Furia en el Olimpo

Capítulo once

Escocia, año 1835. Tierras del clan McLean

 

Abdiel permanecía atento a su alrededor, estaba en guardia y vigilante. Sus compañeros permanecían dormidos a poca distancia en el improvisado campamento que habían montado para pasar la noche. Una hoguera les protegía del frío que hacía en esas tierras, las tierras altas de Escocia.

Lamia dormía protegida por los brazos de Vance, abrazada a él. Desde que ese hombre abrió los ojos y él le contó quién era y cual era su misión, Lamia no se había apenas separado de él. No entendía el motivo, pero había algo entre ellos, no se trataba de atracción física ni nada por el estilo, no, más bien era algo que se escapaba a su entendimiento.

Einar también la protegía siempre, al igual que él mismo, pero lo de Vance era diferente, la trataba como si fuera un tesoro, algo increíble, pero al mismo tiempo inalcanzable.

Cuando Abdiel le explicó quién era la mujer que había hablado con él en el otro mundo se mostró escéptico, pero en el fondo se dio cuenta que Vance sabía que todo era cierto, ya que un muerto no podía resucitar. También le enseñó su espada, la armadura que lo envolvía cada vez que tenía que pelear contra las hordas de Hades y Hera tal y como hizo con Einar en su momento y la suma de todo ello hizo que Vance aceptara su nuevo destino, mirara a Lamia y la sonriera. Ella tomó su mano y desde ese mismo día fue como si se hubieran convertido en uno solo porque la compenetración que había entre esos dos era increíble.

Un gemido hizo mirar en la dirección que dormían sus amigos y cuando vio como ella se movía intranquila, como si tuviera pesadillas, se levantó y se acercó a ellos.

Se sorprendió al ver como Vance la abrazaba con más fuerza contra él y le susurraba algo en francés, unas palabras que Abdiel no alcanzó a escuchar. Seguidamente ella soltó un suspiro y se relajó entre sus brazos.

«Lamia… mi querida Lamia, mi mejor amiga y mi más preciado tesoro», pensó al verla dormir de nuevo plácidamente.

En todos estos siglos que llevaban juntos, ella nunca lo había abandonado, siempre había estado a su lado. Habían reído y llorado en muchas ocasiones por todo lo que habían vivido. Esa dulce mujer, desde que aceptó quien era finalmente la noche después de su transformación, cuando lo buscó para hablar con él, le juro que lo acompañaría fuera donde fuese y que lo ayudaría a pelear contra el mal.

Esa noche que lo buscó y se lo encontró luchando contra tres esbirros del inframundo; la primera noche que Lamia se mostró ante él tal y como sería a partir de ese momento. Porque se había convertido en una mujer letal, ya que, con apenas tres movimientos se deshizo de dos de esos monstruos dándole a él la oportunidad de acabar con el último.

Sí, Lamia imponía en su faceta de guerrera. Sus ojos azul hielo resplandecían, su piel se aclaraba un poco y unos colmillos aparecían en su boca, unos dientes que se volvían letales para sus enemigos ya que en cuanto agarraban a su presa los despedazaba.

Pero tenía un punto débil, una cosa que en todos estos siglos dejaba a Lamia destrozada cada vez que tenía que hacerlo. Y era la sed de sangre. Una sangre que tenía que tomar muy de vez en cuando, sí, sangre del género masculino, ya que la sangre de las mujeres no la saciaba en absoluto al contrario que la de un hombre.

Una vez él intentó alimentarla. Estaban en una situación desesperada, ya que llevaban semanas sin cruzarse con un ser humano. Estaban en una zona helada, solitaria, y cuando se dio cuenta de lo precario del tema y de que Lamia necesitaba sangre, le ofreció su brazo, pero ella se negó en redondo.

—Nunca permitiré que estos se incrusten en tu piel, Abdiel, nunca jamás —le dijo señalándoselos—. Antes prefiero morir de inanición.

Tras esas palabras no tuvo más remedio que dejarla sola, resguardada en una pequeña cueva y salir a por un humano para que ella pudiera alimentarse y salir adelante. Tardó cerca de dos días, pero en cuanto se lo ofreció y ella lo mordió, escuchar el gemido de placer de ella junto al del desconocido, originó que su zona masculina se irguiera. Desde ese día y siempre que ella se tenía que alimentar, Abdiel procuraba no estar delante, porque nunca había podido olvidar la imagen que vio. Una imagen erótica para él, aunque ni Lamia ni la persona que ella abrazaba mientras lo mordía estuvieran faltos de ropa. No, el motivo era que esos hombres alcanzaban el clímax antes de que ella los dejara débiles y agotados en el suelo. Porque nunca los mataba, no, solo bebía lo que necesitaba de ellos y los dejaba saciados sexualmente tras sentir su mordisco. Así fue siempre, y ha continuado siéndolo hasta el día de hoy.

—Oye, chaval —lo llamó Vance y Abdiel lo miró.

Sí, siempre lo llamaba así porque en apariencia parecía el más joven de ellos, aunque les ganara en edad.

Einar contaba con veintinueve años el día que falleció, Vance treinta y uno y él… él no lo sabía, pero por apariencia le dijeron que debía tener unos veinticinco. Y Lamia… ella seguía en sus veintiuno, la misma edad que tenía cuando pasó por su transformación a vampira y así quedó.

Miró a Vance y cuando le hizo señas para que se acercara a él, lo hizo. Se puso en cuclillas a su lado y Vance le señaló su oído e hizo señales con su cabeza hacia su derecha.

Abdiel frunció el ceño y prestó atención. Escuchó un gemido y se puso tenso. Se levantó lentamente, se dirigió a Einar y lo zarandeó para que se despertara. Einar abrió los ojos de golpe, agarró su hacha y Abdiel negó poniendo un dedo sobre sus labios para que guardara silencio. Einar asintió y se levantó intentando no hacer ruido. Miró a Vance y él ya estaba en pie al lado de Lamia, la cual permanecía dormida.




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