El mundo allá fuera olía a sangre seca, a hierro, a algo más viejo que la guerra misma. Me desperté con la respiración agitada, el pecho desnudo cubierto de sudor frío. Afuera, la tierra rugía. Los gritos de alerta no tardaron en llegar.
—¡Horda en el perímetro sur! —gritó alguien desde las alturas.
No perdí el tiempo en vestirme del todo. La piel curtida contra la piel, el cuchillo bien sujeto a mi muslo, y el fuego ardiendo en mis costillas bastaban. Cuando salí, Salvador ya estaba ahí, rodeado de los suyos. Sus ojos me buscaron entre todos, y cuando me encontró, sonrió. No una sonrisa amable. Una que mordía.
—¿Lista para arder, bestia? —dijo sin dejar de observar el horizonte.
—Siempre —respondí. Ya no me temblaba la voz. Ya no recordaba qué era eso.
Los mutantes llegaron como una marea malformada, chirriando, gruñendo, arrastrando garras y carne podrida. Eran enormes, deformes, como si el virus hubiese decidido burlarse de la lógica natural. Colmillos donde antes hubo mejillas. Patas con escamas, cuerpos retorcidos por dentro. Uno parecía arrastrar dos torsos unidos por una columna rota; otro tenía ojos como huevos hinchados, y su piel latía como si respirara.
No eran bestias. Eran pesadillas que habían aprendido a caminar.
Salvador se lanzó al frente como un demonio desatado. Yo fui justo a su lado. No nos habíamos entrenado juntos, no habíamos ensayado nada... pero luchábamos como si hubiéramos nacido para matarnos espalda con espalda. Como si algo salvaje y antiguo nos conectara desde antes de este mundo.
Él con su hacha pesada, que cantaba con cada tajo. Yo con mis cuchillos, uno en cada mano, mis dedos encallecidos apretando los mangos como si fueran la última verdad que me quedaba. Girábamos, gritábamos, sangrábamos juntos. Cada corte mío encontraba eco en el suyo. Cuando uno caía, el otro ya se encargaba del siguiente. Éramos un solo cuerpo hecho de rabia. Un único animal de guerra.
Uno de los mutantes lanzó un chillido agudo, metálico, y su cuello se estiró más allá de lo humano. Tenía espinas en la lengua. Se lanzó hacia mí con un rugido seco.
—¡Cuidado! —gritó Salvador, su voz atravesándome como un disparo.
Me agaché justo a tiempo. Sentí el aire cortado por las mandíbulas deformes. Un instante después, la criatura cayó en dos mitades. Salvador había dado un solo golpe. Preciso. Brutal.
—¡No bajes la guardia! —le escupí, con una sonrisa de locura. Mi cara manchada de vísceras. Mi cabello pegado a la frente, aún corto desde que lo corté con mis propias manos. Aún sentía el peso de cada mechón cayendo, como si la rabia tuviera forma de hebras.
—Nunca lo hago, Bella. Nunca contigo —dijo él, y sus ojos ardieron. Azules, pero no fríos. Como brasas. Como el núcleo de algo incontrolable.
Seguimos. Uno tras otro. Músculo contra músculo. Carne contra acero. Él cubría mi flanco izquierdo; yo, su espalda. Si él caía, yo lo alzaría. Si yo sangraba, él mataría por mí. No lo necesitábamos decir. Era algo más primitivo. Como si nuestras furias hablaran el mismo idioma.
En un momento, una criatura más grande que las demás se abalanzó sobre nosotros. Caminaba con seis patas, tenía un lomo lleno de bocas pequeñas que gemían sin parar. Su mandíbula principal era vertical, como una trampa oxidada. El suelo tembló con su peso.
No nos detuvimos. No hablamos. Salvador le cortó una pierna. Yo le clavé el cuchillo oxidado en una de sus bocas laterales y tiré hacia fuera. Sangre espesa como petróleo me bañó los brazos. La criatura rugió.
Yo grité con ella.
Me subí a su espalda y clavé el segundo cuchillo entre dos placas óseas, hasta sentir que algo cedía. Salvador la remató, partiéndole la cabeza en dos con un golpe que le abrió también el hombro.
Cuando todo acabó, estábamos cubiertos de sangre. Respirando como animales. Todo el mundo temblaba. Nosotros, no.
Entonces, el silencio nos envolvió también a nosotros.
Yo jadeaba. Tenía sangre por todo el cuerpo. Salvador sangraba del hombro, del costado, pero aún sonreía como si esa fuera su religión.
No recuerdo cómo caminamos entre los cadáveres. Solo que Salvador me miró, el pecho subiendo y bajando con esfuerzo. Tenía el labio partido. Yo tenía un tajo en la pierna, pero no dolía. Aún no.
Él se acercó. Sus pasos eran lentos, como si cargara con un mundo sobre la espalda. Cuando estuvo frente a mí, alzó una mano y me tocó el rostro. Su pulgar arrastró un poco de sangre seca de mi mejilla.
—Esto... —dijo—. Esto es lo que somos. Tú y yo. Esto es lo único que nadie puede quitarnos.
Yo no respondí. Pero tampoco me aparté.
Entonces, sin aviso, me besó.
Fue una colisión. Un cruce de llamas. Nuestros dientes chocaron, nuestras bocas sabían a cobre y sudor. Era un beso que no buscaba ternura, sino reconocimiento. No éramos dos enamorados. Éramos dos supervivientes que habían visto en el otro su reflejo monstruoso.
No hubo promesas. No hubo calma. Solo ese momento. La piel sobre la piel. El silencio tras la guerra.
Cuando nos separamos, él me susurró al oído:
—Eres mía...
________________________________________
Esa noche, me tumbé sobre un colchón húmedo en una de las cabañas de los radicales. El cielo seguía siendo un páramo gris allá arriba, pero yo... por primera vez... dormí.
Y no soñé con Dakota. Ni con el campamento. Ni con las voces que siempre susurraban en mi oído cosas que no quería recordar.
Esa noche, no soñé con nada.
Solo sentí calor. Calor en el pecho. Calor en la espalda, donde el tatuaje ardía aún fresco. Calor en las manos que mataron. En la lengua que gritó. En los ojos que ya no pedían perdón.
Había cruzado una línea. Y en ese lado... no había camino de regreso.