Genoma Bq25

Capítulo III

La tierra retumbaba, las luces explotaban en cascadas. Atravesé la última compuerta partiéndola de cuajo, y el aire frío de la superficie me golpeó el rostro. El mundo afuera ya vibraba con los temblores de la autodestrucción.

Un vehículo me esperaba unos metros más allá. No un transporte militar, sino una vieja ambulancia blanca sin insignias, su motor al ralentí, las puertas traseras abiertas.

Dentro, la vi.

Sonya estaba recostada en una camilla, vendada, los médicos trabajando sobre su hombro bajo la luz mortecina de lámparas portátiles. Aun así, sus ojos se abrieron apenas me sintió entrar, encendiéndose al verme cubierto de ceniza y sangre.

Me lancé hacia ella, apartando con brusquedad a uno de los asistentes. Apreté su mano, aún fría por la pérdida de sangre.

—Volviste… —susurró, con una sonrisa rota.

—Nunca lo dudes —le respondí, la voz grave, el lobo ronroneando en mi interior, saciado por la masacre y la certeza de que ella estaba viva.

El conductor gritó algo en ruso, y la ambulancia arrancó justo cuando la central explotó detrás de nosotros. El cielo se tiñó de fuego anaranjado, un trueno seco sacudió la tierra. La clínica improvisada en la que ella me esperaba sobreviviría solo en ruinas; la base, en cambio, había dejado de existir.

Yo no aparté los ojos de ella. Y mientras el mundo ardía a nuestras espaldas, supe que cada punto rojo nos llevaría a horrores peores… y que yo no dejaría que Sonya enfrentara ninguno sola.

No hubo tiempo para quedarnos, en cuanto los temblores de la explosión alcanzaron la superficie. Los médicos apenas tuvieron margen para estabilizarla: suturas rápidas, vendajes empapados, suero en el brazo. Nos detuvimos cerca de la ciudad, una camioneta sin distintivos nos esperaba afuera.

Nadie habló durante el trayecto; solo el zumbido del motor y la respiración entrecortada de Sonya, que apretaba los dientes para no quejarse. Yo le sostenía la mano con firmeza, y cada vez que su pulso flaqueaba, sentía el rugido del lobo crecer dentro de mí.

Ella es nuestra. No dejes que nos la arrebaten. Es nuestra, Aleksander. Nuestra.

El aeropuerto improvisado era apenas una pista de asfalto cuarteado en medio de la nada, iluminada por un par de reflectores portátiles. El avión era pequeño, un bimotor con pintura descascarada, pero lo suficientemente rápido para sacarnos de allí.

La subí yo mismo, ignorando a los pilotos que intentaban ayudar. La llevé en brazos, como si el más leve roce del mundo pudiera romperla. Sonya se recostó contra mi pecho, débil pero consciente.

—No tenías que cargarme como si fuera… —intentó decir, pero el hilo de voz se quebró.

—Cállate —le ordené en seco, acomodándola en el asiento—. Habla solo cuando duela menos.

Sus labios se curvaron en una sonrisa suave, agotada.

—Siempre tan amable…

El avión despegó con un rugido grave, sacudiéndose mientras dejaba atrás la tierra en llamas. Por la ventanilla, vi el resplandor final de la explosión tragarse la clínica y el punto rojo en el mapa. Una menos. Pero el mapa aún sangraba con demasiados más.

Ella se quedó dormida en cuestión de minutos, agotada, la frente apoyada contra mi brazo. Me quedé observando su rostro bajo la luz débil de la cabina, cada respiración suya como un recordatorio de por qué seguía vivo.

El lobo susurró de nuevo, esta vez más claro, más íntimo.

Ella es nuestra. Nuestra hembra. Nuestra sangre. La cuidaremos hasta el último aliento. Nadie más. Solo nosotros.

Apreté los dientes, luchando contra la sensación animal que me arrastraba hacia lo primitivo. Pero no lo negué. No podía.

Porque mientras la sentía temblar contra mí, con sus cicatrices frescas, con el olor a su sangre mezclándose aún en mi memoria, yo también sabía que era verdad.

El avión atravesó la noche, rumbo al siguiente punto rojo. Y en ese silencio, mientras ella dormía y yo mantenía los ojos fijos en la oscuridad, el lobo sonrió dentro de mí.

El avión aterrizó en medio de la nada. Una pista clandestina marcada en el mapa, rodeada de bosques que parecían tragarse la poca luz de la madrugada. El aire olía a humedad y óxido, cargado de ese silencio tenso que precede a la violencia.

Bajé primero, con el fusil en la espalda y los sentidos en alerta. Después ayudé a Sonya, que caminaba apoyada en mí, su herida aún fresca pero sus ojos encendidos con esa terquedad que la mantenía de pie.

Frente a nosotros, apenas a unos kilómetros, se erguía el nuevo objetivo: una instalación semioculta bajo el terreno. Desde arriba se veía como un búnker abandonado, pero los sensores que Sonya había hackeado confirmaban lo contrario: actividad, energía, guardias. Otro nido. Otro punto rojo.

Ella se detuvo, respirando con dificultad, pero sus dedos apretaron mi brazo.

—No puedes entrar de frente… esta vez no.

—¿Y cómo sugieres que lo haga? —gruñí, barriendo con la mirada el horizonte. Ya podía olerlos: humanos y algo más. Carne mezclada con químicos, sangre reciclada, el hedor de incubadoras.

—Sótanos de ventilación —dijo, señalando un mapa en su tableta. —Conducen directo al núcleo de pruebas. Yo puedo guiarte desde aquí… pero tendrás que bajar solo.

La idea me golpeó con fuerza. Dejarla atrás, otra vez. El lobo rugió de inmediato, agresivo.

No. No sin ella. Siempre con nosotros.

—No —le respondí en seco, sacudiendo la cabeza—. No pienso dejarte aquí mientras yo me meto en la boca del infierno.

Sonya levantó el mentón, desafiante, a pesar de su palidez.

—No me estás dejando, Aleksander. Te estoy cubriendo. —Alzó la tableta, temblando un poco, pero firme—. Déjame ser tus ojos.

Sentí el calor subirme al pecho, mezcla de rabia y miedo. No quería separarme de ella, ni un segundo. Ya había escuchado su grito una vez, y todavía me quemaba en la memoria.

Pero su mirada me sostuvo, limpia, decidida.




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