(Dakota)
El bosque estaba muerto.
Al internarme más allá de la línea negra, lo percibí en cada paso. Los árboles ya no ofrecían cobijo: eran esqueletos retorcidos, con cortezas arrugadas, vibrando con la muerte que les recorría.
Ya no era un lugar de supervivientes. Era un laberinto de presas hambrientas.
No llevaba linterna. No la necesitaba. Mi única luz era el fuego encendido dentro. Aquella que ella —Bella, o la Bestia— había encendido en mí y que no se apagaba.
Mi piel aún tenía el sabor de su ausencia. La recuerdo entre mis manos cada noche. Su nombre era un eco que no paraba de golpearme los labios.
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La niebla me envolvía. Densa, pastosa, como un sudario prematuro. Tenía un sabor agrio, a enfermedad enquistada, a carne vieja olvidada en un rincón de sótano. Cada inspiración me rasgaba la garganta con olor a óxido. Me recordaba a ella, al humo que solía quedarle prendido en la ropa tras las patrullas, al rastro que dejaba cuando aún creía que podía salvarse.
Incluso mi propio aliento parecía recordarla. Caliente y amargo. Como si dentro de mí algo estuviera fermentando su nombre con rabia.
Entonces el silencio se rompió. Un alarido. No humano. No animal. Un lamento de otra era, de otro mundo, como si alguien hubiera partido la luna con los dientes. Era una mezcla de huesos siendo arrancados de cuajo y metal arañando el cielo. Me detuve en seco.
Lo reconocí al instante.
Un mutante-lobo.
No como los de antes. Este sonaba… más viejo. Más cabreado. Más puro en su rabia. No ladraba. Maldijo. Era un rugido nacido de mil gargantas muertas. Su aullido se me metió por los poros, me atravesó las costillas, me arañó el esternón.
No lo pensé.
Corrí.
No por estrategia. Corrí como se corre cuando sabes que algo está tocando tu alma con las garras sucias. Corrí hacia el corazón de la niebla, hacia la raíz del grito. Porque si estaba ahí, si ese grito había salido de su garganta… entonces me llevaría a ella.
El machete pesaba en mi mano, pero la rabia me lo aligeraba. Sentí la vibración en el mango. El filo silbó al atravesar el aire y luego, con brutal delicadeza, encontró carne. Un golpe limpio. Preciso. Violento. El cuerpo del mutante cayó como un saco de plomo y huesos rotos. Rebotó en la tierra húmeda. Su sangre manchó mi cara, espesa y caliente.
Me acerqué a su cadáver y le hundí el pie en el pecho por si tenía otro aliento escondido. Pero ya estaba muerto. Tenía la mandíbula desencajada, los ojos opacos y brillantes como charcos tras la tormenta. Aún parecía gruñir en silencio.
Apreté el puño. Noté la sangre seca entre los dedos, pegándose a la piel como barro.
Y entonces alcé la vista.
El cielo estaba turbio, gris, colgado por hilos invisibles. No había estrellas. Sólo nubes de ceniza que se movían como pensamientos oscuros.
Y lo dije. No para él. No para mí. Para ella. Como una plegaria, como un juramento:
—He hecho esto por ti.
Porque en cada cadáver que dejaba atrás, estaba su rostro. En cada criatura que caía, estaba su grito. Porque ella se había convertido en la brújula de mi furia. En la musa de cada golpe. En la llama en la que templaba el filo.
Ella me abandonó.
Pero mi amor no.
Mi amor era un campo de batalla.
Y lo iba a sembrar con monstruos hasta que el mundo se arrodillara.
He hecho esto por ti.
Lo dije otra vez, entre dientes, mientras me arrodillaba ante el cadáver. No había rastro de humanidad en él. Ya no quedaba nada en esas criaturas. Nada que no fuera hambre y rabia. Como ella.
Como yo.
Me puse de pie. La sangre ya no me estremecía. Había cruzado esa línea hace días, semanas, tal vez meses. El tiempo dejó de existir desde que se fue. Solo me guiaban las huellas y los rumores. Un susurro por aquí: “La Bestia dirige la manada”. Otro por allá: “Una pelirroja mató a tres sin pestañear”. Historias dichas con miedo, con respeto. Historias que para mí eran faros. Piedras ardiendo marcando el camino.
Ella. Siempre ella.
Había algo en su nombre que seguía incendiándome las entrañas.
No dormía más de dos horas por noche. Las pesadillas ya no me esperaban con fauces abiertas. Se arrastraban despiertas junto a mí, como perros famélicos. No necesitaba cerrar los ojos para verla mirarme con desprecio. Ya no necesitaba recordar cómo me soltó. Cada segundo de vigilia era un látigo.
Y sin embargo, la seguía.
No para traerla de vuelta. No era tan ingenuo.
La seguía porque si no la encontraba, si no veía con mis propios ojos en qué se había convertido, si no me enfrentaba a su sombra... entonces lo poco que me quedaba también se perdería. Y yo con ello.
Pasé por asentamientos calcinados. Por pueblos arrasados donde las bestias eran lo más humano que quedaba. En uno de ellos, una anciana me miró de reojo y me dijo:
—Ella cruzó por aquí hace cuatro lunas. No caminaba, arrasaba. Como un vendaval de dientes.
Yo no pregunté más.
No hacía falta.
En otro, una niña de cara sucia y mirada rota me susurró:
—La Bestia tenía fuego tatuado en la espalda. Y no parpadeó cuando arrancó la cabeza de un hombre con un solo tajo.
Me quedé quieto, sintiendo cómo el mundo se hundía un poco más bajo mis pies.
Empecé a recorrer rutas que antes habría evitado. Las zonas más infestadas. Allí donde los mutantes se arrastraban en racimos, donde el aire olía a sangre coagulada. Me enfrenté a ellos solo. No porque fuera valiente. Sino porque necesitaba sentirme cerca de ella. Necesitaba dolor para no olvidar que estaba vivo.
Había noches —si es que se podía llamar noche a ese cielo cubierto de hollín— en las que me encontraba frente a mi reflejo en charcos de agua sucia. No me reconocía. Me había vuelto algo más… o algo menos.
No me importaba.
Una noche, tras una emboscada en un paso estrecho entre dos colinas, me senté sobre el cadáver de una criatura. Era alta, delgada como un alambre torcido. Tenía zarpas de hueso y ojos vacíos. Su sangre era negra como petróleo. Me la limpié con una manta podrida que encontré en el suelo.
Fue entonces cuando escuché los murmullos.
Un grupo de carroñeros hablaban con miedo junto a una fogata mal hecha.
—Dicen que ella lo controla todo. Que los radicales le obedecen porque creen que no es humana.
—¿Y cómo va a serlo si vi cómo cruzaba el bosque con cinco bestias siguiéndola como si fueran sus perros? —dijo otro.
—La Bestia —susurró un tercero—. Ni Salvador la manda. Es ella la que manda el fuego ahora.
Mi cuerpo se tensó.
La Bestia.
Mi Bella.
La Bella que me había amado. La que me había destrozado el pecho a latidos. La que una vez rió conmigo al pie de un árbol chamuscado. La que me había dicho que me quería y, luego, se había arrancado la voz para no repetirlo nunca más.
¿Y si ya no quedaba nada de eso en ella?
¿Y si su alma ya se había pudrido del todo?
Tragué saliva. El fuego me ardía en el estómago.
Seguí caminando. Siempre hacia el este. Siempre detrás de su sombra.
Me volví una máquina de rastrear. De cazar. Me fijaba en las huellas, en los restos de fogatas, en el olor de la sangre. Cualquier indicio que pudiera decirme que había pasado por allí.
Una tarde, entre los árboles calcinados de un bosque muerto, encontré algo.
Un pañuelo. Viejo. Polvoriento. Pero el olor seguía ahí.
Canela. Metal. Fuego.
Ella.
Se me rompieron las piernas. Literalmente. Caí de rodillas. El puño apretado. Los dientes crujían entre sí de la rabia que me desgarraba por dentro.
Grité.
Un grito solo para ella. Solo para la bestia que amé.
Y juré, con el pañuelo apretado contra el pecho:
—Voy a encontrarte. Así me tenga que convertir en un monstruo peor que tú. Así me tenga que arrancar el alma por el camino. No me importa. Te juro, Bella, que no voy a parar.
Y el bosque me respondió con un silencio brutal. Como si incluso él supiera que algo irreversible estaba en marcha.
Yo ya no era un hombre.
Yo era un eco. Una sombra. Un cazador sin redención.
Y mi presa era fuego.