Afrodita caminaba totalmente erguida. Su mirada nunca cambió de dirección y miró al frente en todo momento, aún sabiendo que todos la observaban. Sí, ya se había corrido la voz por todo el Olimpo, todos sabían lo que había hecho y contemplaban impávidos como ella se dirigía hacia la sala blanca, un lugar en el que nunca pasaba el tiempo y los que salían de allí al finalizar su castigo tenían la impresión de que habían pasado años cuando solo habían estado meses. ¿Qué sentiría ella al tener que estar encerrada allí durante un milenio?
La verdad es que no quería pensarlo. Simplemente permanecería allí y esperaría a que su castigo finalizara.
Los guardias de Zeus que la acompañaban se detuvieron delante de dos enormes puertas doradas, y los dos hombres que las custodiaban después de mirarla asintieron y las abrieron.
Un intenso haz de luz forzó a Afrodita a cerrar sus ojos y cuando fue empujada levemente para que accediera al interior, se los cubrió con ambas manos y esperó a que el efecto pasara. Escuchó como las puertas se cerraron a su espalda y tensó todo su cuerpo.
Suspiró profundamente, apartó las manos de su cara, abrió los ojos poco a poco, y cuando se dio cuenta de que la luz ya no la molestaba, miró a su alrededor y jadeó a causa de la sorpresa.
—Ya veo porqué todo el mundo te teme, Zeus —susurró y dio una vuelta sobre sí misma mirando lo que la rodeaba—. La sensación de soledad es tan inmensa que uno no querría estar en esta habitación bajo ningún concepto.
Afrodita se fijó en que todo en ella era de un color blanco reluciente. No había paredes de ningún tipo ni un techo. Un pequeño diván estaba situado en el centro y ella supo que ese sería el lugar que tendría que utilizar para descansar. Pero lo que le dio escalofríos, fue el ver la inmensidad del reducto. Mirara donde mirara no había un final, esa habitación era infinita. Afrodita miró sus pies y una ligera neblina blanca los rodeaba, al igual que lo hacía con todo el espacio que había frente a ella.
Se dirigió a ese solitario diván y se sentó. Cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia arriba. Una solitaria lágrima descendió por su mejilla y cayó en su mano. Afrodita la miró y frunció el ceño al ver que se había convertido en una pequeña y sólida gota cristalizada.
«¿Dónde me has metido, Zeus? ¿Y qué significa esto?», se preguntó dejando caer al suelo la minúscula gota y escuchó como al caer el sonido hacía eco en toda la estancia.
Se recostó en el diván, cerró los ojos y rememoró todo lo que le había dicho ese prepotente dios horas atrás.
—No sé cómo has tenido la osadía de tomar esa decisión por mí, Afrodita. Desconozco cómo te has enterado de lo que mi esposa ha hecho, ni me importa, solo sé que por haber creado esa aberración que tú llamas hijo, y por pasar por encima de mí al haber actuado por tu cuenta, te castigo a que pases un milenio de absoluta soledad en la habitación blanca. De esa manera, cuando salgas de ella, ese hombre que vas a mandar al mundo humano ya habrá fallecido. No puedo tolerar ni toleraré jamás que ningún dios interfiera en mis asuntos personales y más si tienen que ver con mi esposa.
Afrodita lo miró a los ojos con odio y Zeus, al verlo, se carcajeó.
—No me amedrentas con esa mirada y nunca lo harás, diosa.
—Y no pretendo eso, ¡oh gran señor! —le soltó imprimiendo en esas tres palabras todo el odio que sentía por él en ese momento—. Lo único que pretendí al crear a mí guerrero, fue el de proteger a la humanidad de las hordas de ese par de locos. Porque sé bien lo que han creado, Zeus. Mientras tú estabas encerrado en tus aposentos lamentándote, tu mujer y su amante habían creado unos seres abominables para atacar a los humanos. Sinceramente, no sé si estabas enterado o no, y no me importa. Solo sé que eres un maldito desagradecido que no hace nada más que pensar en sí mismo y en la puta que lo ha dejado como el cornudo número uno del Olimpo.
—¡Basta! —gritó Zeus—. ¡Llevárosla a la habitación blanca ahora mismo!
—¡No! —gritó ella—. Por favor, por favor, Zeus, permite que me despida de mi hijo Eros. Él se va a preocupar si desaparezco de su vida de golpe. Se volverá loco si no sabe de mí durante un milenio, Zeus. Por favor, apelo a tu compasión —se arrodilló a sus pies y en su interior juró que esa sería la última vez que se postraría ante un hombre.
—Ve. Te doy una hora para que te despidas de tu hijo. Pasado ese tiempo, mi guardia personal te acompañará a los que serán tus nuevos aposentos. Y es una lástima, la verdad, porque ahora que lo pienso… ¿Con quién fornicarán de ahora en adelante todos tus amantes, Afrodita? La verdad es que me dan pena porque creo que no existe nadie en el Olimpo que sepa joder tan bien a los hombres como lo haces tú.
Afrodita apretó los puños con rabia desde el suelo. Se levantó lentamente e inclinó la cabeza. Seguidamente le dio la espalda a Zeus y se detuvo al escuchar un carraspeo.
—La verdad es que sé que será demasiado el tiempo que pasaremos sin ver tu bello rostro, pero, ¿sinceramente? me da igual, ya que lo único que quiero conseguir con eso es que dejes de inmiscuirte en lo que no te importa. A ver si aprendes la lección y en cuanto salgas te preocupas de tus propios asuntos y no de los de los demás. ¡Y ahora, fuera de mi vista! —gritó—. No quiero volver a saber nada de ti en mil años. ¡¿Me oís todos?! —vociferó a pleno pulmón—. ¡No quiero que nadie pronuncie su nombre en un milenio! ¡Porque el que lo haga, conocerá mi ira!