Furia en el Olimpo

Capítulo ocho

—¿A Afrodita? 

—Pues claro que a Afrodita. ¿Acaso tengo otra madre? —miró a Hefesto como si fuera imbécil y cuando vio cómo se tensaba pensó que tenía que calmarse, ya que necesitaba su ayuda y no tenerlo en su contra. Así que se disculpó y esperó su respuesta.

—Cuéntame que le ha pasado a mi esposa, Eros.

—Pues es fácil. Zeus se acabó enterando de que ella lo sabía todo. Me refiero a lo que hizo Hera. Ponerle los cuernos, vaya, y no le sentó nada bien. Pero lo peor de todo no fue eso, sino que el saber que mi madre, encima, tomó la decisión de crear a Abdiel, fue lo que terminó de enfurecerlo. Ya sabes cómo es y que alguien actúe a sus espaldas lo aborrece. Y como nosotros hicimos precisamente eso… pues lo terminó de cabrear. Así que condenó a mi madre a un encierro milenario en la habitación blanca, Hefesto. Y necesito que salga, por eso he venido a pedirte ayuda.

Ahora lo entendía todo. Su mujer estaba confinada en ese solitario limbo y por eso no la había vuelto a ver. Saber eso hizo que él se sintiera mal, ya que no lo había dejado abandonado ni nada por el estilo como creyó y se arrepintió de haber pensado mal de ella.

Pero sinceramente, estaba en una encrucijada. Conocía muy bien a Zeus y sabía que ese dios no le pondría las cosas fáciles en absoluto. Si le pedía el favor de que liberara a su mujer, él le pediría algo a cambio. Y no sería ninguna nimiedad, no. Sería algo que le costaría mucho, muchísimo.

—Acepto ayudarte. Pero me deberás una muy grande, Eros.

—Perdona, ¿me estás diciendo que te voy a deber un favor por pedirte que me ayudes a liberar a tu esposa? Vaya, vaya, ya veo cuanto te importa —se burló—. Otro hombre iría sin pedir nada a cambio. Haría lo que fuera por liberar a la mujer que ama.

—Mira, niñato, será mejor que te calles. No te conviene cabrearme si quieres que siga adelante, ¿entendido? He estado dos décadas sin saber de ella y te aseguro que puedo estarlo dos más —admitió. Se estaba tirando un farol, pero eso Eros no lo sabía. Lo único que necesitaba era que lo dejara tranquilo de una maldita vez para que pudiera pensar qué hacer.

Eros asintió porque sabía que tenía razón. Hefesto cabreado daba miedo y él prefería no verlo nunca en esa tesitura.

—Y ahora, largo. Tengo mucho en qué pensar y no quiero distracciones.

—¿Así que lo harás?

Hefesto se cruzó de brazos, frunció el ceño y asintió.

Eros se lo agradeció con una ligera inclinación de cabeza y desapareció.

—Maldito querubín engreído —maldijo entre dientes—. Ni un simple gracias. Ya te pillaré, ya, maldito rubiales del demonio. Te pareces demasiado a tu padre en algunos aspectos más de lo que crees—. Suspiró medio derrotado.

Hefesto se apoyó contra la caliente pared, miró hacia la salida del volcán en el que estaba y cerró los ojos.

«Siempre fuiste demasiado impulsiva y metomentodo, Afrodita, siempre. Y mira que te avisé hace años. Te dije que un día eso de inmiscuirte en la vida de los demás te pasaría factura y finalmente lo ha hecho. Y ahora soy yo el que tiene que bajar la cabeza ante ese prepotente de Zeus. ¿Cuándo aprenderás, mujer, cuándo?»

Se inclinó y apoyó las manos en sus muslos. Cerró con fuerza los ojos y pensó en lo mucho que odiaba tener que aparecer de nuevo en ese lugar. No le gustaba el Olimpo para nada, pero por ella, lo haría.

Miró a su alrededor y al ver que estaba todo en orden cerró los ojos de nuevo, inspiró hondo, pensó en el lugar al que se quería dirigir y desapareció de su hogar.

 

 

Olimpo, salón del trono

 

 

—Vaya, vaya, mira a quién tenemos aquí —Zeus se incorporó de su trono en cuando vio a Hefesto materializarse delante de él—. Menuda sorpresa más… agradable me acabas de dar —soltó sarcásticamente—. La verdad es que no te esperaba.

Hefesto se quedó en pie sin retirarle la mirada a Zeus. No quería mostrar ningún tipo de debilidad ante él si quería que su plan saliera bien. Inspiró hondo e intentó relajarse.

—Y dime, ¿a qué has venido? La verdad es que me sorprende mucho que hayas abandonado alguno de esos agujeros en los que andas siempre metido.

Hefesto miró con inquina a Zeus. No podía soportar su presencia, nunca había soportado a ese hombre y su prepotencia, pero sabía que en esa ocasión tenía que claudicar.

—He venido a pedirte que liberes a mi esposa, Zeus. A cambio te daré lo que quieras.

Zeus lo miró y sonrió levemente, ya que ahí tenía la oportunidad que siempre había deseado.

—¿En serio que me vas a dar lo que quiera con tal de que deje libre a Afrodita? No sé… no creo que se lo merezca, Hefesto, esa mujer se ha metido donde no debía y todos saben que no soporto que nadie se inmiscuya en mis asuntos personales.

—¿En serio? ¿Me estás diciendo que no soportas eso, pero permitiste que tu propia esposa se deshiciera de tu hijo como si fuera basura? —Hefesto negó y se carcajeó—. No sé, padre, la verdad es que tu teoría no me cuadra.




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