Amanece siempre con el mismo retumbe de botas en la tierra. El campamento está vivo: las hogueras reavivadas, el humo marrón en el aire, un olor que pica los pulmones. El murmullo y el ardor vuelven con gloria cada mañana. Salvaje, primitivo, terrible.
Yo me despierto desnuda bajo capas de mantas mugrientas que arden aún con el calor de la noche. Me estiro con los ojos abiertos, los músculos tensos, y voy al claro donde esperan. Me alisto frente a un espejo roto, con el reflejo quebrado que me recuerda cuánto he cicatrizado… y cuántas heridas nuevas he abierto en mi piel.
Salvador me observa mientras me ato las botas frente a él. No habla. No sonríe. Sólo asentir, como si supiera que cada fibra de mi ser ya late con su misma rabia. Me otorga su respeto sin palabras. Y yo lo tomo con la misma firmeza que mi puño al golpear.
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Entrenamos juntos. Soy un toro contra bestias domadas por la violencia. Cuando grita la señal, yo me lanzo: cojo el cuchillo, lo hundo, lo arrastro. A veces me guía él. A veces no hace falta. Me mimetizo con el golpe, con la sangre, con la velocidad.
El último día fue un hito: una manada de mutantes-lince cruzó la frontera. No eran suaves crías: medían como hombres grandes, con garras de acero y piel reseca. Los atrapamos, los rodeamos, mis compañeros y yo avanzamos en abanico. El primero lo alcé en un salto, rodé con él bajo el vientre y le clavé la daga en la garganta. El resto cayeron. Estremecimientos de muerte bajo mis pies. Y al final, el silencio.
Los Radicales gritaron mi nombre. «Bestia», «La perra de fuego». «Nuestra segunda». Levantaron los brazos. Derramaron sudor. Me rociaron con cerveza negra —sí, todavía hacen culto de lo que queda de alcohol— y me envolvieron como reza una leyenda. Como si creyeran que fui creada por ellos; como si yo no supiera que fue la rabia lo que me metió aquí primero.
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Al caer la tarde me persigo por la espalda.
Un símbolo de fuego, tatuado en mi piel con tinta añeja y quemadura directa. No fue hecho con cuidado ni precisión clínica. No fue arte. Fue marca. Salvador no dijo nada cuando lo pedí, solo hizo una seña a uno de los tatuadores: un hombre grande, sin un ojo, con los dedos torcidos y la voz rota. No necesitó que se lo explicara.
—¿Dónde? —preguntó, mientras limpiaba con vodka un punzón de acero oxidado.
—En la espalda —dije—. Grande.
Asintió. Y empezó.
No hubo música. No hubo trago. Solo el sonido de la aguja penetrando la piel endurecida. Ni siquiera grité. Me quedé inmóvil, apretando la mandíbula, mirando la tierra apisonada de la tienda, mientras la tinta se mezclaba con mi sangre. Cada línea fue un trazo de rabia canalizada, cada sombra un recuerdo muerto, cada curva un aullido no dicho.
La forma no era una llama perfecta. Era torcida, deformada, como si las llamas estuvieran combando el aire que le rodea. Como si el calor mismo hubiera quemado el diseño antes de que terminara. Empezaba en la base de mi columna y ascendía hacia el centro de mi espalda, entre los omóplatos. Una lengua de fuego que parecía subir por mi cuerpo desde el vientre de la rabia hasta la nuca. No tenía nombre, ni borde limpio. No buscaba belleza. Buscaba que ardiera.
Cuando terminó, el hombre limpió la sangre seca con un trapo áspero, me miró y dijo:
—Nunca volverás a ser invisible.
Y tenía razón. Desde entonces, cada vez que me giro, cada vez que alguien me ve de espaldas, cada vez que me quito la camiseta tras un combate, todos se callan. Todos se fijan. La respetan. La temen. No porque el diseño sea violento, sino porque está claro que fue hecho con dolor, que no lo pedí por orgullo ni por estética, sino por necesidad.
Me desnudo cada noche ante el espejo roto del campamento. Me agacho. Me giro. Me busco. La tinta aún duele. No está del todo curada, como si mi piel la mantuviera caliente a propósito. Como si supiera que debe recordarme cada vez que respiro.
Es un juramento, sí. Pero también es un escudo. Un grito. Una advertencia.
«Aquí ya no queda nada por salvar. Todo lo que queda arde».
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La primera noche que lo vieron, fue tras una caza. Uno de los chicos se acercó por detrás mientras yo limpiaba un cuchillo manchado con grasa de mutante. Llevaba la espalda desnuda, el sudor todavía cayendo por la columna.
—La Bestia tiene su fuego —murmuró, medio en broma, medio temblando.
Yo no respondí. Solo me giré, lo miré y dejé que viera mis ojos sin decir una palabra. No volvió a repetirlo. Ninguno lo hizo.
A veces noto las miradas. Algunas con deseo. Otras con miedo. Pero todas reconocen lo mismo: lo que llevo en la piel no es adorno. Es una sentencia.
Miro la llama por segundos infinitos cada noche. La repaso con los dedos. A veces sangra de nuevo. A veces arde. Pero siempre late conmigo. Es mi marca. Mi escolta. Mi sentencia.
Y mientras la contemplo, mientras la tinta parece respirar junto a mí, pienso en lo que he dejado atrás. En lo que he matado. En lo que he abandonado.
En quién fui.
En lo que soy.
Yo asiento. Pero dentro, algo se quiebra.
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Vivo en medio de las brasas, pero me consumen cada noche.
Las pesadillas regresan con sed y ansia. Son fantasmas.
Veo a Dakota. Siempre lo veo. Los ojos negros rasgando la costra por fuera, haciéndome dudar una vez más de que esto fuese redención. Veo su rostro al final de los pasillos del campamento que dejé atrás. Lo escucho suplicando. Lo siento respirando bajo la lluvia de esa noche. Le veo estirarse bajo una piel de lobo, arrastrando la culpa como un fardo que le hirió incluso más que mi abandono.
Lo veo y arde mi toxina. Lo veo y revivimos esa noche en la que pulsamos tan fuerte que nos rompimos. Veo su respiración agitada, los suspiros temblorosos, la súplica de salvación que le negué.
Despierto, desgarrada. Con el tatuaje ardiendo. Con la boca seca. Con el puño aún apretado. Sudo y tiemblo. El campamento duerme, pero yo no.
Las ostras de mi dolor viven en el silencio.
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Mientras tanto, fuera, Dakota continúa.
Lo sé porque algunos murmullos llegan a mis oídos. Dice que me busca. Que rastrea mis pasos. Que ha quemado su propia piel intentando seguir la mía. Oigo que hay rastros: pisadas, ramas quebradas. Dicen que ya no es el hombre de antes, que ha perdido parte de sí mismo en la búsqueda. Que anda por el bosque como una sombra desdibujada, guiada por un eco de humo y culpa.
Lo imagino. Lo visualizo tumbado bajo un árbol, la piel ya rozada por las zarzas, con los ojos en blanco. Lo siento. Lo escucho. Y cada vez que cae en mi mente, la llama sangra un poco más conmigo.
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Y, joder, no se me escapa: he cruzado el muro. Ya no puedo volver.
Aquí, entre estos salvajes, me quieren. Me aclaman. Me siguen.
Soy adorada. Temida. Soy ejemplo.
Pero cada mirada que me dedican al amanecer me recuerda lo que dejé atrás. Esa otra parte de mí nunca reconocida. Ese corazón roto. Ese amor que traicioné.
Ya no busco consuelo. Ya no me aguanto la mirada cuando me miro al agua. Hago que mi sombra camine con la convicción de que esa ignición tardó cinco días. Tardó cinco noches. Tardó doscientos latidos rotos y una promesa: que nunca volvería a ser la subsistencia de otro. Que quien quiera acercarse a mí, tendrá que arder conmigo.
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A veces me acerco a las líneas del campamento. Allí donde termina la hoguera y empieza el bosque. Donde se separan los sueños rotos de lo que arde.
Soy la Bestia al borde del muro. Soy el símbolo tatuado en mi espalda. Soy sangre y furia. Soy fuego y cicatriz.
Pero esa noche, cuando retiro la manta y salgo al filo de lo que administro, siento la brisa más fría. No es del bosque. Es una memoria. Es la voz de lo que aún vive dentro de mí. Y entonces, lo escucho.
Galope. No humano. No bestia mutante.
Pasos. Lejanos, sí. Pero reales.
Y en ese momento, con la piel erizada, sé que no puedo detenerme.
Porque ellos no lo harán.