El encierro no fue inmediato.
Primero vino la humillación.
Me esposaron frente a todos. Me llevaron por el campamento como si fuese una bestia rabiosa que necesitaba jaula. Roderic iba detrás, tambaleante, con la cara hinchada, un vendaje improvisado cubriéndole media boca, donde antes había dientes.
No dijo una palabra.
Su castigo fue el silencio. El acto. El encierro.
Me metieron en una de las viejas cámaras subterráneas, un sótano húmedo que alguna vez debió de ser un almacén de víveres. Ahora olía a moho, a hierro oxidado, a abandono. Una sola bombilla colgaba del techo, parpadeando como si también ella estuviera por rendirse.
La puerta de metal chirrió al cerrarse.
Y entonces se hizo el vacío.
Literal.
Apagaron la bombilla.
No de inmediato. La dejaron agonizar unos minutos, chisporroteando, lanzando destellos intermitentes como si se burlara de mí, como si jugara a esconderme mis propios pensamientos, a iluminar sólo lo que no quería ver: las paredes desconchadas, la humedad subiendo por las piedras, el cuenco de agua estancada en una esquina.
Y entonces: clic. Oscuridad.
Al principio me limité a escuchar mi propia respiración.
Después el silencio se volvió tan denso que dolía.
Las sombras se colaban por debajo de mi piel. Empezaron a murmurar.
Pensé en cómo ya no recordaba mi antigua vida como veterinaria, ni que era lo que me gustaba hacer en mis tiempos libres, ni en cómo me gustaba el café…
Pensé en Dakota.
Pensé en su voz cuando me rogó que no me perdiera.
Pensé en su maldito orgullo roto, en la forma en que me miró, no como si fuera un monstruo… sino como si todavía quedara algo de mí en algún rincón.
Y eso fue lo que más dolió.
Porque yo no lo sentía ya.
No sentía a Bella.
Sentía a otra cosa.
Pensé en el mutante que desgarré con mis manos. En el crujido de su carne. En cómo me temblaron los dedos, no de miedo, sino de placer. Pensé en la sangre seca bajo mis uñas. En cómo latía el mundo cuando yo dejaba de pensar y solo actuaba.
Pensé en Roderic. En sus gritos. En su miedo disfrazado de autoridad.
Pensé en Salvador.
En sus ojos.
En sus palabras como cuchillas dulces.
En su mano tendida en mitad de la nada.
Y pensé en mí.
O lo que quedaba.
Y en esa oscuridad... supe que no estaba sola.
Había algo más conmigo. Algo que me respiraba por dentro. Algo que no me juzgaba ni me exigía explicaciones. Algo que siempre había estado ahí, esperando, observando desde el rincón más profundo de mi carne.
La bestia.
Al principio era apenas un eco, una sugerencia.
Pero pensamiento a pensamiento... mordisco a mordisco... se fue abriendo paso.
Recordaba a Dakota y me susurraba: ¿De verdad quieres volver a necesitar?
Recordaba la rabia y susurraba: Conmigo no tendrás que rogar. Conmigo nadie te encerrará. Nadie te dejará sola.
Recordaba el dolor... y la bestia lo devoraba como si fuera fuego.
No hablaba con palabras.
Hablaba con hambre.
Con fuerza.
Con libertad.
Y así, sentada en el suelo, rodeada de piedra y silencio, me fui deshaciendo pensamiento a pensamiento. Un hilo más. Un recuerdo menos. Una grieta más en la jaula.
Hasta que ya no supe si respiraba... o gruñía.
Y no supe si la oscuridad estaba fuera... o dentro de mí.
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Pasaron horas. No sabía cuántas. No me moví del suelo. No dormí. No lloré. No sentí.
Era piedra. Piedra y ceniza.
Hasta que la puerta volvió a abrirse.
Y fue su sombra la que entró primero.
—Estás jodidamente loca —dijo Dakota. Su voz no era grito. No era odio. Era otra cosa. Cansancio. Ruptura. Ternura herida.
No respondí. Me quedé sentada, las manos apoyadas en los muslos, los ojos fijos en la pared resquebrajada.
Él dio un paso. Otro. Se acuclilló frente a mí. Su silueta tapó la bombilla. Todo se volvió gris.
—¿Por qué no me dejas salvarte? —susurró.
Lo miré.
—Porque tú no puedes.
Sus ojos se llenaron. No de lágrimas. De furia contenida. De amor herido.
—Bella… joder… tú eras lo único que...
—Yo no quiero volver a ser, Dakota. —Mi voz fue baja, temblorosa por dentro, pero firme—. Esa chica de antes... la que esperaba que la entendieran, que la vieran. Que te esperó. Que te necesitaba. Murió. ¿Lo entiendes? Murió en cada golpe. En cada mirada. En cada noche en la que tú no estabas.
Dakota cerró los ojos. Se pasó la mano por la cara. Respiró hondo. Le temblaba la mandíbula.
—Estás cometiendo un error. Uno del que no vas a volver.
—Ya lo cometí, Dakota. Lo único que hago ahora... es abrazarlo.
Se quedó allí, arrodillado, sin saber qué más decir. Al final se levantó. Me miró una última vez. Me dolió. Más que cualquier golpe.
Y se fue.
La puerta se cerró. El clic del cerrojo sonó como un disparo.
Y entonces… supe que lo había perdido.
Apagaron la bombilla.
Al principio fue solo un parpadeo agónico. Un chisporroteo burlón. Una luz temblona que parecía decirme: mira bien, mira una última vez, porque ya no hay vuelta atrás.
Y después, la negrura.
No inmediata. No limpia.
Sino sucia, viscosa, como una sombra que se deslizaba por las paredes y se me pegaba a la piel, a las encías, a los pulmones.
El silencio pesaba como plomo.
Y yo... por primera vez, no intenté escapar de él.
Me dejé tragar.
Sentada en el suelo frío, con las rodillas contra el pecho y la frente apoyada en ellas, me convertí en piedra. Respiraba como si cada aliento fuera un crimen. Como si cada suspiro amenazara con romper algo frágil dentro de mí.
La bestia.
No apareció de golpe.
No irrumpió como un monstruo.
Llegó como una caricia sorda, como un rumor en la sangre, como una sed vieja que siempre había estado allí. Silenciosa. Olvidada.
Y ahora despertaba.
Con cada recuerdo.
Con cada traición.
Con cada golpe.
Con cada vez que tuve que cerrar los puños para no llorar.
La sentí deslizarse por mi garganta, por mi pecho, por mis tripas. Me recordaba lo que todos me habían hecho. Lo que permití. Lo que soporté por creer que aún quedaba algo a lo que aferrarse.
Pero no quedaba nada.
Sólo ella.
Ella... y la rabia.
Y ahí, en la más absoluta oscuridad, lloré.
No por tristeza.
No por dolor.
Lloré de furia.
Lloré de hambre.
Lloré porque había sido estúpida.
Por creer.
Por amar.
Por confiar.
Y lágrima a lágrima, la bestia me comía. Me lamía desde dentro. Me decía que nunca me dejaría. Que ella era la única que no me traicionaría. La única que no se iría. La única que, cuando todo ardiera, seguiría conmigo, riendo entre las llamas.
Fue entonces cuando lo escuché.
Pasos suaves.
Un crujido de madera.
Y la puerta... se abrió.
Pero no con un estruendo.
Sino con un susurro.
Una brisa helada se coló en la celda. Y con ella... él.
Salvador.
Descalzo.
El torso desnudo, la piel marcada con cicatrices que no ocultaba, sino que lucía como trofeos. El cabello largo y húmedo por la niebla de la madrugada. Los ojos azul hielo. Fijos en mí.
Parecía una aparición. Un dios olvidado que había bajado del monte para ofrecerme algo más que redención: destrucción bendita.
No dijo nada.
Solo caminó hasta mí.
Se agachó.
Me observó.
Y extendió la mano.
—Ven —dijo. Su voz fue casi un soplo. Pero tembló la piedra bajo mí.
Le miré.
No por miedo.
Por vértigo.
—¿Qué quieres de mí?
La pregunta salió como un filo.
Y él sonrió. Pero no con ternura. Con hambre. Como quien acaba de encontrar un volcán que aún no ha estallado.
—Nada que no esté ya latiendo dentro de ti.
Y lo sentí.
Sentí la rabia latiendo como un tambor de guerra.
Sentí el fuego creciendo entre mis costillas.
Sentí el abandono, el hambre, la furia, la necesidad de destruir algo sólo para probarme que aún podía.
—Ellos te pusieron cadenas —murmuró—. Porque te temen. Porque no entienden. Porque quieren domarte.
Se inclinó más, su aliento tocando mi mejilla como si fuera calor puro.
—Pero yo no quiero salvarte, Bella. Yo quiero verte arder.
Y entonces lo vi todo claro.
Ya no quedaban jaulas.
Ya no quedaban nombres.
Solo quedaba una elección.
Solo quedaba lo que quemaba.
Tomé su mano.
Me levanté.
Y dejé mi sombra atrás.
No fue una decisión.
Fue un estallido.
Fuimos en silencio por los pasillos. Salvador me guiaba como si el mundo fuera suyo. Como si él caminara entre ruinas y supiera que todo lo que tocara se inclinaría ante él o caería.
Salimos al bosque.
El aire me golpeó como una bofetada.
Y no tuve frío.
La oscuridad era distinta fuera. No oprimía. No asfixiaba.
Era promesa.
Era libertad.
Y cuando él me miró una última vez, sin decir una palabra, comprendí que ya no podía volver atrás.
Porque yo tampoco quería.
Bella se había quedado allí abajo.
En la celda.
En el suelo.
En la penumbra.
Lo que caminaba ahora junto a Salvador… era otra cosa.
Y no tenía nombre aún.
Solo hambre.
Solo furia.
Solo piel y ceniza.