(Parte I – Bella)
Había humo.
Siempre había humo, pero ese día era distinto. Olía a metal quemado y carne reciente. A desesperación. A esos gritos ahogados que la muerte nunca alcanza a silenciar del todo.
Las llamas todavía bailaban entre los tejados cuando entré al último cobertizo.
El techo se tambaleaba como un corazón malherido, y el suelo estaba manchado con huellas de arrastre, sangre vieja y ceniza nueva. Un hedor agrio a humo y carne fermentada me llenó los pulmones. No me estremecí. Hacía tiempo que mi cuerpo había aprendido a soportarlo todo.
Los Radicales se habían adentrado en una de las aldeas de supervivientes al sur de la línea negra. Lo llamaban así: la línea. Un lugar donde incluso los mapas mentían, donde ni el cielo parecía el mismo. Salvador decía que era importante arrasar ese punto. Que los rumores de organización, de resistencia, de refugios pacíficos eran solo debilidad disfrazada de esperanza. Yo no discutía. Ya no discutía. Solo actuaba.
Yo abría las puertas.
Yo daba las órdenes.
Yo guiaba a las bestias.
Pero aquel día, entre la sangre y el polvo, me encontré con un rostro que no había vuelto a visitar ni siquiera en sueños.
Ángel.
Estaba encadenado a una viga de madera medio derruida, cubierto de hollín, con una herida fea en la pierna y los ojos abiertos como un animal acorralado.
—Bella —susurró cuando me vio.
Mi nombre. No "bestia", no "bruja", no "comandante". Solo Bella.
Y algo dentro de mí… se quebró un segundo.
Me quedé quieta. Frente a él. La máscara de dureza intacta, pero el pecho temblando bajo la piel.
—Bella… —susurró. Su voz no fue una súplica, ni una condena. Solo un recuerdo con nombre propio.
Tardé unos pasos en acercarme.
No era miedo.
Era el peso. El maldito peso del pasado cayéndome encima como una losa.
Tenía las mejillas hundidas, los ojos más grandes que nunca, clavados en los míos como si aún me reconociera.
Como si aún me viera.
—Estás… viva —murmuró, sonriendo con la tristeza de quien se quiebra incluso en la esperanza. —Creí que estabas muerta —dijo. Su voz era apenas un hilo—. O perdida. O… peor.
No dije nada. Saqué el cuchillo que llevaba oculto en la bota. El mismo que había usado para desollar a un mutante días antes.
Me agaché. Él se encogió, como si esperara un golpe.
Y yo, en silencio, corté los alambres.
El sonido del metal desgarrándose fue más brutal que un grito.
—¿Por qué? —jadeó cuando se dejó caer al suelo, temblando—. ¿Por qué haces esto?
Levanté la mirada.
Me vi reflejada en sus ojos.
Y me dolió.
Me dolió más que cualquier herida, más que la celda, más que Roderic, más que Salvador.
Porque en sus ojos seguía siendo Bella.
No la Bestia.
No la llama.
No la furia con forma de mujer.
Solo... Bella.
—Porque aún me acuerdo de quién fuiste para mí —dije, sin adornos. Sin poesía. Solo verdad.
—Aún estás a tiempo —gimió, intentando arrastrarse hacia mí—. Puedes parar… puedes volver. No eres como ellos.
Me incliné. Le sujeté el rostro. Estaba cubierto de sudor y polvo. Y aun así… seguía teniendo esa maldita mirada limpia que me hacía temblar las costillas.
—Tú no entiendes, Ángel.
No se trata de ser como ellos.
Se trata de que el mundo ya no es como antes.
Se le quebró la voz. Lloró sin hacer ruido. Lloró como lloran los que han perdido algo irremplazable.
Yo le solté la cara, me puse en pie. No miré atrás cuando él balbuceó mi nombre.
Solo me detuve en la puerta y dije:
—No me sigas.
Y salí.
Porque si me quedaba un segundo más… me partía.
Porque si me miraba un instante más… recordaría el tacto de los días antes de ser brasas.
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(Parte II – Dakota)
Le contaron la historia en susurros, como se cuentan las cosas que duelen.
En voz baja, junto al fuego, mientras las brasas escupían chispas que parecían pequeñas almas desesperadas por escapar del suelo.
Una aldea arrasada.
El olor a madera quemada aún flotaba en el aire, como si la tragedia no se hubiese terminado de apagar.
Entre los escombros, un muchacho encadenado, reducido a huesos y llagas, con los ojos huecos de quien ya no espera ser salvado.
Y entonces ella.
Una figura envuelta en polvo y sombras.
Con el cabello revuelto como si el viento la hubiera parido y los ojos tan fríos como una hoja recién afilada.
No pronunció su nombre. No se arrodilló.
Solo se agachó y cortó sus ataduras con un cuchillo que parecía parte de su cuerpo.
No lo abrazó.
No lloró.
No preguntó.
—Le dijo “No me sigas” —narró el viejo, con la voz rota por la distancia de los recuerdos—. Y se fue. Se fue como si le hubieran arrancado el alma con las manos desnudas… y no quisiera recuperarla nunca más.
Dakota escuchó.
No parpadeó.
Sus manos estaban quietas sobre las rodillas, pero cada músculo de su espalda parecía a punto de estallar.
El fuego le lamía el rostro, tiñéndole la piel de cobre sucio.
Las llamas no eran nada comparadas con lo que ardía en su pecho.
No dijo nada.
Pero por dentro…
Por dentro estaba gritando.
Porque la conocía.
Porque había aprendido a leer entre los dientes apretados de Bella, entre sus silencios afilados, entre sus miradas que siempre decían más que sus palabras.
Y la imaginó.
Imaginó cómo fue para ella ese momento.
Imaginó cómo le temblaron los dedos al tocar al que fue su amigo.
Cómo le tembló el alma… al no permitir que le temblara el cuerpo.
Y eso le partió.
Porque sabía que cuando Bella callaba… no era por vacío.
Era por exceso.
Porque había tanto dentro que si hablaba, el mundo no podría soportarlo.
En su pecho, el nombre de ella ya no era una plegaria.
Era un juramento tallado en hueso.
Un eco violento.
Una maldita certeza.
Esa noche, solo, bajo un cielo turbio, desdobló el mapa como quien abre una herida que aún supura.
Rastros.
Pasos.
Ceniza.
La línea negra.
Esa frontera de muerte donde hasta las sombras se arrastraban por miedo.
Allí.
Donde los salvajes dormían entre monstruos y hacían fuego con cadáveres.
Donde el mundo se había podrido y luego vuelto a crecer, retorcido, furioso, invencible.
Allí estaba ella.
Y él… ya no la esperaba.
Iba a por ella.
No para salvarla.
No para detenerla.
Sino porque era suya. Porque incluso rota, salvaje, deformada por el fuego y el horror… ella era su verdad.
Porque si había que cruzar el infierno para alcanzarla, lo haría.
Y si ella era el infierno, también.
Aunque le quemara la carne.
Aunque le arrancara el alma.
Aunque no quedara nada al otro lado.
Porque cuando el mundo se apagara, cuando ya no quedaran campamentos, ni líderes, ni banderas…
Solo habría dos cosas:
Ella.
Y él.
Y si tenía que arder para alcanzarla, lo haría con los puños cerrados, los ojos rotos y la garganta en carne viva.
Pero lo haría.