(Dakota)
La noche era un manto sin nombre.
Negra, espesa. Tan densa que parecía devorar la respiración.
Yo no sabía si era el último paso, si iba directo al final o a ella.
No había mapa. Solo huellas deshilachadas, rumores de fuego y muerte.
Caravanas saqueadas, marcas talladas en piedra: una espiral ardiendo.
Cada lugar que encontraba, cada superviviente que interrogaba con la voz ronca y el alma despedazada, hablaba de lo mismo:
—Una mujer con pelo rojo como sangre vieja. Silenciosa. Feroz.
—La llaman la Bestia.
—Dicen que arde por dentro. Y que no mira atrás.
Y yo lo supe. Cada vez.
Era ella.
No importaba cuántos kilómetros llevara en los pies.
No importaban las heridas que no cerraban.
Ella estaba allí, detrás de cada fuego, de cada cadáver.
Y yo la seguiría hasta mismísimo epicentro del infierno.
Fue en la vieja carretera 12 donde escuché por última vez el nombre.
Un anciano, escondido bajo un toldo roído, me miró con los ojos turbios.
—Los Radicales se han asentado más allá del bosque hendido… un almacén de hierro, rodeado de bestias. No se entra sin morir.
Y entré.
Cruzando el bosque, sorteando los restos de alambradas viejas, las marcas de lucha, los esqueletos de patrullas.
El silencio de esa tierra era como el filo de una daga.
Y entonces lo vi.
Una fortaleza improvisada, alzada a base de restos de contenedores, chatarra y metal ensangrentado.
Fogatas rodeaban el perímetro. Desde lo alto, figuras armadas observaban. No eran centinelas: eran depredadores.
Contuve la respiración. Esperé.
Y como si algo más grande que yo lo decidiera, la puerta chirrió. Una grieta.
Me deslicé como una sombra.
No me vieron. O no les importó.
Tal vez sabían que nada podía evitar lo que iba a ocurrir.
Me moví entre los suyos: tatuajes de fuego en los brazos, pieles curtidas, sangre aún húmeda en las botas.
Olfateaban batalla, sí, pero también obedecían.
Porque estaban bajo su mando.
La vi antes de oírla.
De espaldas.
Alta. Erguida. Rodeada por la luz del fuego.
Su cabello…
Había crecido. Largo, suelto, revuelto por el viento.
Una melena roja, indómita, como brasas agitadas por una tormenta.
No era el pelo de la Bella que conocí.
Era el de una mujer nacida para comandar incendios.
Vestía cuero negro. Cerrado hasta el cuello.
No se veía piel. No se veía debilidad.
Y sin embargo… yo la reconocí.
Aunque no enseñara la espiral que sé que se quemó en su espalda.
Aunque no se girara.
Era ella.
Bella.
O lo que quedaba de ella.
Y con solo verla… supe que no me quedaba nada más.
Me acerqué entre sombras.
Cada paso dolía. El corazón me rugía. El estómago me pedía que olvidara, que corriera. Que me rindiera.
Pero no podía.
- Bella, - murmuré.
Se tensó.
La gente dejó de moverse. El fuego saltó como si la oyera.
Y se giró.
Sus ojos que siempre me habían recordado a la miel, ahora estaban oscuros, salvajes, impenetrables.
Ella no reconoció mi voz. Me miró como si viera un fantasma. O un desastre.
—Dakota —dije, con suavidad, intentando calmar los acelerados latidos de mi corazón—. Soy yo.
Abrió la boca. Respiró lento.
Mandó callar a los guardias con un gesto.
Se giró completamente y dio un paso hacia mí.
La multitud retrocedió.
Y el silencio cayó como pesada losa.
Estaba a centímetros.
Olfateé su presencia: cuero, pólvora, metal sangriento.
—Bella —suplico, casi en un lamento—. Recuerda quién eres.
Ella se queda inmóvil.
Por un momento, el fuego que baila a su espalda parece más real que ella.
Los Radicales se tensan, pero nadie se mueve.
Solo su respiración. Solo ese silencio tenso que grita cosas que nadie se atreve a nombrar.
La reconozco en un parpadeo.
No por el rostro —que sigue tan fiero como el recuerdo—
sino por la grieta diminuta en su máscara.
Por la forma en que su mandíbula tiembla.
Por la forma en que su pecho se alza más rápido de lo que su control quiere permitir.
—Ya lo hice —responde por fin, tan firme que el aire se tensa como cuerda estirada al límite—. Soy la Bestia.
Sus palabras son un cuchillo.
Y lo acepto.
Lo merezco.
Pero en sus ojos algo… se sacude.
No duda con el cuerpo.
Duda con el alma.
—No —digo con la voz rota, pero inquebrantable—. Tú no eras esto. No naciste de la sangre. Naciste de la rabia, sí, pero también del amor. De las cicatrices que compartimos. De la puta ternura que nos salvó cuando ya no creíamos en nada.
Ella aprieta los dientes.
La máscara cruje.
Y entonces, su mirada cambia.
Sutil. Dolorosa.
Un relámpago de algo viejo cruza sus pupilas.
Un recuerdo.
Una caricia.
Un nombre dicho entre dientes en mitad de una madrugada rota.
—¿Amor? —pregunta, y por un segundo su voz tiembla—. ¿Qué sabes tú de lo que el amor me hizo?
Y el mundo se desmorona un poco más.
—Sé que fuiste capaz de mirar a un mundo podrido y aun así creer en mí —respondo, un paso más cerca, apenas respirando—. Sé que, en mitad de la mierda, me elegiste.
Sus labios se entreabren.
No lo esperaba.
No quería oírlo.
—¿Y cuándo yo me rompí? —dice. Ahora su voz no es fuego. Es hielo quebrado—. ¿Dónde estabas? ¿Dónde estabas cuando me arrastraron al barro y tuve que convertirme en esto para no morir?
Su respiración es un espasmo.
Sus manos tiemblan.
Los Radicales no entienden lo que pasa.
Pero yo sí.
Porque fui parte del incendio.
Y parte del silencio que la dejó arder sola.
—No llegué a tiempo. Lo sé —confieso, con el alma hecha trizas—. Y lo he pagado cada día desde entonces. Pero estoy aquí. Y juro por todo lo que fuimos… que aún veo a Bella detrás de esa piel de Bestia.
Ella retrocede un centímetro. Solo uno.
Pero es suficiente.
Porque es duda.
Es grieta.
Es la verdad colándose entre los muros.
Sus ojos se empañan. Apenas. Pero lo hacen.
—¿Por qué ahora? —susurra. Su voz es la de una niña que ya no cree en nada, pero aún desea que alguien le diga que todo fue un mal sueño—. ¿Por qué me buscas ahora… cuando por fin he dejado de necesitarte?
Me acerco más. No la toco.
Pero la siento.
Su rabia. Su soledad. Su maldito corazón rugiendo como un animal encadenado.
—Porque yo… nunca dejé de necesitarte —respondo.
Y entonces, ella cierra los ojos.
Solo un instante.
Y cuando los abre… ya no son sólo los de la Bestia.
Son los de Bella.
Los de la chica que me miraba como si pudiera salvarse solo con mi abrazo.
Los de la mujer que mordía con furia y amaba con todo el pecho.
Y eso… la destruye.
Porque lo recuerda.
Todo.
Los amaneceres.
Las patrullas.
El primer beso con sabor a sangre.
Las risas.
El frío compartido.
La furia también.
Y me odia por devolvérselo todo de golpe.
—Márchate —susurra. Pero su voz se quiebra.
—No.
Ella se estremece.
El fuego cruje detrás.
La base parece contener la respiración.
Y yo me quedo ahí.
Mirándola.
Recordándole, sin palabras, que aún hay un lugar al que volver.
Aunque sea uno en ruinas.
Entonces, ella gira el rostro.
Se seca las lágrimas que no caen.
Y cuando habla, ya no grita.
—Entonces prepárate, Dakota… Porque cuando la Bestia arda del todo, tú también arderás con ella.
Y yo, sin miedo, respondo:
—Eso ya lo sabía.