La misión parecía una broma cruel de lo rutinaria que era: abastecer el campamento con lo poco que quedaba en los estantes oxidados de un supermercado abandonado, a apenas una hora a pie hacia el sur. Según Roderic, “no tenía complicaciones”. No era terreno de lobos, ni zona de mutantes activos. “Perfecta para foguear a los nuevos”, había dicho. Lo dijo mientras me miraba de reojo, como si yo ya no tuviera cabida ni siquiera en lo peligroso.
Por eso no debía estar allí. Pero lo pedí. No —lo exigí—. Se lo arranqué de entre los dientes con la mirada y con los puños. Me gané ese lugar en la patrulla a base de miedo, de sudor, y de golpes que dejaron a más de uno replanteándose si quería compartir camino conmigo. Me dejaron ir como quien se deshace de una bomba sin detonador. Una sombra más entre soldados nerviosos, armada de nada más que de rabia. Ni cuchillo, ni rifle, ni siquiera una puta navaja. Roderic lo había dejado claro: "Sin armas. A ver si aprendes a obedecer".
Avanzamos entre los esqueletos de una ciudad que ya ni recordaba su nombre. El cielo estaba encapotado, espeso, de un gris que parecía respirar por sí mismo, como el pulmón podrido de un animal en fase terminal. El viento arrastraba olor a moho, plástico quemado y orina seca. Cada paso sobre el asfalto agrietado sonaba hueco. A ambos lados, edificios mordidos por el tiempo, rotos por dentro, abiertos en canal. Cables colgando como vísceras expuestas. Nada vivo. Nada humano.
Pasamos por debajo de un puente colapsado, pisando vidrios y tierra apelmazada. A ratos, veíamos a los mutantes secos: cadáveres rígidos, atrapados en la muerte como si fueran parte del paisaje. Algunos empotrados en muros. Otros fundidos en coches calcinados. Esculturas de lo que habíamos sido. Monumentos al fracaso.
Y, sin embargo, todo iba bien. Silencio. Tensión, sí, pero ningún sobresalto.
Hasta que sí.
Un grito rasgó el aire. No uno de los nuestros. Un... otro. Después, un crujido seco, como huesos partiéndose bajo toneladas de peso. Y entonces, el caos.
Lo vimos salir de entre los restos de un contenedor volcado, como un espectro salido del peor delirio nuclear: un perro, o lo que una vez fue uno, pero aumentado y deformado más allá del reconocimiento. Medía casi dos metros de alto a cuatro patas, con una musculatura hipertrofiada que parecía hecha de tendones tensos como cables eléctricos. La piel le colgaba en jirones sobre placas óseas expuestas, y parte del cráneo sobresalía como un casco roto.
Tenía una hilera doble de dientes largos y curvados como anzuelos que chasqueaban al ritmo de su respiración entrecortada. De su lomo nacían fragmentos de columna vertebral expuestos, afilados como cuchillas. Cada zancada suya dejaba una marca humeante en el asfalto. Olía a carne fermentada, a saliva ácida y a mugre de siglos.
Y no venía solo. Detrás, dos criaturas más: una de cuerpo bajo y alargado, como una hiena mutada con los ojos fundidos en la piel, sin rostro, y otra que caminaba sobre dos patas temblorosas, con el torso cubierto por un exoesqueleto de placas vítreas rotas que reflejaban la luz como cuchillas ensangrentadas. Uno de sus brazos no era un brazo: era un conjunto amorfo de dedos unidos como raíces podridas.
La escena era una pintura del fin del mundo.
Y ahí, entre los murmullos de pánico, el olor del miedo y los músculos paralizados del grupo, fui yo quien se movió. La que rompió la inercia. La que gritó. La que lideró. Sin armas, sólo con un oscuro y retorcido deseo de vivir.
Nadie se movió. Nadie.
Los novatos se quedaron clavados. Literalmente. Congelados por el miedo. Como si la voluntad se les hubiera escapado por la planta de los pies. Vi a uno —Elías, creo que se llamaba— temblar hasta que se le soltó la vejiga. El pestazo a orina fue inmediato.
Y entonces hablé.
—¡Izquierda, YA! ¡Formad media luna! ¡Escudos delante, piedras detrás! ¡JODER, MOVID EL CULO!
No fue una orden. Fue una descarga eléctrica hecha grito. Algo ancestral, una voz que no parecía humana ni domesticada. Un rugido que partió la tensión como un rayo. Y, contra todo pronóstico, me obedecieron. Todos. Sin pensarlo. Ni uno protestó.
Mientras ellos se recolocaban como podían, yo me adelanté. En el suelo, entre la grava y la mierda, vi un trozo de viga oxidada, retorcida en forma de gancho. Lo agarré. Pesaba como un niño de unos cuatro años. Me crujieron los huesos del brazo al levantarlo. Pero no me importó.
Corrí hacia el primero.
La bestia se me vino encima como un tren sin frenos. Pero no esquivé. Me agaché. Me lancé bajo su vientre, rasgándole el costado con el metal. Noté cómo la viga abría carne y costillas con un chasquido húmedo. Su sangre me empapó la cara, caliente, espesa, con un olor dulzón que me revolvió el estómago. Me puse de pie gritando. No de miedo. De júbilo. De furia.
El siguiente vino a por mí. No pensé. Giré sobre mi propio eje, lo golpeé en la rodilla con la viga. Sonó un crack asqueroso. Cayó de lado. Me abalancé y le reventé el cráneo contra una piedra, hasta que dejó de moverse.
Los demás cayeron. Uno de los nuestros —Alex, el grandote— logró atravesar el pecho del tercero con un pincho de obra. Y entonces, el silencio volvió. Uno diferente. No de tensión. De incredulidad.
Estábamos vivos. Todos.
Miré al grupo. Algunos jadeaban. Otros lloraban. Uno vomitó. Pero todos estábamos de una pieza. Enteros. Ni una sola baja.
Regresamos cargando los sacos de comida, pero nadie hablaba. Solo se oía el chasquido de las botas mojadas y el silbido del viento entre los edificios.
Pero yo sabía que no era eso lo que importaba. No eran los víveres. No era la misión cumplida.
Lo que importaba era que lo había hecho yo. Que cuando nadie más supo moverse, fui yo la que tomó el mando. Sin armas. Sin permiso. Sin pedir perdón.
Y eso… eso iba a traer consecuencias.
El campamento estaba callado. Algo se había roto en el aire, como si la autoridad de Roderic comenzara a oler a rancio. Los murmullos iban de tienda en tienda, como pequeños cuchillos afilando rumores.
“Ella tomó el mando.”
“Ella salvó al grupo.”
“Ni siquiera necesitó armas.”
“Ni siquiera pidió permiso.”
Y entonces, el enfrentamiento.
Salí del almacén donde habíamos dejado los víveres cuando escuché mi nombre como si fuera una maldición.
—¡BELLA!
La voz de Roderic tronó por encima del bullicio, reventando el silencio del campamento como una granada. Me giré. Y lo vi venir. Como una tormenta de carne mal contenida, con los puños apretados, los ojos desorbitados y la mandíbula temblando de rabia.
La gente se hizo a un lado sin chistar. Nadie lo detuvo. Nadie lo frenó. Pero todos miraban. Miraban como se observa una ejecución.
Y Dakota... Dakota estaba allí. Apoyado contra la pared del depósito, medio en sombra. Sus ojos negros me perforaban, y por un instante, juro que creí que eran mi refugio. Pero no. Aquello no era refugio. Era juicio. Era miedo.
—¿Quién coño te crees que eres? —escupió Roderic, la voz desbordada, rota de autoridad y orgullo herido—. ¿Desde cuándo tomas decisiones por tu cuenta? ¿Desde cuándo crees que este puto campamento te pertenece?
No contesté. Todavía no. Caminé hacia él. Cada paso era un latido seco. Cada pisada, un eco de algo que ya no sabía contener.
—Lo hice porque nadie más lo hizo —dije—. Lo hice porque si esperábamos tu permiso, estaríamos muertos.
—¡NO TE LO PERMITO! —bramó. Estaba tan cerca ya que le podía oler el sudor agrio del miedo. Le temblaba el labio. Su mano derecha se contrajo.
—¿Me vas a golpear, Roderic? —susurré—. Hazlo. Hazlo ya. Así todos verán qué clase de mierda eres.
—¡Tú no mandas aquí! —gritó. Y se acercó. Mucho. Su aliento era ácido. Su cara roja. Los nudillos blancos.
—No, claro que no —respondí, con media sonrisa—. Solo soy la que sobrevive mientras tú das discursos de mierda.
Y entonces lo vi en sus ojos: no me temía por lo que yo hacía. Me temía por lo que él ya no podía hacer. Su poder se desmoronaba a cada palabra mía. Yo era la grieta en su muro. Y él lo sabía.
Me empujó.
Ni siquiera fue fuerte. Pero fue suficiente.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente. El puño se disparó hacia su cara con la precisión de un animal entrenado para matar. Se oyó un chasquido sordo cuando su mandíbula se torció de lado. Cayó hacia atrás y se levantó de un salto, furioso, ciego. Me embistió. Lo esquivé. Lo agarré del cuello. Lo lancé contra la verja.
Gritó.
Y ahí ya no fui yo.
Fui los años de rabia acumulada. Fui las noches llorando en silencio. Fui cada vez que me hicieron sentir como un despojo, como un peligro, como un error. Fui todas las veces que callé, que bajé la mirada. Que quise huir. Que deseé desaparecer.
Fui el puño. Fui la rodilla. Fui el grito.
Roderic cayó al suelo y yo fui sobre él. Los golpes eran uno, dos, tres, diez. Lo escuché suplicar, escupir sangre. Sentí cómo se partía algo. No me detuve. No podía. Su cara era otra, cualquiera. Era todos. Era el mundo. Era la autoridad. Era la jaula.
Hasta que...
—¡BELLA, JODER, PARA YA!
La voz. Dakota. Como un trueno desgarrando la tormenta.
Me congelé.
Lo miré. Estaba en mitad del círculo, los puños apretados, el pecho subiendo y bajando. Había dado un paso hacia mí, como si no supiera si debía detenerme o protegerme. Sus ojos me miraban como si ya no entendieran lo que veían. Como si la Bella que él amaba se hubiese fundido en la tierra con la sangre de otro hombre.
Y yo...
Yo solo vi eso. El miedo en su mirada. La decepción. El abismo que se abría entre nosotros, irreparable.
Sentí algo crujir. No en mis huesos. En mí.
Me levanté. Las manos rojas. Los nudillos partidos, temblorosos. Roderic estaba en el suelo, escupiendo dientes, aullando de dolor.
La gente... la gente no dijo nada.
Pero uno de ellos, no sé quién, susurró:
—Bestia.
Y aquella vez no dolió, en aquel momento se sintió justo.
Me di la vuelta. Caminé sin mirar a nadie. Ni siquiera a Dakota. Porque si lo miraba, me rompía. Y ya no podía romperme. No otra vez. Ahora era mi momento. Mi camino. Mi condena.
Porque ya no era una de ellos.
Era algo más.
O algo menos.
Pero ya no era suya.
Ya no era de nadie.