolo todo.
No dijo nada más. Solo se acercó. Y por un instante, creí que iba a tocarme.
—¿Por qué me sigues? —pregunté, con la garganta en carne viva.
—Porque tú ya no sabes volver.
No lo supe interpretar. No quería.
Pero su mirada… No era miedo lo que había en ella. Era otra cosa. Era tristeza. Era rabia. Era amor. Y yo ya no sabía qué hacer con eso.
Cuando regresé al campamento, la tensión ya se podía sentir en el aire. El viento llevaba consigo la promesa de algo inevitable. El sol se estaba poniendo, tiñendo el cielo de tonos rojos y naranjas, como si el mismo universo estuviera incendiándose. Yo, por dentro, ya me había quemado por completo. No quedaba nada de la chica que alguna vez obedeció órdenes sin cuestionarlas. El calor de la furia y la sangre aún palpitaba en mis venas.
Roderic estaba allí, esperándome. Su figura se alzaba contra el horizonte como un faro de autoridad que ya no tenía poder sobre mí. La expresión en su rostro era una mezcla de enfado y algo más, algo que no lograba identificar. No era solo decepción. No. Había miedo, algo muy profundo y oscuro, como si, en algún rincón de su ser, ya supiera que no podría detenerme.
—Te dije que no fueras —dijo, su voz resonando en el aire como un látigo, cortante, llena de furia reprimida.
No me importó. No me afectó. Lo miré, y lo que vi en su mirada me dio una idea de lo que él temía: una amenaza silenciosa que lo paralizaba. El miedo a lo desconocido, a lo que ya no podía controlar. Ya no podía leerme. No entendía qué era lo que estaba pasando dentro de mí.
Me acerqué, con el paso firme, con la cabeza erguida. Sentí mi propio cuerpo pesado, cansado, herido. Pero, al mismo tiempo, era como si ya no lo sintiera. Como si las heridas fueran lo de menos. Estaba más viva que nunca, y esa sensación de poder, esa rabia que había dominado mi cuerpo, seguía ardiendo en cada centímetro de mi piel.
—No me importa lo que digas, Roderic —respondí, mi voz fría y firme, cortando el espacio entre los dos como un cuchillo. Mis palabras no eran un desafío directo, no era algo que estaba pidiendo. Simplemente era una verdad, algo que ya no se podía ignorar. —Ya no puedo quedarme aquí.
La mirada de Roderic se volvió más dura, más agresiva. Podía sentir cómo su control sobre la situación se desmoronaba, cómo su dominio sobre mí se evaporaba a medida que cada palabra que salía de mi boca lo alejaba más de mi realidad. Y, por un momento, pensé que veríamos todo eso destruirse. Me estaba desvaneciendo ante sus ojos, como si estuviera viendo una sombra desaparecer en la oscuridad.
—¡Eres una maldita loca! —exclamó, casi gritando. Su voz tembló con la ira contenida. No era sólo enojo lo que proyectaba, sino desesperación. —¿Qué esperas conseguir con esto? No tienes idea de lo que estás diciendo. ¡No entiendes lo que has hecho!
Pero yo lo entendía. Cada palabra, cada orden que había seguido hasta ese momento, era una cadena que me había mantenido atada. Y ya no podía más. Ya no podía seguir siendo su marioneta. Ya no podía quedarme en un lugar que me había convertido en alguien que no era.
Su rostro se endureció aún más. Dio un paso hacia mí, y por un momento, pensé que me iba a golpear. Su mirada era un desafío abierto, como si quisiera ver hasta dónde llegaría mi resistencia. Pero algo dentro de mí ya se había quebrado, y no me quedaba espacio para la duda. Si quería controlarme, tendría que destruirme por completo.
Y no me destruiría.
Roderic se detuvo a pocos centímetros de mí, demasiado cerca. Su respiración era rápida, agitada, y su odio se podía cortar con un cuchillo. Pero su poder ya no me alcanzaba. Ya no podía dominarme. Ya no podía usar sus palabras para seguir controlando mi destino.
Me miró, con esa mezcla de rabia y algo más profundo. No lo dijo, pero lo supe: él me temía. Me temía porque ya no era la misma. Ya no era la chica que se dejaba guiar por las reglas. Ya no era la Bella que se sometía. Y eso lo aterraba. Y ese miedo lo hizo más vulnerable.
Me quedé allí, observándolo. No había odio en mis ojos, no había emoción alguna. Solo una frialdad implacable. Algo que me sorprendió incluso a mí misma. Pero lo que sentí era la liberación. El conocimiento de que ya no era parte de esa manada, de que ya no cabía en su mundo. Roderic no era mi líder. No era mi protector. No era nada.
Cuando habló nuevamente, su voz fue un susurro, casi inaudible, como si ya no tuviera fuerzas para seguir luchando contra lo inevitable:
—Te lo estoy advirtiendo. Estás caminando por el borde. Si sigues por este camino, no habrá vuelta atrás. Nadie va a seguirte. Vas a estar sola.
Mi corazón no dio un solo salto. No sentí nada. Solo la misma frialdad, la misma determinación. Era verdad lo que decía, pero no me importaba. Ya estaba sola. Lo había estado desde el momento en que decidí dejarlo todo atrás. Solo la rabia me acompañaba. Solo la furia.
—Y me da igual —le respondí, sin levantar la voz. —Ya no me importa.
Y cuando me di la vuelta para irme, lo sentí. La forma en que su mirada se quedó clavada en mi espalda, la forma en que su odio y su impotencia se fusionaron en un solo sentimiento. Pero ya no era parte de él. No importaba lo que pensara, lo que dijera. Yo ya había tomado mi decisión.




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