El contador seguía latiendo en rojo en mi cabeza. 09:54… 09:53.
Cada segundo era un disparo en el cráneo.
El búnker se derrumbaba a mi alrededor. Corrí. El humo me cegaba, el suelo se partía bajo mis pies, las alarmas aullaban como hienas, y el lobo empujaba mis músculos más allá del límite, mientras mi corazón bombeaba como si fuera a estallar.
— Más rápido. Ella espera.
No podía detenerme. No podía.
Los pasillos se desplomaban, los cuerpos semiformados se arrastraban fuera de cápsulas abiertas, chillando con voces que no pertenecían a nada humano. Los destrocé sin pensarlo: garras contra carne, huesos quebrados bajo mis manos. Ni siquiera reduje la marcha. Solo corrí.
06:21.
El aire cambió. Más frío, más abierto. El túnel de salida me llevó directo a la superficie, donde la noche me recibió con su aliento helado. Y allí estaba: el avión, con las hélices encendidas, rugiendo como un corazón metálico dispuesto a volar.
La escotilla estaba abierta.
Y ella me esperaba.
Sonya estaba recostada en un asiento, la piel sudorosa, pero sus ojos estaban fijos en la oscuridad, buscándome. La radio en su mano temblaba, aún apretada contra su oído.
—Aleksander… —su voz llegó antes de que pudiera alcanzarla.
—Estoy aquí —gruñí, subiendo la escalerilla de un salto, el olor a pólvora y su sangre mezclándose en mi nariz.
Me desplomé de rodillas frente a ella, tomándole la mano con la mía, aún cubierta de sangre ajena. Ella la apretó con lo poco que le quedaba de fuerza.
Detrás de mí, la tierra rugió. El búnker explotó con un bramido de fuego, levantando una columna de ceniza que iluminó todo el horizonte. El avión se sacudió con la onda expansiva, pero no me moví. Mis ojos estaban clavados en los suyos.
Sonya sonrió, pálida, exhausta, con los labios temblando.
—Sabía que volverías.
El lobo gruñó dentro de mí, satisfecho, como un animal que ha recuperado lo suyo.
—Siempre vuelvo a ti —murmuré, acariciando su rostro con dedos ensangrentados.
El piloto gritó algo sobre despegar, pero para mí todo se reducía a un único hecho: la tenía conmigo, viva, aunque el mundo se estuviera derrumbando alrededor.
El avión aceleró por la pista improvisada, alejándonos del infierno que quedaba atrás. Yo seguía de rodillas, sin soltarla, con el rugido del motor y el lobo repitiéndome al oído, una y otra vez.
— Nuestra. Siempre nuestra.
El avión se sacudía con cada ráfaga de viento, como si los cielos mismos quisieran derribarnos. El rugido de los motores llenaba la cabina estrecha, pero para mí todo era silencio. Solo existía ella.
Sonya respiraba con dificultad, recostada en los asientos de cuero gastado. El vendaje de su hombro ya estaba empapado, la sangre fresca filtrándose poco a poco. La acomodé con cuidado, metiendo mi brazo bajo su espalda y levantándola lo suficiente para ajustar las vendas. Su cuerpo temblaba, frágil, pero sus ojos seguían abiertos, obstinados en permanecer despiertos.
—Descansa —le dije en voz baja, casi una orden.
—No quiero dormir… —murmuró, la voz quebrada—. ¿Y si no despierto?
Me incliné sobre ella, mis ojos clavándose en los suyos.
—Despertarás. Porque no voy a dejar que nada te lleve.
El lobo rugió en mi interior, fuerte, posesivo, como un eco de mis palabras.
— Nuestra hembra no muere. No aquí. No ahora. Es nuestra, Aleksander. Nuestra para proteger. Nuestra para cuidar. Nuestra.
Me odiaba por lo mucho que coincidía con esa voz.
La cubrí con mi chaqueta, el olor a sangre y pólvora impregnado en la tela, y me quedé a su lado, sentado en el suelo estrecho, mis rodillas dobladas, la cabeza apoyada en el asiento junto a ella. No podía permitirme cerrar los ojos, no podía dejar que la fragilidad del cansancio me venciera. Si ella se hundía, yo tenía que estar allí para arrastrarla de regreso.
Su mano buscó la mía en medio del temblor del avión. La encontré y la sostuve. Sus dedos eran débiles, pero apretaron lo suficiente como para recordarme que aún estaba conmigo.
—Aleksander… —susurró.
—¿Qué?
—Cuando… dejaste que llegara a la verdad, cuando me permitiste entrar a la cripta... —Sus palabras eran cuchillas envueltas en ternura. Sus ojos, aún cargados de fiebre, brillaban con algo más que dolor—. Vi cómo te rompieron.
Me quedé helado, apretando los dientes. Los recuerdos se abrieron paso como vidrios rotos en mi mente: la sierra, las cadenas, la sangre que nunca dejaba de brotar.
El lobo aulló, furioso, y tuve que cerrar los ojos para no perderme en ese rugido.
—No hables de eso —gruñí, más para protegerla que para protegerme.
Ella ladeó la cabeza, apenas un gesto, pero lo suficiente.
—No eres solo lo que hicieron de ti, Aleksander. No lo eres.
No supe qué responder. Lo único que hice fue apretar su mano más fuerte, como si pudiera arrancar esas palabras de su boca y guardarlas dentro de mí, donde nadie más pudiera tocarlas.
El avión siguió rugiendo, alejándonos más y más de la tierra quemada. El próximo punto rojo estaba lejos, mucho más que los anteriores. Eso significaba tiempo. Tiempo para que ella respirara, para que su cuerpo se recuperara aunque fuera un poco.
Yo me quedaría de guardia. No importaba cuánto durara el vuelo. No importaba si mis ojos ardían o si el lobo exigía más sangre. Mientras Sonya respirara junto a mí, todo lo demás podía esperar.
La miré mientras finalmente se rendía al sueño, su rostro relajado bajo la sombra de las luces parpadeantes del avión. Y el lobo, por una vez, no rugió. Solo murmuró en lo más profundo:
– Nuestra. Para cuidar.
El rugido de los motores se había convertido en un canto hipnótico. Cada vibración del fuselaje se filtraba en mis huesos como un eco interminable. Había prometido no dormir, mantener la guardia hasta que Sonya despertara del todo, hasta que estuviera más fuerte. Pero el cuerpo no perdona, y menos el mío, cargado de cicatrices y batallas recientes.