La tarde avanzaba entre galletas, niños destruyendo decoraciones y mi abuela lanzando amenazas cariñosas a todo aquel que se acercara demasiado a la cocina.
Y justo cuando creí que podía tomar un respiro, mi mamá soltó:
—Clara, cariño, ¿puedes colgar los calcetines en la chimenea? Y Matías, ¿la ayudas?
¿Perdón?
¿Mamá?
¿QUÉ ACABAS DE HACER?
Matías sonrió como si esto fuera lo más natural del mundo.
—Claro, no hay problema.
Yo asentí... aunque sentí que mi alma salía por la ventana.
La chimenea estaba decorada con luces cálidas y ramas de pino. En el suelo había tantos adornos y cajas que parecía un campo minado navideño.
Tomé un puñado de calcetines (rojos, verdes, uno rosado que nadie admitía que era suyo) y Matías tomó el resto.
Estábamos tan cerca que podía oler su perfume suave a menta y nieve.
¿Nieve tiene olor?
Bueno, la de él sí.
—¿Cómo has estado? —preguntó Matías, mientras intentaba enganchar un calcetín que no quería quedarse quieto.
Ok. Momento de hablar. Momento normal.
Puedo hacerlo.
—Bien, muy bien —dije, orgullosa de no tartamudear—. Ya sabes, sobreviviendo a mi familia.
Y tú... ¿cómo... —me golpeé la cara con una rama de pino que colgaba— ¡AY!
Matías soltó una risa suave.
—¿Estás bien?
—Sí, esto... esto siempre me ataca.
Silencio incómodo.
Intenté quedar digna, pero el calcetín que colgaba en mi mano decidió resbalarse... y terminó plantado DIRECTO en la cara de Matías.
—¡DIOS! —me tapé la boca— ¡Lo siento! ¡Se cayó! No fue un ataque premeditado, lo juro.
Matías se quitó el calcetín riéndose.
—Tranquila, estoy intacto. Creo.
Yo quería morirme.
—Entonces... —intenté recomponerme— ¿te gusta la Navidad?
—Siempre me gustó más aquí —respondió él, mirándome de reojo—. Ustedes hacen que se sienta... viva.
Ay.
A Y.
Pero justo cuando la conversación comenzaba a ponerse bonita...
BOOOOM.
La puerta se abrió de golpe.
—¡¡¡MIS SOBRINAAAAAAS!!! —rugió una voz que hizo temblar los adornos.
El tío Amador.
El caos hecho persona.
Soltero, fiestero, coleccionista de problemas innecesarios.
Entró como si estuviera en un desfile, con gafas de sol a pesar de que era de noche, una chaqueta llena de brillantina y un gorro de Santa que tenía luces LED parpadeando como si estuviera conectado a un generador.
—¡¿Dónde están mis dos renitos favoritos?! —gritó buscando a las gemelas, que obviamente aparecieron de la nada para lanzarse encima de él como cohetes humanos.
Matías y yo nos quedamos congelados.
Tío Amador nos miró.
—¡AJA! —señaló con un dedo acusador—.
Aquí hay ALGO.
Yo parpadeé.
—¿Qué?
—Ustedes dos, juntitos, colgando calcetines... eso es energía romántica navideña, ¿o me equivoco?
Sentí que quería lanzarme a la chimenea.
—Tío, no es—
—¿Tú eres Matías? —interrumpió él, acercándose demasiado a Matías.
—Sí... —respondió él, confundido.
El tío lo tomó por los hombros.
—Hijo, te deseo suerte. Mucha. Porque esta familia es una bendición, pero también una prueba espiritual.
Matías soltó una carcajada sincera.
Yo solo quería desaparecer entre los adornos.
—Tío, ¿puedes dejarnos terminar? —dije, roja como un adorno.
—Sí, sí, sí, no interrumpiré su momento —dijo él, retrocediendo.
Pero tropezó con una caja.
La caja golpeó la mesa.
La mesa golpeó los renos decorativos.
Los renos golpearon la bandeja de galletas.
Y las galletas cayeron EXACTAMENTE sobre Matías.
Yo abrí los ojos como si hubiera presenciado un crimen.
Matías quedó lleno de azúcar, chispitas y un pequeño muñeco de jengibre aplastado en el hombro.
El tío Amador aplaudió.
—¡NAVIDAD! —gritó orgulloso.
Yo corrí hacia Matías.
—¡LO SIENTO! ¡DE VERDAD! ¡Mi tío es... es...!
—Un evento —dijo él, riendo mientras se sacudía la azúcar—. Pero tranquila, sobreviví.
Lo miré.
Dulce, literal y metafóricamente.
Y mis mejillas ardieron de nuevo.
Cuando terminamos de colgar los calcetines, Matías me entregó uno que había guardado.
—Este es el tuyo —dijo—. Tiene un reno dormido. Me dio risa... se parece un poco a ti.
—¿Cómo que dormida? ¡Yo no duermo tanto!
Él sonrió.
—Clara... dormiste en la inauguración del árbol cuando tenías trece. Frente a todos.
Yo abrí la boca, traicionada por mis propios recuerdos.
—Eso... eso no cuenta.
—Cuenta —rió él—. Mucho.
Y ahí, aunque el caos seguía latiendo por toda la casa, hubo un instante pequeñito, cálido... en que nada más pareció importar.
Ni los gritos.
Ni las gemelas destruyendo algo a lo lejos.
Ni el tío bailando con Toby.
Solo Matías.
Y yo.
Y un calcetín de reno dormido que nunca volvió a verse igual.
#1637 en Otros
#346 en Relatos cortos
#508 en Humor
amor adolecente, navidad amor sorpresas, familia humor luces navidad
Editado: 15.12.2025