Furia

Capítulo 23.

Salí del campamento sin ceremonias. Ni aplausos, ni odio, ni dolor pronunciable. Solo la brisa fría me empujó hacia afuera, y sentí que cada paso superaba a los anteriores. El suelo crujía bajo mis botas, y era como arrancar mis propias cicatrices: cada sonido era un corte limpio en lo que fui.
No sabía hacia dónde iba. No quería saberlo. Solo sabía que no había vuelta atrás. Y mientras me alejaba, lo sentía: una liberación densa, áspera, cargada de peso y pérdida. Lo carcomía todo. Me carcomía hasta la última costura.
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Un claro apareció delante de mí, iluminado por hogueras anaranjadas que lanzaban sombras erráticas sobre la maleza. Sentí un olor antiguo: humo, hierro quemado, carne.
Allí estaban ellos. Los Radicales. Y allí estaba él.
Salvador me esperaba como si hubiesen encendido un faro para mí en medio de la noche. Estaba en cueros de torso, pintado de tierra y hollín, con sus cicatrices marcadas en relieve y el pelo largo colgando en melenas grises por la humedad. Sus ojos eran hielo líquido. No se me borraban de la memoria: azul, helados, dos pozos que medían cuánto te odiaban y te hacían temblar… y te hacían sentir vivo.
Era el centro y, sin pedir permiso, me convertí en su límite. A su lado. Vio mi sombra llegar, me vio acercarme, me vio cruzar aquella línea invisible.
—Ella ya no es suya —dijo, con voz de trueno seco—. Ella es fuego.
El resto retrocedió. Como si temieran quemarse.
—La llamaremos... Bestia.
Silencio. No hubo murmullos. Ni aplausos. Ni vítores. Solo un susurro arrastrado, primitivo, que mama de los pechos del miedo y el respeto: Bestia.
La palabra me golpeó el pecho. Pero no me rompió.
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Salvador me condujo sin hablar. Sus pasos eran firmes. Era el único camino que conocía: avanzar, quemar todo a mi paso.
Me llevó al centro, donde un círculo de armas clavadas en el suelo se alzó como un templo muerto. No había camas. No había cobijo. Solo brasas, fuego y huesos rotos. Estaba tan en casa como un carnívoro entre presas.
—No tienes que fingir aquí —me dijo, sin mirarme—. No tienes que envolver tu ira con palabras suaves. No tengas miedo de mostrar lo que eres. Aquí puedes ser lo que quieras. Arder hasta el final.
No supe qué decir. Porque estaba ardiendo ya.
No me presentó como una aliada.
Me presentó como su segunda. Como su arma. Su estandarte.
Me otorgaron un espacio: una lona vieja con unas cuantas mantas hechas jirones. No había adornos. No había sábanas. Solo frío y silencio.
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Esa noche no dormí. Ni lo intenté. Las hogueras lanzaban llamas largas como susurros.
Escuché cómo reían, cómo rompían huesos por placer, y supe que ese era mi mundo ahora. No había ocio, no había piedad, no había tregua.
Un Radical se me acercó, masticando un pedazo de carne cruda. No dijo nada. Solo me miró: de arriba abajo, como midiendo si merendaba algo exótico o un rival.
Y me quedé quieta, no por miedo, sino por desafío.
Él sonrió. Tenía los dientes con restos de grumo oscuro. Lentamente, se inclinó, se acercó... y yo lo golpeé. Sin levantarme. Con un puñetazo seco al hígado, cayó al suelo como si le hubieran sacado el aire. Nadie se movió. Nadie dijo nada. Luego, risas. Brutales. Y ese aire que me envolvió como un abrazo. Como si me soltara en casa.
Salvador apareció enfrente de mí, al otro lado de la hoguera. No dijo nada en voz alta. Solo habló con la mirada:
—Eso es. No con palabras. Con sangre.
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Los días pasaron, y ya nadie dudaba.
Me veían levantar piedras, destrozar troncos oxidados, desgarrar rocas para que encajaran como cuchillos entre mis manos. Me veían entrenar bajo la lluvia, desnudarme del miedo, quitarme la ternura, quebrarme la carne, desnudar la furia.
Me nombraron. Me gritaron. Bestia era más que un mote: era mi nueva piel.
Se corría el rumor de un mito. Una mujer que no sonreía, que no lloraba, que solo respiraba fuego.
No había compasión en ese nombre. No había piedad. Solo destrucción.
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Una semana después…
Salí al atardecer. Un par de los nuestros habían muerto en una patrulla. Habían encontrado un nido de mutantes. Lo más salvaje que había visto hasta ahora: criaturas del tamaño de toros deformados, con cuernos duros como costras, ojos amarillos como aullidos, babas negras colgando. Habían corrido. Habían peleado. Habían muerto.
Volví con sus cuerpos.
Los arrastré al filo de la hoguera central. La sangre aún goteaba. La muerte olía a tierra mojada y miedo.
Los Radicales se detuvieron para ver. No hubiera respetado si lo hubieran ignorado. Y no dijeron nada. Todo el silencio fue ovación.
Salvador apareció junto a las brasas. Se paró frente a mí. Se inclinó, me observó. Como si midiera mi alma.
—La Bestia lo trajo —dijo.
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Pero cuando el campamento se apagó de risas, de fuego, de gritos, me quedé sola en la lona vieja.
El silencio era distinto. No era liberador. Era punzante.
No era el silencio del hogar.
Era el silencio del abismo.
Entonces supe que echaba de menos otra cosa.
No tenía nombre.
No sabía si era amor. O redención. O derrota.
Pero lo conocía.
Era el hombre que se quedó en la puerta del campamento, con los ojos negros hasta el fondo, suplicando que volviera por él.
Ese silencio me atravesó la piel como una espada helada. Me dolió. Pero solo un instante.
Porque ya no quería ser la que suplicaba. Ya no quería volver. Ya no podía perdonarse.
Soy el monstruo que descubrí allí abajo. Soy la bestia que me comería si me soltara la mano. Soy el humo que quema todo a su paso. Soy ceniza y fuego.
Y esa noche, mientras el mundo ardía a mi alrededor, supe que ese era mi hogar.
No por lo que ofrecía.
Sino por lo que representaba.
No había compasión.
No había perdón.
Solo estaba mi bestia … o puede que finalmente fuera únicamente yo.




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