Furia en el Olimpo

Capítulo seis

Desde luego no se esperaba encontrar esa imagen en cuanto atravesó la puerta. Lamia se encontraba tirada en el suelo, tenía las piernas encogidas, la frente apoyada contra sus rodillas y gemía. Sus finos brazos rodeaban su estómago con fuerza y fuertes temblores agitaban su cuerpo. Abdiel se dio cuenta enseguida de que su transición estaba empezando y de que ella estaba sufriendo.

—Lamia —susurró haciendo que ella levantara la cabeza de golpe y abriera sus ojos como platos al mirarlo, y ahí fue cuando Abdiel se dio cuenta de que lo temía por la manera de observarlo.

Pero, ¿qué esperaba? Era un extraño para ella, un desconocido que había invadido la intimidad de su hogar y había entrado sin ni siquiera llamar, para encima, encontrarla en una situación nada favorable para ella, ya que debía pensar que ese desconocido que tenía delante podría hacerle daño.

—Qui… ¿quién es usted? —preguntó entre jadeos. Lamia gimió con fuerza de nuevo y se tensó al verlo dar un paso hacia ella.

—No te asustes. No voy a hacerte daño, te lo prometo. Solo quiero ayudarte, de verdad. Me llamo Abdiel y estoy aquí para que superes tu transición lo más cómodamente posible.

Se fijó en cómo lo observaba y esperó a que ella hiciera algún gesto para que él pudiera avanzar.

—¿Cómo sabes mi nombre? —susurró—. No… no te conozco de nada.

—Pero yo a ti sí que te conozco, pequeña. Lo hago desde el día en que viniste al mundo. Puedes estar tranquila. Te juro por mi honor que no te pasará nada y que voy a cuidar de ti. Permíteme que te ayude, por favor.

Lamia asintió porque no deseaba nada más que eso en ese momento. Necesitaba la ayuda de alguien, y si era ese desconocido el que finalmente lograra que el intenso ardor que recorría su interior desapareciera, al igual que el fuerte dolor que sentía en su estómago, no pondría ninguna pega.

Abdiel se acercó poco a poco a ella, se arrodilló a su lado y pasó su palma por su sudorosa frente. Frunció el ceño al notar que tenía bastante fiebre y en ese preciso momento, se sintió perdido porque no sabía qué tenía que hacer. ¿Acaso le bastaría con refrescarla? ¿Se le pasaría en cuanto acabara su transición? Y lo que no sabía, ¿cuánto duraría ese calvario para ella?

—Voy a llevarte a ese catre, ¿de acuerdo? Necesitas estar cómoda y este frío suelo no te conviene. Además, tienes fiebre y bastante por lo que he notado, así que te convendría que te quitaras la ropa y te cubrieras con la simple sábana que lo cubre —afirmó señalando la esquina en el que estaba situado.

Lamia asintió y él se acercó más a ella. Pasó sus brazos por debajo de su cuerpo, la levantó con cuidado y la apretó contra él. Escuchó el pequeño lamento que salió de sus labios y la acercó con celeridad al lugar donde intentaría atenderla lo mejor posible.

La tumbó y Lamia cerró los ojos. La fuerza con la que apretaba sus dientes, le indicaron a Abdiel que lo estaba pasando realmente mal. Ojalá pudiera aliviarla de alguna manera. ¡Ojalá Afrodita pudiera ayudarlos! Pero no contaba con ella ni lo haría nunca, ya que le mintió descaradamente cuando le dijo que cuidaría de él, cosa que no había hecho en los veintiún años que llevaba en el mundo humano.

«No pienses en eso ahora, no merece la pena. Ahora ocúpate de esa pobre muchacha, ella te necesita al contrario que los que están ahí arriba. Esos seres no merecen que desperdicies uno solo de tus pensamientos acordándote de ellos después de lo que te han hecho».

—¿Puedes desnudarte? No te preocupes, yo me iré afuera a por un poco de agua mientras lo haces. Te prometo que no miraré y que no entraré hasta que me lo digas, ¿de acuerdo? Pero tienes que quitarte la ropa, Lamia, está empapada en sudor y no te conviene.

Lamia asintió y él cogió un cuenco de madera que había encima de la mesa, salió por la puerta y miró a su espalda antes de cerrarla.

Cinco minutos después, llamó a la puerta y cuando escuchó un suave «pasa», accedió a la cabaña.

Miró hacia la cama y Lamia estaba tumbada boca arriba, con los ojos cerrados con fuerza, sus puños agarraban la sábana que la cubría y sonoros jadeos salían de su boca a causa del dolor que estaba sintiendo.

«Dioses, ¿cuánto va a durar eso?», pensó. No soportaba verla sufrir de esa manera, no se lo merecía.

Se acercó a la cama y agarró una pequeña banqueta que había cerca, la cual crujió bajo su peso cuando se sentó en ella. Rasgó una tela que había doblada a los pies de Lamia y la empapó bien en agua. La escurrió y la pasó por la frente, mejillas, cuello y brazos delicadamente. Cuando sintió su suave piel bajo sus dedos, se maravilló, ya que no entendía cómo una muchacha que había vivido una vida tan dura trabajando en el campo con su madre de sol a sol, podía tener la piel tan blanca como la tendría cualquier noble. Y había conocido muchos en esos años para saber que esa gente no hacía nada, excepto el vivir cómodamente y con lujos. 

—¿Te duele? —preguntó al escucharla gemir. Detuvo su movimiento de golpe, pero ella negó.

—No, por favor, me alivia —susurró. Lamia carraspeó porque notó que su voz pareció más un graznido que la suya propia y Abdiel le dio de beber un poco del mismo cuenco que había traído alzándola un poco para que no se atragantara.

La tumbó y empezó a repetir la misma operación un par de veces más. Siguió refrescando su cuerpo, y cuando sintió como ella respiraba de manera más calmada, se dio cuenta de que se había quedado dormida, pero igualmente él no cejó en su empeño y siguió pasando el paño hasta que notó cómo el cansancio se empezaba a apoderar de él.




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