El corredor me llevó directo a una puerta blindada. El acero estaba marcado con símbolos de advertencia: BIOSEGURIDAD. El lobo gruñó en mi pecho, excitado, así que empujé con toda mi fuerza. El metal cedió, chirriando como un animal herido.
La sala de control era un santuario profano de luces y máquinas. Consolas parpadeando en rojo, pantallas mostrando lecturas de incubadoras, cifras que me hablaban de horrores aún sellados. Caminé directo al núcleo central, mis pasos dejando huellas ensangrentadas en el suelo.
Los dedos bailaron torpemente sobre el teclado. No era mi terreno, pero Sonya me lo había explicado: el protocolo de autodestrucción estaba incrustado en el sistema, diseñado como última medida en caso de fuga. Y yo iba a forzar esa medida.
—Aquí estoy —gruñí en el auricular—. Voy a encender el infierno.
La voz de Sonya llegó débil, pero firme:
—Hazlo. No dejes nada en pie, Aleksander.
Teclas presionadas. Alarmas. Una voz sintética anunció en ruso:
— Autodestrucción iniciada. Diez minutos para colapso estructural.
El lobo aulló dentro de mí, complacido.
Pero entonces lo escuché.
Un crujido húmedo. Un arrastre. Algo que no era máquina.
Giré la cabeza.
En la esquina más oscura de la sala, una cápsula mucho más grande que las otras se abrió con un siseo que llenó el aire de vapor blanco. La escarcha se desprendió de la superficie, y algo salió.
No era como los demás. Era más alto que yo, el torso ancho cubierto de cicatrices y placas óseas que parecían armadura. Sus brazos terminaban en garras que parecían cuchillas curvas, y su rostro… su rostro apenas era humano, con un cráneo alargado, dientes que sobresalían como dagas, y unos ojos brillando de un dorado enfermizo.
— Sangre nueva. Fuerte. Déjamelo. Déjame destrozarlo.
El lobo rugió con fuerza en mi interior. Yo sonreí con los dientes apretados.
—Un guardián… claro que tendrías uno.
No me dejó tiempo. Se abalanzó sobre mí con un rugido gutural, la garra atravesando la consola donde un segundo antes estaba mi cabeza. Chispas saltaron, y la voz sintética repitió la cuenta regresiva: 09:35.
Lo golpeé en el pecho con ambas manos, lanzándolo contra una de las paredes metálicas. El impacto dobló el acero, pero la criatura se levantó de inmediato, gruñendo, su sangre negra chorreando pero regenerándose rápido. Como yo.
Choque brutal. Garras contra garras, dientes contra huesos. Sus golpes eran martillos, los míos cuchillas. Me destrozó el hombro izquierdo de un tajo, la sangre me empapó el brazo, pero no me detuve. Le mordí el cuello, arranqué un pedazo de carne, y lo escupí en el suelo.
07:12.
El tiempo corría, el mundo temblaba, y yo seguía luchando. Cada golpe era un rugido, cada herida un recordatorio de lo que era. El lobo me inundó, sanando a la fuerza, quemando mis venas para que no cayera.
La criatura me sujetó del torso y me estampó contra la consola, el aire escapando de mis pulmones. Intentó hundir su garra en mi cuello, pero la detuve con ambas manos, las venas de mis brazos ardiendo.
Grité, más animal que humano, y con un esfuerzo brutal le partí el brazo de un tirón. El hueso crujió, un estallido húmedo llenó la sala. El guardián chilló, pero aún así me mordió el costado, sus colmillos atravesándome hasta el hueso.
La sangre brotó en un chorro caliente, pero no sentí miedo. Solo furia.
— Mátalo. Rómpelo. Ahora.
El lobo rugió conmigo. Con ambas manos tomé su mandíbula y tiré hacia lados opuestos. Resistió un instante… y luego cedió. Su cráneo se partió en dos bajo mi fuerza, un chorro de sangre negra bañándome entero.
El guardián se desplomó a mis pies, inerte.
04:28.
El sistema seguía contando. Las luces parpadeaban con locura. La sala de control era ya una tumba de acero a punto de estallar.
Me tambaleé, la sangre corriendo por mi costado, pero no había tiempo. No podía caer.
Me arranqué del suelo y corrí hacia la salida. Afuera, Sonya me esperaba. Afuera, el avión rugía.
El lobo aullaba dentro de mí, empujándome hacia adelante.
No había dolor. No había cansancio.
Solo ella.
El rugido de la alarma era un latigazo constante en mis oídos.
03:59.
Las luces rojas parpadeaban como pulsos de sangre en los pasillos mientras corría. El aire estaba cargado de polvo y humo, cada respiración ardía en mis pulmones. El suelo temblaba bajo mis botas, presagio de la explosión inminente.
Pero no estaba solo.
Las cápsulas desperdigadas en los corredores empezaron a abrirse. Primero un silbido, luego el crujido del vidrio estallando. Criaturas tambaleándose, gruñendo, arrastrando garras por el metal. Sus ojos brillaban en la penumbra como brasas amarillentas.
Una de ellas se lanzó desde el techo, cayéndome encima. Sus fauces se cerraron en mi hombro ya destrozado, desgarrando carne. Rugí y la estampé contra el muro, reduciéndola a masa sanguinolenta. No me detuve. No podía.
03:11.
Otro grupo emergió más adelante, cuatro cuerpos deformes bloqueando el pasillo. No había tiempo para pelear con todos.
— Suéltame. Déjame correr. Déjame destrozarlos y llegar a ella.
El lobo empujaba con fuerza, sus zarpas rascando mi interior, su aliento caliente quemándome la garganta. Cerré los ojos un instante y lo dejé salir.
El mundo cambió.
Mi cuerpo se desgarró desde dentro, los huesos crujieron, los músculos se expandieron como látigos vivos. La piel ardió y se abrió en lugares, dejando escapar vapor sangriento. Sentí mis ojos encendidos como brasas, mis colmillos rozando mi lengua.
Y corrí.
Corrí como una bestia, mis garras destrozando a las criaturas sin detenerme. Uno fue abierto en dos de un zarpazo, otro fue arrojado contra el techo con tal fuerza que se partió en pedazos. No era una pelea. Era una estampida sangrienta.
El suelo temblaba con mis zancadas, las paredes explotaban a mi paso con cada choque. Las alarmas gritaban junto conmigo.