Cuando al fin logramos sobrevivir a las gemelas, al tío Amador y al Santa inflable que casi se escapa del jardín, la casa entró en un pequeño milagro:
Un minuto de silencio.
Literalmente uno.
Aproveché ese momento sagrado para refugiarme en la cocina, donde el aroma a chocolate caliente recién hecho llenaba el aire como un abrazo.
Yo estaba removiendo la olla cuando escuché pasos suaves detrás de mí.
—¿Puedo...? —preguntó Matías, señalando dos tazas vacías.
—Claro —respondí, intentando no sonar nerviosa—. Este es el chocolate de mi abuela. Si le digo que te sirva ella, te da sermón de cuarenta minutos sobre cómo "el cacao es mejor que cualquier terapia".
Matías rió, acercándose a mi lado.
—Me parece una buena filosofía.
Le llené una taza y luego la mía. Al tocar nuestras manos, la electricidad fue tan obvia que hasta Toby, dormido en una esquina, levantó una oreja.
Nos apoyamos en el mesón, cada uno con su taza caliente.
La cocina estaba tranquila.
Las luces cálidas reflejaban sombras acogedoras.
Y por la ventana caía nieve como si el universo quisiera darnos un momento privado.
—Extrañaba esto —admitió él, mirando alrededor—. Tu casa, la Navidad aquí... tú.
Mi corazón se saltó un villancico entero.
—¿Yo?
—Sí —dijo, como si fuera lo más evidente del mundo—. Siempre fuiste... el centro del caos, pero de una forma bonita.
Me reí nerviosa.
—No sé si eso es un cumplido o una advertencia.
—Es un cumplido —aseguró, con esa sonrisa suave que me desarma desde que tengo doce años.
Bebimos un sorbo de chocolate.
El silencio que siguió no fue incómodo... fue cálido, familiar, casi íntimo.
—¿Listo para mañana? —le dije, rompiendo la suavidad—. Llegan los primos metiches, las tías que no se callan, las opiniones no solicitadas... y lo peor de todo... la reunión oficial para las hallacas.
Matías abrió mucho los ojos.
—¿La que parece junta directiva militar?
—Esa misma —suspiré—. Todos los años empiezan igual:
Tía Norma discute con Tía Lidia sobre quién hace las mejores hallacas.
La abuela declara que la suya es "la receta original" aunque cambia ingredientes cada año.
Mi mamá intenta mediar, mi papá huye a buscar hielo, y yo termino atrapada empacando veinte bolsas porque somos incapaces de comprar solo dos cosas.
Matías estalló en risa.
—Lo extrañé.
—No, no lo extrañaste. Crees que lo extrañaste hasta que te veas empujado contra un estante en el supermercado peleándote por la última hoja de plátano.
—Ok, eso sí suena traumático.
—Lo es —dije, levantando mi taza como si brindara por mis batallas pasadas.
Él imitó el gesto.
Nuestros dedos se rozaron otra vez.
Y esta vez, no aparté la mano tan rápido.
—Clara —dijo él en voz baja.
Levanté la mirada.
Sus ojos estaban tan cerca que sentí que podía ver todas las Navidades en las que lo extrañé.
—De verdad me alegra estar aquí —confesó él.
—A mí también —respondí, sin pensarlo.
Y justo cuando la tensión bonita, suave y casi mágica nos envolvía...
—¡¡¡A CENAAAARRRR!!! —rugió la abuela desde el comedor.
Sonó como si estuviera invocando tropas.
Matías y yo nos separamos riendo, casi culpables, como dos adolescentes atrapados pasando notas.
La cena familiar fue exactamente lo que esperaba:
Ruidosa.
Llena de historias repetidas.
Con Toby intentando robar pan.
Con mi tío Amador sirviendo vino como si quisiera acabar la botella en diez minutos.
Y con mis primitas peleando por el asiento más cerca del pavo.
Cuando todos estuvieron acomodados, mi abuela golpeó la mesa con la cuchara de madera como si fuera un juez medieval.
—Familia, mañana a primera hora empezamos la preparación de las hallacas.
Los adultos suspiraron.
Los niños lloraron.
Mi tío intentó escapar, pero la abuela lo fulminó con los ojos.
—Este año necesitamos organización —continuó ella—. El desastre del año pasado NO volverá a repetirse.
Todos bajaron la mirada, recordando el incidente conocido como La Tragedia del Caldo Derramado.
—Así que mañana tenemos rangos —declaró.
Matías se inclinó hacia mí.
—¿Rangos?
—Sí —susurré—. Como si fuera el ejército. A veces da miedo.
—Clara, tú estarás en la estación de masa —anunció mi abuela.
Yo solté un gemido interno.
Ese era el rango más matador.
—Y Matías... —la abuela lo miró como quien evalúa a un recluta nuevo—
Tú estarás con ella.
Él sonrió.
Yo también.
Bueno... un poco.
Porque mañana...
mañana se venía el verdadero caos navideño.
Y si la tensión del chocolate caliente era un anticipo...
lo que venía iba a ser una locura.
#1637 en Otros
#346 en Relatos cortos
#508 en Humor
amor adolecente, navidad amor sorpresas, familia humor luces navidad
Editado: 15.12.2025