Furia en el Olimpo

Capítulo tres

—¿Ya estás de vuelta, esposa? —preguntó Hefesto en cuanto sintió la presencia de Afrodita—. ¿Tanto te aburres ahí arriba, querida?

Afrodita ignoró esas palabras y se situó al lado de su marido. Le echó un vistazo y pensó que apenas había cambiado nada. Seguía como siempre, con su dura mirada, su rictus tenso y ese ceño fruncido que no lo abandonaba nunca.

«Todavía no entiendo qué vi en él», pensó haciendo un mohín con sus sensuales labios. Mohín que Hefesto no se perdió y que dejó pasar, aun sabiendo el porqué de él.

—Bueno, aquí está tu encargo —afirmó cogiendo una pequeña caja de madera. La abrió y le mostró a su esposa su contenido.

—¿Y esto? ¡¿Estás tomándome el pelo, Hefesto?! —gritó Afrodita al ver lo que su esposo le enseñaba. Apretó sus puños con fuerza y gruñó.

Hefesto la miró y sonrió internamente.

«Mujeres… siempre igual. Tienen delante el arma más poderosa creada por un dios y no ven más allá de sus narices», pensó al ver el mosqueo que llevaba su mujer.

—¿Qué sucede, esposa? ¿Acaso no te gusta mi sublime creación?

—¿Sublime? ¡¡¡¿¿¿Sublime???!!! —gritó fuera de sí logrando que su voz hiciera eco rebotando en las paredes—. ¡Esto es una auténtica mierda, Hefesto! —señaló el contenido de la caja y lo miró—. La verdad es que si querías sorprenderme lo has logrado, esposo. Vaya si lo has hecho.

—¡Afrodita, cállate ya y deja de quejarte, mujer! —respondió levantando la voz—. Tú siempre igual, ¿no? ¡Solo ves lo que quieres ver y no te das cuenta de lo especial que tienes delante! ¡Este! —señaló el objeto con su dedo—, ¡es mi mejor trabajo y te rogaría que lo respetaras!

Afrodita enarcó una ceja y lo miró.

Hefesto cogió la empuñadura dorada de la espada, la cual no tenía hoja y apuntó hacia su esposa.

Afrodita se cruzó de brazos y empezó a golpear el suelo con la punta del pie derecho. La verdad es que ya estaba empezando a perder la paciencia. ¿Qué pretendía ese hombre hacer con una simple empuñadura?  

De repente, se fijó en como cerraba los ojos, susurraba una palabra y de la empuñadura salía de golpe una resplandeciente y larga hoja.

Afrodita abrió la boca al ver lo que su esposo tenía entre sus manos y una chispa de admiración brilló en sus ojos.

—Dioses… —susurró totalmente impactada por lo que tenía frente a ella—. Es una auténtica maravilla, querido —afirmó y extendió la mano para sujetarla ella, pero Hefesto dio un paso atrás alejándose.

—No. Esta espada no es para ti, mujer. Solo puede empuñarla su dueño.

—¿Perdona? ¿Y cómo se supone que se la voy a dar si no la puedo sujetar?

Hefesto susurró otra palabra que ella no entendió y la espada se rodeó con una flagrante y flamígera llama de fuego.

—Por esto mismo es por lo que no puedes cogerla, querida. Solo yo, que la he creado, y tu guerrero podemos hacerlo. Bueno, a no ser…

Una nueva palabra susurrada por Hefesto, hizo que la hoja desapareciera de golpe dentro de la empuñadura, logrando que Afrodita se quedara de nuevo anonadada.

—Me encanta cuando logro dejarte sin palabras, Afrodita —dijo con una sonrisa socarrona.

Afrodita lo miró, miró de nuevo la empuñadura, la cual reposaba resplandeciendo en la palma de su mano y se acercó unos pasos sin retirar su mirada de ella.

«Es una auténtica obra de arte», pensó. «Digna de mi guerrero, sí señor».

—Toma —dijo Hefesto entregándole la caja a su esposa—. Dásela al auténtico portador y dile que la cuide con su vida. Esta espada no es ningún juguete, querida, es mortal.

Afrodita la sujetó entre sus manos y sonrió.

—Y dile a… bueno, a él, que no la pierda y que nunca, bajo ningún concepto se deshaga de ella, ¿de acuerdo?

Afrodita asintió y así como le dio la espalda a su esposo, una mano en su hombro la detuvo.

—No estoy bromeando. Esta espada es indestructible tal y como me pediste, pero, así como en las manos de tu hombre puede destruir el mal, en manos equivocadas podría llegar a ser totalmente devastadora debido al poder que posee. Avísalo, ¿de acuerdo? No estoy bromeando —le aseguró de tal manera que Afrodita se dio cuenta de que lo decía totalmente en serio.

—De acuerdo, Hefesto. Así se lo haré saber. Pero ahora tendrás que decirme las palabras que has susurrado antes, ¿no crees? Sino, no creo que Abdiel pueda hacer con ella lo que has hecho tú.

«Así que se llama Abdiel», pensó.

Hefesto negó y se dio la vuelta.

—En cuanto tu guerrero la tenga entre sus manos, las palabras acudirán a su mente. No necesitas saberlas —contestó sin decir el nombre de ese hombre aún conociéndolo. No sabía porqué, pero algo dentro él le impidió mencionarlo.

—Por cierto, esposo. Antes de irme, necesito un favor más.

Hefesto bufó ya exasperado y miró a su mujer.

—Como no, esposa. Dime, ¿qué necesitas ahora de este pobre dios? —le dijo entre dientes y con el sarcasmo saliendo de cada palabra.




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