Furia en el Olimpo

Capítulo dos

Monte Olimpo

 

Eros no se podía creer lo que estaba escuchando. ¿Es que su querida madre se había vuelto loca?

—¡No, madre! ¡¿Es que no te das cuenta de que no va a funcionar?! ¡Es un solo hombre, ¡uno solo! Es una completa locura lo que me estás contando. ¿Cómo quieres que un solo hombre derrote a las hordas de Hades y Hera? ¡Es imposible!

Afrodita miró a su hijo y sonrió.

—No es imposible, amor. No si lo hago inmortal, ¿no crees?

Eros miró a su madre con sorpresa. ¿Un guerrero inmortal? ¿Y cómo tenía pensado hacerlo?

—¿Y cómo lo harás? —le preguntó poniendo en palabras lo que había pensado.

—Con tu ayuda, claro está.

—¿Mi ayuda? ¿Y se puede saber cómo puedo ayudarte, madre?

—Sangre.

—¿Cómo? —abrió mucho los ojos por la sorpresa y la miró como si se hubiera vuelto loca—  ¿Mi sangre? ¿Me estás diciendo que tengo que sangrar?

—No solo la tuya, hijo, sino que también habrá parte de la mía. La mezcla de nuestras sangres será muy fuerte y primordial para lo que tengo en mente. De ella, nacerá un guerrero impresionante, Eros. Será un hombre extremadamente hermoso como nosotros, y fuerte, muy fuerte, como lo son todos los dioses. Está en nuestro ADN, querido mío.

Eros suspiró y decidió hacerle caso a su madre. Solo esperaba que todo fuera bien y que no se equivocara creando a un ser de la nada.

Asintió y le tendió la mano a su madre. Afrodita se acercó, le sujetó el brazo y le hizo un corte en la palma desde la punta del dedo corazón hasta el comienzo de la muñeca. Eros siseó por el dolor, cerró el puño y dejó que la sangre fluyera dentro del cuenco de oro que tenía su madre en su otra mano.

Una vez hecho, Afrodita le cedió el cuenco a Eros y ella hizo lo mismo. Se dirigió a su tocador, abrió un pequeño cofre y de él sacó un pequeño frasco con un líquido dorado, lo abrió y echó unas pequeñas gotas añadiéndolas a la sangre.

Afrodita sujetó el cuenco de nuevo, cerró los ojos y Eros escuchó como susurraba unas palabras ininteligibles, lo que le hizo fruncir el ceño y desconfiar. Finalmente, ella abrió los ojos y cuando la miró dio un respingo, ya que la mirada de ella había cambiado de verde a un azul muy claro, casi transparente.

Afrodita sopló en el cuenco, lo dejó en el suelo y ambos vieron como su contenido empezaba a burbujear. Agarró la mano de su hijo y lo instó a que se echara hacia atrás junto a ella. Hasta que de repente, y sin esperárselo, el cuenco junto con el contenido, empezaron a elevarse en el aire explotando delante de sus narices y desintegrándose en el aire.

Eros, una vez recuperado de la sorpresa abrió los ojos. Estaba tumbado en el suelo junto a su madre. La miró y cuando vio cómo ella sonreía feliz, sintió la rabia construyéndose en su interior. Se incorporó de golpe, se situó frente a ella y se cruzó de brazos.

—¿Y bien? —le preguntó dando golpecitos con el pie al mismo tiempo que fruncía el ceño—. ¿Tanta parafernalia para qué, madre? ¿Para que tu raro experimento explote en nuestras narices y nos quedemos como al principio? No, si ya sabía yo que no tendría que haberte hecho caso —susurró para sí mismo.

—¿Quieres hacerme el favor de dejar de quejarte y apartarte, hijo? Me estás tapando la maravillosa visión que tienes detrás.

Eros miró detrás suyo y al ver lo que había, abrió mucho los ojos, dejó caer su mandíbula y terminó dándole la espalda a su madre.

«Pero ¿qué hacía ese hombre desnudo ahí?»

Y menudo hombre, maldita sea. ¿Por qué había tenido que crear tal maravilla? Hasta él, que era uno de los dioses más atractivos y hermosos del Olimpo, palidecía al lado de la creación de su madre.

Tenía un cuerpo increíble, lleno de músculos marcados por todas partes, pero sin ser exagerado. Su cabello dorado era igual al de su creadora y caía hasta sus fuertes y anchos hombros.

«Maldita sea, ese hombre era increíble. ¡Hasta resplandecía!»

Eros siguió contemplándolo, pero cuando llegó al centro de su cuerpo y vio lo que tenía entre las piernas, se quedó en shock.

—Es increíble, ¿verdad, hijo? —admitió al mismo tiempo que se levantaba del suelo.

Eros simplemente asintió y Afrodita se rio. Se colocó a su lado, puso dos de sus dedos en la mandíbula de su hijo y se la cerró. Él carraspeó por haber sido pillado y se adelantó un par de pasos.

—Madre… a ver, sé que eres la diosa del amor, del sexo y todo eso pero… ¿no te parece que se te ha ido de las manos?

—¿El qué? —preguntó ella mirando su creación.

—¿Cómo que el qué? ¿Es que no lo ves madre?

Afrodita negó y Eros se exasperó.

—Pues a su… su…

—¿Su qué?

—¡Su miembro viril, maldita sea! ¡Eso no es normal!

Afrodita miró ahí directamente y se encogió de hombros.

—Pues yo no veo nada de malo en lo que tiene. ¿Por qué tú sí, hijo?




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