Furia en el Olimpo

Capítulo dieciocho

Unas horas atrás…

 

 

—Vaya, así que esta es la bastarda.

—Sí, ama. Tuvimos suerte de que saliera sola de donde dijiste que estaría con los demás. La cogimos por sorpresa, un fuerte golpe en la parte de atrás de la cabeza y cayó como un pajarito en mis brazos.

—Desde luego. Mi red de espías es infalible —sonrió con suficiencia—, y ahora marchaos a decirle a Stephan que todo está yendo sobre ruedas. Que la mujer está donde tiene que estar y que yo me ocuparé de ella. Solo espero que no tarde mucho en despertar. Tengo ganas de divertirme —dijo la mujer haciendo crujir sus nudillos.

—Sí, ama.

Los tres hombres hicieron una reverencia y se marcharon.

Lora miró a la mujer que tenía delante. Estaba amarrada con cuatro argollas que salían de la pared haciendo una perfecta «equis» con su cuerpo.

La verdad es que se esperaba otra cosa. Nunca hubiera imaginado que tanta fuerza y poder procediera de un ser tan pequeño e insignificante, ya que ella le sacaba más de una cabeza a la prisionera. Pero tenía que admitir que era preciosa a pesar de su nimia estatura.

Se acercó a ella, le levantó la cabeza sujetándola por el pelo y le dio una fuerte bofetada, logrando que abriera los ojos de golpe y la mirara con odio.

—Vaya, no sé por qué pero tengo la impresión de que no estabas inconsciente. ¿Me equivoco?

—Muérete, perra —dijo Lamia pasándose la lengua por el labio. Saboreó la sangre y se dio cuenta de que se lo había partido al darle esa bofetada.

Lora se empezó a reír a carcajadas. Tenía que admitir que esa mujercita tenía agallas para hablarle así estando en la situación que estaba. Sí, se iba a divertir mucho con ella.

—Vamos, Lamia ¿eso es todo lo que tu minúscula boquita puede decir? ¿Perra? Por favooor —sonrió—. No hace falta que me aclares algo que ya sé, ricura. Soy una perra del infierno que te va a hacer sufrir de una manera que no te puedes ni imaginar.

Lamia entrecerró los ojos y la miró de arriba abajo. Apretó con fuerza los dientes porque sabía que estaba metida en un lío de los gordos y no tenía ni idea de cómo salir de él, ya que la mujer que tenía delante poseía una cara de sádica bestial.

—Voy a presentarme. Me llamo Lora, no sé si te sonará mi nombre o no, pero si lo hace, supongo que ya sabrás quién soy.

¿Esa era Lora? ¿La mujer que Hera creó?

«Mierda, pues sí que estoy jodida», pensó, ya que después de mil años conocía la reputación de esta mujer, y lo de llamarla sádica se le quedaba corto. Había escuchado muchas historias de ella y de sus métodos de tortura y un escalofrío la recorrió de arriba abajo al percatarse de la situación en la que se encontraba.

Miró a su alrededor y se fijó en que estaba en una especie de celda muy sucia y oscura. La luz provenía de dos antorchas situadas a ambos lados de la única puerta que había. Era metálica y una pequeña abertura con cuatro barrotes era lo único que le permitía ver un poco del exterior poco iluminado. El olor era horrible y por los restos de huesos que había en las esquinas, supo que se encontraba en grandes problemas.

Un fuerte e inesperado puñetazo en su estómago le sacó de golpe el aire de sus pulmones y la hizo gemir.

—Estoy aquí. Céntrate, Lamia, odio que me ignoren y no estabas prestándome atención.

Lamia intentó coger aire por la nariz lentamente y cuando lo logró, a pesar del dolor que sentía, se fijó en el puño americano que llevaba esa maldita zorra en sus nudillos.

La miró a los ojos y al verla sonreír se juró que algún día le devolvería golpe por golpe los que estaba recibiendo de ella.

—Bien, como te iba diciendo…

La puerta se abrió con un chirrido y Lamia miró en esa dirección. Abrió mucho los ojos al ver el enorme y hermoso hombre que ingresó en la estancia y no le quitó la vista de encima hasta que se situó al lado de Lora.

—Vaya, amor, veo que te has empezado a divertir sin mí.

Lora sonrió, lo miró, puso su mano sobre el sexo de ese hombre y lo besó con ansias.

No se podía creer lo que estaba viendo. ¿Esos dos se estaban enrollando delante de ella? ¿Es que estaban majaras?

Un gemido por parte de él hizo que Lamia lo mirara y se tensó cuando vio cómo él mantenía los ojos sobre ella en lugar de en la mujer que sabía lo estaba excitando. Y no le gustó nada la forma en que la miró, ya que había hambre y deseo en ellos.

—Te he echado de menos, cariño —afirmó Lora acariciando el pecho de ese hombre—. Qué, ¿te gusta la sorpresa? Al fin la tenemos aquí.

El hombre se acercó a Lamia poco a poco y cuando la tuvo a pocos centímetros acercó su rostro al cuello de ella e inhaló con fuerza.

—No tiene miedo, Lora. No lo huelo en ella. ¿Acaso ya no sabes hacer tu trabajo, cariño? Porque por lo tranquila que la veo parece que has perdido práctica.

Lora gruñó y Lamia sonrió al ver como ese tío la dejaba en ridículo.




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