Furia

Capítulo 30.

(Bella)
Habían pasado días de rastreo, semanas de preparación. Salvador me dio los mapas, los nombres, los accesos ocultos que usaba cuando aún comerciaba con los débiles. Me dio los hombres, las armas, las bombas incendiarias. Pero el fuego lo puse yo.
Cúatin…
Ese nombre me pesaba como una cicatriz no cerrada. Había sido hogar, celda, jaula, cuna, infierno. Y ahora sería escombro.
Al llegar con los Radicales desde las colinas del este, vi las murallas deformadas, parcheadas a desgana. El campamento que una vez fue refugio se sostenía como una mentira vieja: tambaleante, cansada. Las fogatas parpadeaban débiles; las patrullas parecían rutinarias. Ya no esperaban que la Bestia regresara. Pensaban que me había olvidado.
Ignoraban que llevaba su nombre tatuado bajo la piel.
Ignoraban que una bestia no olvida.
Nos deslizamos con la noche. Entramos por la vieja acequia que bordeaba el muro sur, el mismo pasaje que usé tantas veces para escapar a respirar cuando aún creía que quería quedarme. Allí, Salvador colocó a su gente, listos para prender las reservas con gasolina, fuego y caos.
Yo entré por la puerta de los muertos, el barracón de cuarentena, desbordado ahora de enfermos que nadie curaba. Abrí la compuerta, dejé que los Radicales salpicaran las paredes con líquido inflamable, y lancé la primera cerilla.
El infierno empezó allí.
Cúatin ardió desde sus entrañas, como si la tierra lo escupiera por fin.
Gritos.
Luces.
Explosiones.
Los primeros en caer fueron los vigías del oeste. Luego, los depósitos. Las llamas se alzaron como torres furiosas. La gente corría, buscaba agua, buscaba a sus hijos, buscaba respuestas. Yo avancé entre las sombras, envuelta en mi abrigo negro, los ojos ardiendo, el machete envainado aún, como una promesa que se afila en el corazón.
Vi a Mafi en la torre central. Su pelo trenzado seguía igual. Gritaba órdenes a los suyos, sin saber que las voces que la obedecían ya no eran las mismas. Algunos Radicales se le habían infiltrado. La vi resistirse. Luchó. Golpeó a tres. Cayó al cuarto.
No lo impidieron.
Yo no lo impedí.
Vi la sangre que le corría por la boca.
Vi cómo me miraba desde el suelo, sin reconocerme.
Pero antes de cerrar los ojos, sí que lo hizo.
—Bella… —dijo, con esa voz rota que me hizo sentir otra vez humana.
Quise correr.
Quise gritarle que no lo había querido así.
Pero ya era tarde.
La bestia no llora.
Me giré.
Ángel también estaba allí. No en el frente, sino protegiendo a un grupo de niños y ancianos que intentaban huir. Lo vi cargar a una mujer en brazos, cruzar entre las llamas, cubrirla con su propio cuerpo. Lo vi pelear sin arma, solo con una barra de hierro oxidada.
Y lo vi mirarme, sin juicio, sin reproche.
Solo con tristeza.
No me detuve.
Apreté los dientes.
Seguí adelante.
Porque había algo aún pendiente.
Roderic.
Aquel hombre que me encerró, me negó, me despojó.
Aquel que me quiso utilizar como un emblema para su causa marchita.
El alba se extendía como un sudario de ceniza sobre Cúatin, mi antiguo hogar. Los restos de las tiendas y barricadas, ahora derruidas, conformaban un laberinto de memorias y cenizas. El aire crujía con el dolor de lo que había sido y lo que jamás volvería a ser.
Yo aparezco cubierta de polvo y hollín, portando un machete aún goteante. El incendio nocturno había consumido gran parte del campamento, levantando columnas de humo que se elevaban como fantasmas al cielo. El fuego crepitaba detrás de mí, trazando cometas de luz en la oscuridad.
Ante mí, Roderic yacía de rodillas frente a lo que quedaba de su trono improvisado, con una camisa manchada en llamas y las manos temblorosas. Me lo había encontrado en el centro de la plaza, rodeado de soldados que retrocedían al verme, con miedo o respeto. No lo sabía todavía.
Mis pasos retumbaban en la tierra agrietada. Cada uno dejaba una marca hiriente, como si pisara mi propio corazón. Sentí la mirada de Salvador en mi nuca, pero fue el ruido de una cabecera al romperse lo que me dio cuenta de que aquel último acto era mío.
Roderic levantó los ojos cuando me planté ante él. Sus rasgos estaban despellejados por el miedo, por el engaño; en su mirada había rabia, tristeza, súplica. La luz del fuego lo convertía en un ser hecho de sombras.
—Bella… —musitó con los labios resecos.
No hice nada. El silencio lo devoró.
Y en ese silencio, concentré todo lo que me quedaba.
Rencor, pérdida, dolor y un amor que intentaba rescatarme de mí misma.
Cuando al fin levanté el machete, no era solo metal lo que alzaba. Era todo lo que me dolía. Todo lo que se había podrido en mi pecho. Cada palabra no dicha, cada herida que no sangró a tiempo. El peso del filo era el mismo que me había sostenido en silencio cuando me arrastraron encadenada por el suelo de Cúatin. El mismo que me contuve de usar cuando lloraba por dentro y nadie me escuchaba.
El viento ardía. La ceniza me nublaba la vista. Pero no era ciega.
Frente a mí, Roderic sangraba por la comisura de la boca, aferrado aún a su arrogancia vencida.
—Tú eras diferente —musitó con desprecio quebrado.
Eso fue todo.
Eso encendió el fósforo que quedaba.
El mundo se distorsionó. El aire se espesó. Todo se tornó sonido apagado, como bajo el agua, mientras una imagen se imponía a la realidad: la Bella rota en la celda, desnuda de esperanza, las manos temblando por la rabia contenida, la boca mordida para no gritar. La Bella que pedía ayuda con los ojos mientras Roderic la enterraba con silencios.
Vi el fantasma de lo que fui.
Y entonces, corté.
El machete descendió como si el universo me empujara el brazo.
El filo rozó su vientre. Una línea limpia, perfecta, casi hermosa, como una firma sobre papel mojado en sangre.
El sonido fue sordo. Un gemido que no era humano.
El gemido de un dios menor que comprende, al fin, que ha sido derrotado por una criatura que ayudó a crear.
Roderic cayó de rodillas.
Me miró con los ojos abiertos, asombrado.
Pero en su rostro no hubo miedo.
Solo decepción.
Como si yo le hubiera fallado al convertirme en lo que él forjó con su violencia.
Y fue eso, justo eso, lo que más me dolió.
No la sangre.
No el corte.
Sino su tristeza.
Su incomprensión.
Como si nunca hubiera entendido que una mujer no se moldea como arcilla: se despierta como un terremoto.
La furia me explotó por dentro. Un rugido ancestral, puro.
No de rabia, no de venganza.
Sino de justicia.
Me incliné hacia él. El machete aún humeaba.
—Por todo —gruñí con voz rota, como un cántico sagrado.
Y volví a levantarlo.
Y esta vez, no hubo piedad.
El silencio tras la muerte de Roderic fue más ruidoso que cualquier grito.
El campamento de Cúatin, en otros tiempos, refugio, ahora ruinas y ecos.
El fuego devoraba los tejados, los pasillos, los pasados. Algunos corrían, otros se arrodillaban. Había quienes rezaban sin saber a qué dios, porque hasta los dioses parecían haber huido.
Yo me quedé de pie ante el cuerpo aún caliente de Roderic, con el machete colgando en la mano, chorreando sangre, sudor y decisión.
Porque en ese momento, todo el mundo era distancia.
Todo menos una sola cosa: el crujido de pasos tras de mí.
No necesitaba girarme. Sabía que era Salvador.
—Has terminado lo que yo empecé —dijo, la voz baja, como si no quisiera espantar la gravedad del momento—. Lo hiciste tuyo. No hay vuelta atrás.
Asentí con la cabeza. No podía hablar.
Tenía la garganta cerrada y seca.
—Los nuestros ya limpian los restos. Este lugar no tardará en arder por completo.
Hizo una pausa.— —Es tuyo, Bella —dijo, con voz solemne—. Lo que queda. Lo que arde. Todo. El liderazgo es tuyo.
Lo miré. Miré al grupo reunido tras él. Guerreros. Asesinos. Supervivientes. Me adoraban. Me temían. Era su símbolo.
Pero no miré al trono improvisado que habían alzado sobre una pila de chatarra.
Lo vi a él.
Dakota.
Apoyado en la entrada del refugio, la camisa desgarrada, una herida abierta en el costado que manchaba su piel como una flor marchita. Había llegado. Tarde. Siempre llegaba tarde. Pero siempre llegaba.
Nuestros ojos se encontraron. Y todo se detuvo.
—No me iré —dijo. Su voz era apenas un susurro, pero me golpeó como una tormenta—. No importa cuántas veces me empujes. No me iré.
No respondí.
El fuego crepitaba a mi espalda, devorando lo que una vez fue hogar. Las llamas dibujaban sombras que bailaban a mis pies. Podía sentir el calor en la piel, como un recordatorio de todo lo que había quemado para llegar hasta aquí.
Mis ojos brillaban con duda. Y, por primera vez, con miedo.
¿Y si no sabía cómo volver a amar?
¿Y si ya no sabía cómo vivir sin rabia?
¿Y si el fuego me había consumido del todo?
Di un paso hacia él. Luego otro. Mis pies pesaban como si arrastraran cada muerte, cada decisión, cada noche sin dormir.
Cuando estuve frente a Dakota, solo nos separaban unos centímetros.
—¿Por qué has venido…?
—Porque te amo. Porque, aunque ya no seas Bella, yo aún soy Dakota. Y mi sitio está contigo, aunque me odies, aunque me quemes. Aunque no quede nada de mí.
Me temblaron las manos. Las escondí tras la espalda.
—No sé si puedo volver.
—No quiero que vuelvas —susurró—. Quiero que seas lo que eres ahora. Pero quiero estar contigo cuando ardas.
Y ahí, en medio de la destrucción, entre la muerte y la ceniza, supe que él era el único hogar que alguna vez tuve.
—Entonces quémate conmigo.
Me lancé a él, mis manos buscando las suyas, mi cuerpo buscando el suyo. Y en ese abrazo, todo lo que había intentado huir se desmoronó. Ya no importaba si la Bestia me había consumido, si mi alma estaba rota. Lo único que importaba era que él estaba allí, y que, por una vez, podía ser solo Bella. Y él sonrió. Una sonrisa rota, cansada, pero real.
Detrás de nosotros, el fuego seguía ardiendo. Pero por primera vez, no me quemaba.
Era mío.
Yo era el fuego.
Y Dakota, el único que había sabido amarlo sin tratar de apagarlo.




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