Genoma Bq25

Capítulo II

El aire estaba denso, como si el propio concreto exhalara muerte. Crucé la verja oxidada de la central con pasos lentos, el fusil listo. El silencio era tan perfecto que parecía artificial, como si alguien hubiese apagado al mundo entero a mi alrededor.

—Estás dentro —la voz de Sonya crujió en el auricular, baja y clara—. Recuerda: cada paso cuenta. Esa base estuvo activa hasta hace poco.

No respondí. Solo gruñí, lo suficiente para que supiera que había escuchado.

Avancé entre corredores en ruinas, los tubos de ventilación colgando como intestinos metálicos, los vidrios rotos crujían bajo mis botas. Había carteles en checo, la pintura descascarada, pero algunos llevaban aún el logotipo de World Exploration. No necesitaba leerlos: sabía qué significaban. Dolor. Experimentación. Muerte.

Al doblar un pasillo, mi olfato se tensó antes de que mi vista lo confirmara. Carne podrida. Había cuerpos, no humanos, esparcidos como basura. Restos de criaturas fallidas, sus esqueletos deformes aún con pedazos de carne pegados, mordidos entre sí. Un festín de monstruos devorando a monstruos.

Nuestra familia rota… — murmuró el lobo dentro de mí, con un tono casi melancólico.

—Aleksander, concéntrate —dijo Sonya en mi oído, como si hubiera escuchado el rugido interno—. Tienes movimiento a cien metros, térmicas activas en el mapa.

Apreté el fusil y avancé más rápido.

Los primeros guardianes me esperaban detrás de una puerta blindada. Humanos. Armados. Soldados al servicio de la empresa. Uno de ellos no alcanzó a girar del todo cuando le destrocé la tráquea con un golpe seco. El otro gritó, y su eco se perdió en la garganta de mi cuchillo cuando se la abrí de lado a lado.

La sangre aún goteaba por mi brazo cuando Sonya volvió a hablar.

—Avanza, rápido. Esa alarma no tardará en llegar a alguien.

El pasillo se estrechaba. Encontré trampas: sensores, placas de presión, incluso un cable tendido a lo largo del suelo. Viejas, improvisadas, pero letales. Salté, me agaché, corté. Mi cuerpo sabía qué hacer. Mi instinto me guiaba, afinado por años de dolor y entrenamiento.

Y entonces, el zumbido. No humano.

Unas compuertas al fondo del pasillo comenzaron a abrirse. Del interior emergieron las nuevas criaturas: más altas, la piel tensa sobre huesos alargados, los ojos sin pupilas, brillando en la penumbra. No eran como los fallos que dejaban morir en jaulas. Estos habían sido diseñados para cazar.

El lobo en mí rugió, excitado.

Déjalos. Déjame.

Apreté los dientes, bajando la respiración al mínimo.

—Sonya —susurré al auricular—, los veo.

—Cuenta.

—Cinco. No, seis.

Hubo un silencio, un ruido de teclas al otro lado. Luego, su voz firme.

—Flanquea a la derecha, columna de soporte. Hay una línea de energía conectada. Si la cortas, todo ese sector queda a oscuras.

La obedecí, mis pasos silenciosos como un depredador. La oscuridad me recibió, y con ella la ventaja. El primero cayó cuando mi brazo atravesó su pecho, sintiendo cómo sus costillas se partían bajo la fuerza. El segundo chilló como un cerdo y lo partí por la mitad contra el acero de la pared.

Pero los otros no eran tan torpes. Saltaron, garras brillando bajo la luz tenue. Me lanzaron contra el suelo, sus fauces abiertas cerca de mi garganta.

El lobo rugió, destrozando mis costillas desde adentro. Dejé de contenerlo. Solo un poco. Lo suficiente.

Mis músculos ardieron, mis huesos crujieron. Mis ojos vieron rojo.

Los arranqué de encima como si fueran muñecos de trapo. Uno chilló antes de que mi mandíbula se cerrara en su cuello y lo desgarrara. El otro se quebró bajo mi peso, sus huesos astillándose en mis manos.

El silencio volvió, roto solo por el sonido de mi respiración y el goteo de la sangre en el suelo.

—Aleksander… —la voz de Sonya era un susurro en mi oído—. Te escuché rugir.

No contesté de inmediato. Me limpié la boca, saboreando aún el hierro caliente.

—Estoy bien —mentí.

El pasillo me tragaba más hondo con cada paso, como si la central fuera un estómago de acero oxidado que se cerraba tras de mí. El olor a ozono quemado se mezclaba con sangre fresca, pegándose en mi lengua. El auricular crepitaba en mi oído.

—Aleksander… ¿me oyes?

—Sí —respondí en seco, limpiando la hoja de mi cuchillo con la manga—. Estoy dentro.

Un silencio breve, apenas una respiración rota. Luego su voz otra vez, más tensa, más contenida.

—No pares. Ya estás cerca del núcleo.

La señal se cortó con un chasquido estático.

Me detuve en seco.

—Sonya. Repítelo.

Nada. Solo el eco de mi propia voz en el corredor vacío.

El lobo se agitó, gruñendo.

Nos la están arrancando. Alguien la toca mientras no estamos. Sangre. ¡Sangre!

Respiré hondo, forzándome a avanzar. Sabía que ella estaba en manos de los médicos. Sabía que necesitaba tratamiento. Pero la idea de ella soportando dolor, sola, con extraños, mientras yo me arrastraba por estas ruinas… me destrozaba.

Un sonido eléctrico me devolvió al presente. Un zumbido. El corredor se iluminó con luces rojas intermitentes. Puertas de contención comenzaron a abrirse a ambos lados.

Cápsulas.

El vapor salió como un aliento caliente desde las grietas metálicas. Las sombras se movieron en su interior antes de que siquiera pudiera alzar el arma.

Y justo ahí, su voz volvió, desgarrada, como si cada palabra le costara un pedazo de carne.

—Aleksander… no… no dejes… de avanzar…

Me detuve, el pulso ardiéndome en la sien.

—¿Qué está pasando contigo?

Un gemido sofocado. El golpeteo de instrumentos metálicos al otro lado de la transmisión.

—Están… limpiando la herida… extrayendo fragmentos… —jadeó fuerte, como si alguien hubiera hundido algo en su carne—. Escúchame, no pares. Si te detienes… todo esto será en vano.

Apreté los dientes con tanta fuerza que sentí un sabor metálico en la boca.




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