Frerick
Siempre me pasa cada vez que duermo, ese puto mal sueño:
La metrópolis, la luz de Otpieg el centro del sistema del ojo de Dios, el cinturón de Orión, el arma que protege a los humanos. La bella pirámide con la unión de un palacio de paredes metálicas en color ocre, que no combinaba con el dorado de esta, pero los alrededores de tierra roja y plantas exóticas lo hacía un paraíso a los ojos de quien lo mire. La gran metrópolis adornada de edificios a su frente, la belleza de la cultura que jamás había dejado el viejo mundo, con las pieles exóticas de las selvas cuando una vez los antiguos invadieron la Tierra: viendo el paraíso por primera vez.
La vida para los que seguían a Leo Ni Ali en la antigua guerra, por la lucha de la protección del heredero al trono y al poder, fue caer.
Todos huyeron ante la fortaleza de la raza Napaleana y Otpieg unidas, la guerra se ganó por los Trotadores, los que jamás se les agradecerá, y en lugar de esos fueron exiliados por amar el mestizaje. Pese a la guerra, Otpieg y Napaleanos, eran más fuertes unidos que siendo enemigos, la reina Luz firmó un tratado de paz hace diez años para ambos planetas, pero la tortura de una joven por perder el amor de su vida se hacía reflejado en la gran ventana del trono.
Cada gota de lágrima era por él y por el niño que miraba el jugar con la espada que alguien le había obsequiado, la marca de su rostro era bella como una letra K mirando hacia arriba, de cabellos rizados y morena, una digna: Otpieg.
El niño gustoso en aprender a defenderse, como lo fue su padre, un gran guerrero. Ella, sus ojos lagrimosos reflejaban en Luz la metrópolis, no estaba sola observando a su hijo, quien salvó la vida de su hermana mayor, ocultándola de los nicolaítas. Un hombre en traje militar Otpieg tan ajustado estaba con ella, a pantalón, guantes y chamarra negra: el traje militar de cuero del Congreso.
Él tenía sus manos a los costados en señal de respecto a su majestad, la reina del sistema. El rostro del hombre se hacía cubierto por una máscara blanca con la cruz Otpieg tatuada en esta, la reina Luz sabe perfectamente que trata él de ocultar, la deformación de la guerra era la causa en su rostro.
Miró a quien la acompañaba secando sus lágrimas, su piel morena resaltaba en un bronceado por la luz de la ciudad, sus cabellos rizados y negros estaban sueltos, su vestimenta digna de un faraón que mostraba respeto ante todos, la reina más hermosa del sistema entero.
—Mi faraón. Luz. —dijo el hombre sin rostro. —Él tiene diez años. Es la ley que entre cinco a diez años, los hijos de los reyes o líderes supremos deben entrenar supervivencia para crecer dignos de la sangre real o de su sangre noble, y mantener la protección del ser humano. No puede dejar más tiempo, no puede cruzar los diez años, o se condenaría a ser un príncipe cobarde.
El hombre sin rostro caminó a su lado para mirar por la gran ventana al niño que seguía jugando sin pensar en lo que pronto vendría, estaba en los jardines reales, quince pisos debajo de su vista. El pequeño Otpieg se divertía sin percatar lo que su madre planeaba y si lo sabía, tal vez al pequeño no le importaba, quien no desea aprender a pelear a los diez años, a proteger a su familia o seres de igualdad. Humanos, mundos y amigos.
—No está listo. — Luz dejó de llorar mientras una mujer entró al trono, ante la vista de ella y el hombre sin rostro.
La mujer frente a ella no necesita autorización, era un rostro similar a la reina, con su cabello negro y lacio, vestía de blanco, tal cual digna princesa. Su piel morena, un tono más claro que su hermana la reina.
—Los hijos de los reyes y nobles están aquí. — Informó a su hermana, la reina. Isis tenía pena. —Arcry Trollmoss trae a sus hijos, Arcy de seis y Arcry de diez; Andreax Nebulok a su pequeña y única hija, Axtrex de diez; Han Sato mandó con su visir a sus hijos, Are de nueve y Ryan de diez. Están listos, esperando a su faraón. —cambió de tono en su voz para decir lo que pensaba. —Hermana, mi faraón. Luz. Son lo único que tienen.
Luz no podía creer que sus compañeros del congreso cedieran a la ley que fue escrita hace siglos, pensaba que no era correcto enviar a sus herederos un año lejos de ellos. Su hijo era lo único que tenía, había perdido a su hija, enviada al exilio fuera del rastro del enemigo. Había abandonado al amor de su vida para ocultar la verdad, y todo para proteger el poder absoluto (el artefacto) de las manos del mal, de los traidores que incluían a su propia sangre.
Solo pensaba en el hecho de que podría perder a Frerick, la poca supervisión era esencial para completar el duro entrenamiento al que se sometían aquel que deseaba ser un congresista, un guerrero.
—El diamante es igual a su padre. — menciona el hombre sin rostro. —La fuerza de su padre la tiene, la fe de su madre está en él. Sobrevivirán, te lo puedo firmar, estaré ahí por si me necesitan.
—¿Diamante? — preguntó la reina al hombre, quien había apodado a su único hijo que quedaba con ella, sin dudar que sea por cariño.
—Soy su sensei desde hace tiempo, le he tomado cariño. Es tan duro como un diamante. Inquebrantable. El diamante es un objeto muy valioso en la tierra. Es por eso por lo que lo nombre así, pero el diamante se puede formar, cambiarlo de forma; lo haré el hombre más fuerte del universo.