El vehículo negro me dejó en una pista secundaria, apenas iluminada por faros oxidados que parpadeaban como luciérnagas moribundas. No había emblemas, ni guardias visibles, solo un hangar y dentro de él un avión pequeño, rugiendo con el motor encendido, listo para devorar la distancia que me separaba del siguiente punto rojo.
El piloto no habló. Ni siquiera me miró. Solo asintió hacia la rampa trasera, donde ya habían preparado el equipo: un paracaídas, un fusil, municiones, y una bolsa negra con provisiones mínimas.
Tomé el encriptador del maletín y me lo aseguré al cinturón. El auricular parpadeó con una luz débil, buscando señal. Una voz estática, femenina, rompió el silencio.
—Aquí control. Informe de situación, 09A.
Cerré los ojos un segundo. La forma en que me llamaban… como si fuera solo un número más en su tablero. Pero al otro lado, en alguna parte, Sonya dormía, respiraba, luchaba contra la fiebre. Y aunque ella no hablara aún, yo fingía que la voz metálica era suya.
—En ruta —respondí. Mi voz sonó más áspera de lo que esperaba, como si aún llevara fuego en la garganta.
El avión despegó en segundos, sacudiendo mi cuerpo contra los arneses. Afuera, la ciudad se convirtió en un mar de luces que se desvanecía rápido en la oscuridad de la noche. Moscú quedó atrás. Yo también.
Durante horas solo escuché el rugido del motor y mis propios pensamientos royéndome como ratas. Cada tanto, el lobo empujaba desde dentro, recordándome que aún llevaba su hambre en las venas, que tarde o temprano necesitaría salir.
Finalmente, el piloto levantó una mano y señaló la luz verde parpadeando sobre la rampa.
—Zona de lanzamiento en tres minutos.
Me acerqué al borde, ajusté el paracaídas y el fusil a mi espalda. Afuera, lo único que se veía era la negrura de un bosque interminable, cortado por montañas que parecían dientes. Allí abajo estaba el siguiente punto rojo. Allí abajo me esperaba el siguiente infierno.
La voz del encriptador volvió, mezclada con estática.
—Escuche. La base está construida bajo tierra, sin acceso aéreo. No hay pista, ni camino directo. En una de las salidas secundarias, organizamos transporte para usted. Una motocicleta, escondida bajo lonas al este de la instalación. Use ese vehículo para moverse y llegar al punto de extracción.
—¿Dónde? —gruñí.
—Coordenadas ya transmitidas al encriptador. El equipo de extracción lo esperará en el valle este, pero solo tendrá diez minutos de ventana. Si no llega… el punto rojo queda sellado con usted adentro.
Sonreí sin humor. Una amenaza envuelta en protocolo.
—Entendido.
La luz se volvió verde. El piloto no dijo nada. Yo tampoco. Solo salté.
El aire me devoró en un instante. El rugido del motor quedó atrás, y el silencio absoluto del cielo se rompió contra mi cuerpo. El viento helado me cortaba la cara, empujándome hacia la tierra con la violencia de una bala. Las montañas se acercaban rápido, negras, inmensas, como si quisieran aplastarme.
Abrí el paracaídas en el último segundo. El golpe casi me arrancó los hombros, pero el descenso se estabilizó, y la silueta de los árboles me recibió como lanzas. Aterricé rodando, mis botas hundiéndose en la nieve húmeda.
Me levanté, jadeando, el paracaídas enredado en las ramas. Lo corté con un cuchillo y me puse en marcha hacia el este.
El auricular vibró una vez más, con un eco tenue. Esta vez no era control. Era una voz más suave, más rota.
—Aleksander… —un susurro apenas audible. Era Sonya.
Me quedé inmóvil. El lobo gruñó bajo, como reconociéndola.
—Estoy aquí —dije en voz baja, aunque sabía que ella apenas tendría fuerzas para escuchar.
Silencio. Luego, solo un jadeo ahogado, como si el dolor le robara las palabras.
Apreté los puños y caminé más rápido hacia las coordenadas. Entre la nieve, finalmente vi lo que buscaba: un montón de lonas verdes, apenas visibles entre las rocas. Las aparté y allí estaba: una motocicleta de guerra, negra, con el tanque de gasolina lleno y las llaves ya puestas.
Monté sobre ella, el motor rugió con un bramido que me recordó al lobo. Apreté el auricular contra mi oído y murmuré.
—Sonya, escucha. Yo acabaré con esto. Tú… solo mantente viva.
El viento helado me golpeó la cara cuando aceleré hacia la montaña. Y bajo el rugido del motor, escuché al lobo susurrar una vez más.
— Corre. Sangra. Quema. Ella nos espera.
El motor de la motocicleta rugió en la garganta de la montaña hasta que encontré lo que buscaba: una grieta apenas visible en la roca, oscurecida por la nieve y el musgo, lo bastante estrecha para obligar a cualquiera a agacharse. No era una entrada oficial. Era una herida en la piedra.
Apagué el motor y lo cubrí con ramas secas. El silencio que quedó después fue brutal, tan denso que parecía tener peso.
Me ajusté el fusil, respiré hondo, y avancé hacia la grieta.
La entrada estaba cubierta por una compuerta metálica semienterrada. La pintura se había descascarado, pero aún llevaba el logotipo: World Exploration. El mismo que había marcado cada uno de mis tormentos.
Forcé la palanca lateral. Crujió, oxidada, y la compuerta se abrió con un gemido metálico que retumbó como un grito en el túnel. Un aire helado salió de allí, mezclado con el olor agrio del formol y la sangre seca.
Entré.
La oscuridad era absoluta. El lobo gruñó bajo, excitado por la caza. Avancé con pasos silenciosos, el fusil por delante. Las paredes de roca pronto dieron paso a pasillos de hormigón, húmedos, manchados con vetas negras. El eco de mis pasos sonaba como si alguien más me siguiera.
El encriptador vibró en mi cinturón. Toqué el auricular. Una voz débil, quebrada.
—Aleksander… estás adentro…
Era Sonya. Apenas un susurro, pero suficiente para encenderme las entrañas.
—Sí. Duerme. —Le mentí con la calma que no tenía—. Yo me encargo.