Furia

Capítulo 28.

(Dakota)
El humo era lo primero que vi.
Una columna densa, negra como la garganta de un mutante, se alzaba a lo lejos, rompiendo el cielo desvaído de la mañana. El aire olía a madera quemada, a grasa fundida, a hierro caliente… y algo más. Miedo. Muerte.
Apreté los dientes.
—No. No ahora —murmuré para mí mismo, empujando el acelerador de la vieja moto que apenas respondía. Las ruedas chirriaban sobre la tierra agrietada. Me comía el paisaje de frente como si pudiera ganarle al destino a fuerza de velocidad.
Pero ya lo sabía. Lo supe antes incluso de verlo.
Ella había estado allí.
La escena era un cuadro de guerra.
El convoy del campamento yacía desperdigado como si un huracán de acero hubiese barrido la tierra. Tres vehículos, o lo que quedaba de ellos, ardían a media llama. El aire estaba espeso de humo y ceniza. Un olor a aceite quemado y carne abierta lo cubría todo, pegajoso como sangre coagulada en los dientes.
Los motores aún chisporroteaban.
Uno de los camiones estaba rajado por la mitad, como una fruta podrida que alguien hubiese reventado a puñetazos. El otro yacía de lado, con las ruedas girando al vacío. Trozos de los suministros estaban esparcidos por todas partes: cajas partidas, sacos abiertos, tabletas de medicamentos fundidas al calor del fuego. Una lluvia de cereal seco cubría el suelo como si alguien hubiese sembrado hambre.
Y luego estaban los cuerpos.
El primero que vi fue a uno de los chavales nuevos, apenas veinte años. Se llamaba Louis, o algo parecido. Tenía la garganta abierta en un tajo tan limpio que parecía quirúrgico. Los ojos seguían abiertos, fijos en el cielo, como si esperaran ver a alguien que no llegó nunca.
Unos pasos más allá, otro. Alguien mayor. La cara completamente destrozada contra el parabrisas. El cristal lo había cortado de lado a lado, y entre los trozos de su rostro podía verse la lengua colgando, amoratada. Lo habían empujado con fuerza, eso era evidente. Como si alguien hubiese querido que el parabrisas lo tragara.
Seguí andando. Cada paso, un nudo más en el estómago.
Un cuerpo más. Y otro. Y otro.
Uno colgaba de una rama baja. Colgaba de los pies. Le habían arrancado las tripas y se las habían metido en la boca, como un maldito ritual. Tenía las manos atadas con cable de cobre. Las uñas arrancadas.
Otro tenía la cabeza hundida en el capó del todoterreno. Como si alguien la hubiese estampado contra el metal una y otra y otra vez hasta que no quedó más que un cráter sangriento y hueso pulverizado. En su espalda, escrito con un cuchillo: ‘’Impuro’’
La tierra estaba negra de sangre.
Había miembros esparcidos por aquí y allá. Un brazo aferrado aún a una pistola descargada. Un pie solo, cubierto de polvo. Una oreja sobre el salpicadero del camión, como si alguien la hubiese dejado allí de forma deliberada.
Fue una masacre.
No, fue más que eso. Fue un mensaje.
Me quedé quieto.
Escuchando.
Nada. Solo el crepitar de las llamas. Y un cuervo. Uno solo, posado sobre el cadáver de uno de los guardias. Le picoteaba el ojo con la tranquilidad de un mundo sin normas.
Y entonces lo oí.
Un gemido.
Me giré y corrí entre los restos.
—¡Roderic!
Estaba tirado junto a la rueda de repuesto, cubierto de sangre y tierra. Un cuchillo sobresalía de su costado. La empuñadura temblaba con cada respiración. Tenía los ojos medio cerrados, la cara amoratada, el hombro dislocado. Le habían reventado una rodilla. Pero seguía vivo.
Le puse la mano en el cuello. Pulso débil.
—¿Qué ha pasado?
Me miró. Una mueca se le torció en los labios.
—Ella.
—¿Bella?
Asintió.
—Fuimos a por suministros. Nadie lo vio venir. Ni los de arriba... ni yo. Apareció de la nada. Se movía como un jodido espectro.
Tosió sangre.
—No hablaba. Solo... mataba. Como si cada cuerpo que caía le quitara peso de encima. Como si estuviera bailando en medio del caos. No fue solo ella. Había otros. Pero era ella la que guiaba.
Y entonces la vi.
En uno de los tablones astillados de la caja del convoy.
Tallada con precisión, como un símbolo de advertencia.
Una espiral envuelta en llamas.
Trazada con un cuchillo, irregular, violenta. Las líneas eran torpes, pero profundas. No era un símbolo cualquiera. Era suyo. Lo sabía. Lo sentía como una punzada bajo la piel.
Esa espiral era una declaración.
Una firma.
Un grito.
No era un adorno.
Era el inicio de una guerra.
Me acerqué, la toqué.
La madera me raspó la yema del dedo. Me quedé de pie frente a ella, inmóvil. El corazón apretado. Los puños cerrados como piedras.
—Estás tan cerca… —murmuré.
Y tan lejos.
Volví junto a Roderic.
Estaba desmayado, su cuerpo flácido, la boca abierta soltando estertores húmedos. Tenía la piel cenicienta, como si la muerte ya le hubiese pasado la mano por encima, tanteándolo.
Durante un segundo, solo lo miré.
Y juro por todo lo que alguna vez fui que quise dejarlo ahí.
Abandonarlo entre los cuerpos que había ayudado a llevar a la ruina.
Que se desangrara en silencio, como tantos otros que él nunca lamentó.
Pero no lo hice.
No porque mereciera otra oportunidad.
No porque quedara un gramo de respeto en mí hacia ese hombre.
En el camino de vuelta, la moto gruñía bajo el peso. Roderic apenas respiraba. El polvo se levantaba por detrás como una serpiente.
Y en mi mente… ella.
Siempre ella.
La Bella que reía con la boca llena de barro.
La que se peleaba conmigo por quién debía ser el primero en saltar un muro.
La que temblaba en mis brazos.
La que lloró después de matarme el alma en una celda húmeda.
Y ahora… la Bestia.
Una sombra que aparecía donde nadie la esperaba.
Que mataba como un relámpago.
Que no tenía dudas.
Solo rabia.
Pero lo más jodido no era eso.
Lo que más dolía…
…es que en el fondo, la entendía.
Y yo…
Yo ya no soy el hombre que una vez la sostuvo entre sus brazos para protegerla.
Ahora solo me queda correr tras ella.
Como un perro hambriento que quiere volver a morder el fuego que le quemó los colmillos.
Y si me destruye… que así sea.
Cuando cruzamos la entrada del campamento, nadie preguntó.
Solo miraron.
Los rostros se tensaron al ver a Roderic sangrando como un animal herido.
Yo no dije nada.
Lo dejé en el suelo, ante la enfermería, como quien arroja el cuerpo de un dios vencido.
Se lo llevaron sin hablarme.
Sabían que lo que yo traía no era un rescate.
Era un mensaje.
Subí a la colina donde una vez patrullamos juntos.
Esa noche, dormí bajo un árbol seco.
No encendí fuego. No quise hablar con nadie.
Solo tallé algo en la corteza.
Una espiral.
Igual que la suya.
Pero incompleta.
Como si le faltara el final.
Porque aún no había terminado.
Y yo no pensaba rendirme, Ella no se merecía tanto. Yo tampoco, pero si tenía que presenciar su auto destrucción, que así fuera. Sí tenía que salir más herido que nadie en todo esto, que así fuera. Sí tenía que ser su único soporte, por muy pesada que sea dicha carga, que así fuera. Sí tenía que llorar hasta quedar sin existencias de lágrimas por las próximas diez décadas, que así fuera. Sí tenía que ser su guerrero, su protector, que así fuera. Y sí tenía que caer antes que Ella... Que así fuera.




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