Furia en el Olimpo

Capítulo cuatro

Hefesto cerró sigilosamente la puerta y suspiró. Se acercó a la ventana de la pequeña cabaña en la que vivía la mujer y al verla dormida se retiró tranquilamente.

La verdad es que si tenía que ser sincero consigo mismo, tenía que admitir que al final no le costó tanto acostarse con Oana. Pero ya estaba hecho, sabía que había dejado embarazada a la mujer que su esposa había seleccionado y ya podía volver a casa para seguir con su vida.

Así que, cerró los ojos y desapareció.

Mientras, Afrodita, desde el monte Olimpo sonreía ampliamente al ver que su plan seguía su curso con éxito.

 

 

—¡Perfecto! ¡Esto marcha! —aplaudió Afrodita y su hijo Eros sonrió al ver la felicidad de su madre—. En una semana Abdiel se marchará de aquí y empezará todo.

—¿Una semana? Pero, ¿no tardará nueve meses en nacer el bebé, madre?

Afrodita miró a su hijo como si fuera tonto y bufó.

—Eros, sabes que el tiempo aquí arriba es totalmente diferente al de ahí abajo —dijo señalando las nubes que corrían bajo sus pies—. Aquí es mucho más lento, cariño. Una semana aquí, es casi un año para ellos.

—Ya lo sabía, madre —afirmó poniendo los ojos en blanco—. Simplemente quería asegurarme de que tú lo recordabas —se cruzó de brazos y elevó su barbilla irguiéndose.

«Sí, sí… ya», pensó ella sabiendo que su hijo no tenía ni idea y que le había dicho eso para disimular.

Se retiró de la muralla donde observó cómo se desarrolló la escena entre su marido y esa humana y fue en busca de su guerrero para explicarle cómo estaba la situación y lo que tendría que hacer cuando dejara el Olimpo una semana después.

 

 

 

 

 

Mientras tanto en el Inframundo…

 

 

—¿Cómo has dicho que se llaman esas criaturas, querido?

Hades puso los ojos en blanco y miró a Hera. La amaba tanto, dioses, pero con cada minuto que pasaba con él se daba cuenta de que su fuerte no era el de memorizar los nombres.

—Se llaman Farkaskoldus, Hera. Ellos serán los seres que mandaré a la tierra en poco tiempo para que empiecen a instaurar el caos entre los humanos y finalmente destruirlos.

Hera afirmó y sonrió a Hades, pero en su interior estaba asqueada por lo que tenía ante ella. ¿Es que no podía haber creado unos seres bellos en lugar de esas aberraciones?

Tenían los ojos amarillos y saltones, grandes y puntiagudos dientes salían de sus alargadas y peludas bocas y babeaban. ¿Y esas puntiagudas orejas que salían de los lados de sus alargadas cabezas? Qué mal gusto tenía su amado para crear seres, la verdad.

—¿Me permitirías un consejo, querido?

Hades la miró y asintió.

—He estado pensando que… ya que tienen que aniquilar a esa inmundicia, ¿por qué no hacerlos atrayentes a sus ojos? Veras —lo interrumpió cuando vio que Hades empezó a negar—, imagínate que yo soy una humana corriente y que veo a una de estas bestias acercarse a mí —afirmó señalando al más cercano a ella—. ¿Cuál crees que sería mi reacción? Pues primero gritaría, alertando a los que hubiera a mi alrededor y segundo saldría corriendo de él. Huiría despavorida. Y eso, amor, creo que sería un punto en su contra.

—Sigue —le dijo Hades cruzándose de brazos y avanzó un paso hacia ella.

Hera, al ver que realmente él le prestaba atención, sonrió ampliamente y carraspeó para poder contarle lo que tenía en la cabeza.

—Pues veras, mi idea era que esa forma estuviera en su interior, que apareciera solo cuando tuvieran que atacar. Pero que a los ojos de los humanos parecieran como ellos. Tendrías que hacer que su exterior fuera impactante, atractivo, sensual. Que lograran atraer a esos cabezas huecas hacia ellos, y que, cuando los tuvieran delante, saliera su auténtica forma —confirmó señalándolos—. De esa manera, podrían acabar con ellos en un suspiro.

Hades pensó en lo que Hera le dijo y se dio cuenta de que tenía razón. La verdad es que, si los enviaba así, la humanidad pensaría que es el fin de su mundo y huiría despavorida.

—Está bien, admito que tienes razón. Haré lo que me has dicho, Hera. Les cambiaré totalmente su apariencia para que puedan vagar por el mundo humano tranquilamente.

Se acercó al que tenía a pocos pasos de él, puso una mano en su picuda y peluda frente y cerró los ojos.

—Tú serás su líder en la tierra y te llamarás Stephan Drogus. Serás el único con nombre puesto por mí, tu dios. A mí será a quien tengas que dirigirte y de quién recibirás las órdenes pertinentes a partir de ahora, criatura.

—Será un placer, mi señor —aseguró inclinándose ante él—. Mi vida es suya.

—Lo sé. No hace falta que me lo digas.

Le dio la espalda y sonrió a Hera, mostrándole con esa sonrisa de superioridad, que tenía a su espalda a todo un ejército postrado a sus pies. Pero al ver como ella ponía los ojos en blanco, borró su sonrisa.




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