Genoma Bq25

Capítulo I

Aleksander Solovyev

Francia julio año 2**** ( 1 año y 6 meses desde la batalla de la cripta)

El silencio del bosque era demasiado denso, como si los árboles respiraran conmigo, ocultando algo que aún no veía. Abrí los ojos en la penumbra de la cueva y lo primero que sentí fue el peso de Sonya sobre mi regazo. Su respiración era débil, irregular, pero estaba ahí. Viva.

Había cosido su carne con mis manos, y todavía sentía el hilo clavado en mis propios dedos. La herida de su hombro seguía fresca, un recordatorio de que había estado a un segundo de perderla. Si se me hubiera escapado en esa sala… nada me habría detenido de quedarme allí a morir junto a ella.

Me incliné sobre su rostro pálido.

—Sigue respirando… —murmuré. Mi voz era un gruñido. No una súplica, sino una orden.

El lobo dentro de mí rió bajo, satisfecho.

Ella vive porque yo lo permití. Fue mi furia la que la protegió. Y volverá a necesitarme, Aleksander. Cada vez más.

Lo ignoré. Necesitaba concentrarme. Ella estaba demasiado débil y yo demasiado herido, pero mi carne se curaba rápido. La suya no. Yo podía soportar hambre, frío y dolor. Ella no.

Me levanté, dejándola recostada con cuidado sobre un trozo de manta húmeda. Salí de la cueva. El aire estaba cargado de neblina y barro. Olí la vida en el bosque, los corazones pequeños latiendo bajo la tierra, las bestias grandes ocultas entre las sombras. Dejé que el lobo aflorara un instante, lo suficiente para guiarme.

La caza fue rápida. El jabalí chilló apenas un segundo antes de sentir mis garras en su garganta. Lo arrastré de vuelta a la cueva, el cuerpo aún caliente, la sangre marcando mi camino.

Cuando lo dejé en el suelo, Sonya ya estaba despierta. Sus ojos me siguieron, azules pero apagados por la fiebre. No dijo nada mientras destrozaba al animal y lo ponía sobre el fuego improvisado. La carne crujió y el olor llenó el refugio. Yo apenas probé un bocado. El resto era para ella.

Se la di.

—Come. —Fue todo lo que dije.

Ella obedeció en silencio. Necesitaba fuerza, aunque la obtuviera a mordiscos de un cuerpo chamuscado en una cueva perdida.

Me senté contra la piedra húmeda, observando la entrada del bosque. No cerré los ojos en toda la noche. Cada rama que crujía me tensaba el cuerpo. Cada silencio demasiado largo me recordaba que no éramos los únicos respirando allí afuera.

El mapa de los puntos rojos ardía en mi mente. Francia ya estaba hecha pedazos, pero quedaban más. Y lo que encontramos en esas cápsulas no había sido un accidente. No era un error de laboratorio. Era un plan.

Quieren dioses, — murmuró el lobo en mi pecho, — y solo un demonio podrá matarlos.

No respondí.

Giré la cabeza hacia ella. Dormía otra vez, el cuerpo exhausto, la venda empapada de sangre fresca. La fiebre la hacía temblar. Acerqué mi mano a su frente. Caliente. Muy caliente.

Me obligué a no cerrar los ojos. A no escuchar al lobo que me pedía volver a soltarlo para curarla.

No. Esta vez no. Si lo dejo salir por ella, lo perderé todo.

Apreté la mandíbula y murmuré en voz baja, solo para mí, con un filo de acero en cada palabra.

—Mientras yo respire, Sonya, nadie más pondrá sus manos sobre ti. Nadie.

El bosque respondió con un silencio extraño, expectante. Como si algo, o alguien, esperara afuera a que fallara en mi promesa.

El amanecer llegó como una maldición. El bosque estaba empapado de neblina y barro, pero no me importaba. La cargué a medias hasta el claro donde debíamos esperar la extracción. Sonya apenas sostenía su arma con la mano buena; su hombro aún sangraba bajo la venda. Aun así, mantenía la mirada erguida, como si quisiera demostrarme que no estaba rota.

No dije nada. No tenía que hacerlo. La sujeté firme cuando sus rodillas temblaron.

El zumbido grave de rotores nos alcanzó antes de ver la máquina. Un helicóptero negro, sin insignias, emergió entre la bruma, descendiendo como un insecto de hierro. La tierra vibró bajo nuestros pies, levantando hojas y polvo.

Sonya me miró de reojo.

—Son nuestros.

No confiaba en nadie. Ni siquiera en los que ella llamaba nuestros. Apreté mi arma con más fuerza mientras la puerta lateral se abrió y dos soldados nos hicieron señas. Rostros cubiertos, miradas que no mostraban nada.

La subí primero. Su respiración estaba agitada, pero sus ojos seguían vigilantes, desconfiados. Luego subí yo, dejando que el metal frío del fuselaje me tragara.

Dentro olía a aceite quemado y pólvora vieja. Un médico se acercó con un maletín, pero levanté una mano para detenerlo.

—No la toques —gruñí.

El hombre me miró, tragó saliva y retrocedió. Nadie volvió a intentarlo.

El helicóptero se elevó con un rugido, sacudiéndonos en el aire. Me quedé junto a ella, la espalda contra el metal vibrante, mi mano sobre la suya, apretando la venda para frenar la hemorragia. Afuera, los árboles se convirtieron en manchas, y pronto solo quedó el cielo gris.

Sonya se inclinó hacia mí, su voz apenas audible entre el estruendo de los rotores.

—Praga. Ese es el próximo punto rojo. Bajo una central abandonada.

—¿Qué esperamos encontrar? —pregunté.

Ella cerró los ojos por un instante.

—Más incubadoras. Y algo peor. Los archivos de Berlín hablaban de una Fase Final.

El lobo rió bajo en mi pecho, excitado.

Perfecto. Déjalos venir. Deja que corran como ratas en su laberinto y los arrancaremos de raíz.

Yo no respondí.

El viaje fue largo. Sonya se durmió contra mi hombro, agotada. No descansaba realmente. Cada tanto se agitaba, murmurando entre dientes. Yo la sostenía firme, repitiéndome que mientras respirara, no volvería a pasar por ese infierno.

El helicóptero descendió al fin sobre un edificio en ruinas, apenas un esqueleto de hormigón entre la niebla. Las tropas de extracción nos entregaron un vehículo cubierto, viejo, con matrículas falsas. De ahí seguiríamos por tierra.




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