“galletas, Nieve… y Mi Crush”

CAPÍTULO 1: El día que mi crush volvió... justo en Navidad.

El primero de diciembre empezó exactamente como debería hacerlo en mi casa: con ruido, harina volando y un nivel de caos que cualquier persona normal consideraría una emergencia familiar.

Yo, en cambio, lo llamo extrema felicidad.

Desde temprano, la abuela mandaba órdenes desde la cocina como si dirigiera un ejército de duendes agotados. Mi mamá revisaba por décima vez el mantel rojo con renos bordados. Mi hermano de cinco años corría envuelto en luces como si fuera un adorno humano fugitivo, mientras Toby, nuestro perro, lo perseguía decidido a arrancarle los calcetines navideños.

Afuera, mi papá estaba encima del techo, intentando acomodar el trineo luminoso que siempre quedaba torcido. De vez en cuando se escuchaba un "¡ESTO ESTÁ BIEN, CARIÑO!" acompañado de un ruido sospechoso de plástico inflándose.
Estaba luchando, literalmente, con el enorme Santa inflable que cada año amenazaba con salir volando hacia el vecindario.

En resumen: Navidad había aterrizado oficialmente en casa.

Eventualmente, me tocó a mí entrar en acción con la primera tanda de galletas.
O bueno... intentar entrar en acción.

Estaba estirando la masa cuando mi mamá decidió soltar el comentario que todavía tenía a mi corazón corriendo un maratón navideño.

—Clara, acuérdate de que tu tía Estela llega temprano este año —dijo, como quien comenta el clima.

Yo seguía en shock. Ese detalle lo había repetido tres veces desde el prólogo de mi vida (o sea, hace una hora), pero mi cerebro aún no lo procesaba.

—Increíble —murmuré—. Preocupante, pero increíble.

La abuela me escuchó y exclamó:

—Cuando esa mujer llega temprano, algo anda mal. Prepárate para lo peor, Clarita.

Lo peor... ya venía en camino.

Porque mi tía Estela no venía sola.
Traía al doctor Torres.
Y a Matías.

Matías Rivas.
El chico que me tuvo suspirando media secundaria.
El que se mudó dos años atrás.
El que nunca supo que me gustaba.
El que, gracias al universo con sentido del humor cruel, ahora iba a pasar la Navidad en mi casa.

Y justo cuando pensaba que tenía tiempo para mentalizarme, mi hermano gritó desde la ventana, con la voz chiquita y emocionada de un niño de cinco años:

—¡YA ESTÁN LLEGANDOOOOO! ¡TÍA ESTELA ESTÁ ESTACIONANDOOOO!

Sentí cómo todo mi cuerpo entraba en modo pánico.
La abuela me miró como si yo fuera un pavo a punto de explotar.

—¿Qué haces parada? —reclamó—. ¡Muévete, niña! Ponte algo bonito o por lo menos límpiate la harina de la cara.

¿Harina en la cara?
Genial. La Navidad empezaba oficialmente.

Corrí al espejo y sí: tenía una hermosa huella blanca en la mejilla. Me la quité a medias, recogí mi cabello en un moño desordenado y respiré hondo.

El timbre sonó.

—¡FELIZ DICIEMBRE! —se escuchó la voz imponente de mi tía Estela ni bien abrimos la puerta.

Entró con su abrigo elegante, aroma a perfume caro y energía de huracán navideño. Detrás de ella apareció su esposo, sonriente y correcto... y luego...

Luego lo vi.

Matías.

Con nieve en el cabello, una bufanda azul que le quedaba demasiado bien y una sonrisa tímida, como si no supiera si debía saludar, entrar o pedir ayuda porque mi tía probablemente lo había arrastrado hasta aquí.

Nuestros ojos se encontraron.

Por un segundo sentí que los villancicos se hacían más fuertes, que el olor a galletas invadía todo y que mi corazón hacía malabares con luces navideñas.

—Hola, Clara —dijo él, con esa voz tranquila que recordaba demasiado bien.

Yo intenté no hacer el ridículo.

Fallé.

—H-hola... ¡feliz diciembre! —respondí, demasiado alto.
Mi hermano se rió. Toby ladró. La abuela suspiró.

Matías sonrió.

Y justo en ese momento supe que esta Navidad iba a ser distinta.
Caótica.
Intensamente caótica.

Pero también, tal vez...
un poquito mágica.




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