Furia en el Olimpo

Capítulo diecisiete

«Esta loca acaba de perder definitivamente la cabeza», pensó Lamia. Miró a sus amigos a los ojos y cuando se fijó en cómo la miraban, se dio cuenta de que ellos también pensaban lo mismo. Pero lo que no le gustó tanto, fue el ver la sonrisa de superioridad de los Karan. ¿Qué escondían esos? ¿Acaso ya lo sabían y por eso le habían dicho a Afrodita que se olvidaba de algo antes de que se fuera?

Miró a Abdiel y pegó un respingo al ver la manera en que la miraba. Esos ojos azules estaban resplandeciendo, nunca lo había visto mirarla de esa manera tan intensa. ¿Acaso era deseo lo que veía en sus ojos? No, negó, no podía ser eso de ninguna de las maneras, ya que él nunca había demostrado eso por ella en mil años, así que era imposible que lo hiciera justamente ahora.

—Estás loca —susurró retirando la mirada de él al sentir como enrojecía. Miró a Afrodita, soltó su mano de Abdiel y se adelantó un paso enfrentándola—. No sé qué clase de macabro plan tienes pensado, pero no voy a tener hijos con él.

—Sí lo harás. No te queda más remedio que hacerlo. Además, el resultado de la guerra dependerá de eso. Y no voy a discutir contigo sobre eso, Lamia. Solo os diré —aseguró mirándola a ella y a Abdiel—, que si no tenéis descendencia no habrá nada que hacer y que los malignos vencerán.

—¿Acaso se te ha olvidado lo que soy? —preguntó entre dientes.

—Eres Lamia. Recuerda que eres humana de nuevo, así que podrás tener hijos.

—Pero no… no entiendo qué tiene que ver eso para que podamos ganar. ¿Acaso sabes la fecha en que tendrá lugar la batalla? Porque si es así tenemos derecho a saberlo.

Afrodita le dio la espalda y Lamia gruñó. Dio un paso para sujetarla, pero Abdiel la detuvo. Lamia lo miró, miró la mano que tenía en su brazo y se soltó con un fuerte tirón. Estaba cabreada, ¡mucho! Y frustrada también porque no entendía cómo esa mujer era capaz de dirigir sus vidas de esa manera. ¡No tenía ningún derecho de decirle cuando podía o no ser madre! ¡No podía obligarla a ello!

—Sí que puedo, niña. Puedo y lo haré si eso hace que la victoria se decante a nuestro favor. No olvides quién soy. No te conviene hacerme enfadar bajo ningún concepto ni desobedecerme. He perdido mucho por vosotros y no voy a consentir que por tu inmadurez me hagas perder aún más. Ya sabes lo que hay que hacer —afirmó mirando al mayor de los Karan—. Yo me retiro. A partir de ahora, él será vuestro intermediario para conmigo y viceversa.

Los Karan hicieron una profunda reverencia y Afrodita desapareció. Lamia gritó de rabia al ver que no había podido hacer nada, miró a sus amigos y la cara de consternación que tenían la hizo suspirar. Se sentía derrotada y no sabía qué demonios hacer para eliminar de su interior ese sentimiento.

Lágrimas de impotencia aparecieron en sus ojos, y cuando se dio cuenta de que sus sentimientos se habían acentuado, se dio cuenta de lo que Afrodita había hecho. Era humana de nuevo, por lo tanto, los sentimientos que durante tantos siglos habían sido casi erradicados de su interior habían vuelto con más fuerza que nunca.

—Tomad —el mayor de los Karan extendió una pequeña bolsa negra cerrada—. Este será vuestro nuevo lugar de residencia. En el interior tenéis la dirección, la llave y todo lo que podáis necesitar. Y no me miréis así, son órdenes de Afrodita, no mías. Simplemente tendréis que vivir allí todos juntos y esperar órdenes. No quiere que estéis separados los unos de los otros, sino juntos —le ofreció de nuevo el paquete a Einar y él lo cogió. Miró a todos sus compañeros y asintió. Einar le dio la bolsa a Abdiel, su superior en ese momento, pero antes de que llegara a sus manos, Lamia se la arrebató de golpe y la estampó en el suelo con rabia.

—¡Vete a la mierda, Afrodita! —gritó mirando hacia arriba. Un jadeo de sorpresa por parte de todos hizo que apretara los puños con fuerza pero no los miró—. ¡No consentiré que vuelvas a dirigir mi vida, ¿me escuchas?! ¡Hasta aquí he llegado! ¡Que te den, diosa entrometida de las narices!

Dio la vuelta sin mirar a ninguno de ellos, se dirigió a la salida y empezó a subir las escaleras con rabia. Necesitaba salir de esa casa de locos pero ya.

«Clan adorador de esa metomentodo», pensó. «¡Ja! Pues van listos». «Hijos…», negó y en cuanto vio la puerta de salida agarró el pomo tirando con fuerza y la estampó contra la pared. Salió, descendió los escalones y en cuanto vio a lo lejos la verja empezó a correr hacia ella. No podía más, notaba como los sentimientos empezaban a inundarla. Sentía rabia, dolor, pena… y no sabía si podría hacerse cargo de ellos, porque se había dado cuenta de que en las únicas ocasiones en que había sentido realmente algo, fue cuando herían a alguno de sus amigos en alguna batalla o cuando estaba cerca de Abdiel.

«Abdiel», pensó deteniéndose de golpe. Negó porque en ese momento no quería pensar en él ni en lo que implicaba para ella todo lo que estaba empezando a sentir en su interior. Dolía el saber que se estaba alejando de él y no quería afrontar eso por ahora. Solo quería unas horas de soledad para poder pensar en todo lo que esa caprichosa diosa de las narices quería de ellos, y para eso, sabía que tenía que desaparecer de su radar.

En cuanto salió miró a ambos lados y al ver que no sabía hacia dónde dirigirse giró a su derecha y empezó a correr. Le daba igual el lugar mientras encontrara en él algo de paz y soledad.

Vio una pequeña bifurcación y cuando fue a girar de nuevo, un fuerte e inesperado golpe en la parte de trasera de su cabeza la hizo gemir a causa del intenso dolor y después se volvió todo negro.




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