Genoma Bq25

Capítulo VII

Sonya Romanov

Moscú Octubre año 2**** ( 1 año y 9 meses desde la batalla de la cripta)

Lo escuché.

Su voz entre la estática, rota, cargada de sangre y fuego.

—Aleksander… —susurré su nombre antes de pensarlo, antes de recordar que no debía mostrar debilidad frente a los médicos que aún vigilaban mi recuperación en Moscú.

Pero ya no importaba. La voz había atravesado todo: el dolor de mi hombro, la fiebre que aún ardía en mis huesos, la frialdad quirúrgica de la clínica.

Lo sentí.

Cada explosión que devoró aquella montaña helada retumbó dentro de mí, como si el infierno no hubiera consumido un valle lejano, sino mi propia carne. Mi respiración se cortó, y tuve que sostenerme contra la camilla para no caer. El auricular casi se me escapó, pero lo apreté con los dedos hasta que dolió.

—Aleksander… ¿sigues ahí?

Silencio.

Solo el eco de su jadeo al otro lado, mezclado con el rugido de motores y el batir frenético de hélices.

Lo imaginé colgando de ese cable de acero, con la montaña partiéndose detrás de él, el lobo rugiendo en su sangre. Y comprendí que había sobrevivido, pero a un precio. Porque no escuché a un hombre. Escuché a un animal satisfecho de la caza, reclamando la victoria en un mar de cadáveres.

El encriptador volvió a crujir.

—Nido… destruido —dijo al fin, su voz más gruñido que palabra. Luego, silencio otra vez.

Me llevé la mano al pecho, intentando calmar el tambor de mi corazón. No lo logré. No había calma posible.

Nueve.

Nueve puntos rojos quemados.

Quedaba uno. El último.

Apoyé la frente contra la ventana helada. Afuera, Moscú seguía igual de fría, indiferente, como si no supiera que el destino del mundo colgaba de un hombre que no debería haber sobrevivido nunca.

Yo había visto sus cicatrices, su transformación, su condena.

Había visto la Cripta.

Y cada noche la volvía a ver en sueños, pero ahora ya no era Aleksander el que gritaba en esas mesas de tortura. Era yo.

Despertaba empapada, temblando, con la certeza de que si él caía, yo también sería arrastrada a esa oscuridad.

—No puedo quedarme aquí —murmuré, apenas un hilo de voz.

Me aparté de la ventana. El hombro herido me ardía al moverme, pero no importaba. Ordené al personal preparar transporte. Uno de mis oficiales dudó, intentó recordarme que debía permanecer en reposo. Lo callé con una sola mirada.

No iba a permitir que Aleksander enfrentara el último punto rojo solo. No otra vez.

El avión ligero estaba listo en pocas horas. Sus turbinas desgarraron el silencio de la noche cuando subí a bordo. El dolor era una lanza clavada en cada músculo, pero el miedo era peor. Miedo de llegar tarde, de que el décimo punto rojo me recibiera con cenizas en lugar de con su silueta.

El encriptador vibró en mi mano. Lo acerqué a mi oído, el corazón en un puño.

—Sonya… —su voz, apenas audible, casi un suspiro.

Cerré los ojos, tragándome las lágrimas que amenazaban con quebrarme.

—Estoy en camino —le dije, con toda la firmeza que mi cuerpo quebrado pudo reunir—. No vas a terminar esto solo.

El piloto anunció que levantaríamos vuelo. Yo me acomodé como pude en el asiento, sujetando el auricular con fuerza.

El último punto rojo esperaba.

Y si era el infierno lo que ardía allí, lo atravesaríamos juntos.

Nueva York.

Nunca creí que la última cicatriz del mapa estuviera allí, latiendo en el vientre de la ciudad que jamás duerme.

El avión descendió entre nubes grises, y mi reflejo en la ventanilla me devolvió la imagen de una mujer que ya no era la misma que entró en esta guerra. Mis ojos tenían la sombra de la Cripta, mi piel aún guardaba la huella de las garras que me desgarraron el hombro. El dolor era un recordatorio de que estaba viva, pero también de que el tiempo se agotaba.

El encriptador zumbaba a veces, interrumpido por estática y jadeos. No siempre eran palabras claras, pero reconocía la cadencia: Aleksander. Seguía moviéndose, seguía matando, seguía resistiendo.

Y yo… yo solo podía correr detrás de su sombra, temiendo que, para cuando lo alcanzara, ya no quedara nada humano en él.

Cuando pusimos pie en tierra, el aire de Nueva York me golpeó distinto al de Moscú. No era el frío del acero soviético, sino el hedor de una herida abierta: humo, gasolina, y algo más… algo rancio, casi orgánico, que se mezclaba con el rugido distante del tráfico. El caos de la ciudad disfrazaba el olor de la podredumbre, pero yo lo sentía. Como si la sangre misma de la urbe estuviera contaminada.

El punto rojo estaba marcado bajo Manhattan. No un simple laboratorio. No un complejo aislado en una montaña perdida. No.

Aquí, la guarida se escondía bajo millones de vidas, bajo la piel de la ciudad que brillaba en la superficie mientras el infierno se gestaba en sus entrañas.

—General —me dijo uno de mis oficiales, entregándome un maletín con planos filtrados—. Lo llaman “El Arca”. Una red de túneles bajo Wall Street. Creemos que es el núcleo central de la operación de World Exploration.

El Arca.

Un nombre que olía a ironía. No a salvación, sino a preservación de horrores.

Abrí el maletín, estudiando las rutas de acceso, pero mi mente se desvió cuando el encriptador volvió a chirriar.

—Sonya… —su voz. Quebrada, rugosa, pero viva.

Contuve el aliento.

—Aleksander. Estoy en Nueva York.

Una risa seca, casi un gruñido.

—Lo sé. Te huelo en el aire. Esta ciudad apesta, pero tu olor corta todo lo demás.

El lobo hablaba en él, lo reconocía. Y aun así, un estremecimiento me recorrió el cuerpo.

—No entres sin mí —le pedí, mi voz temblando entre la orden y la súplica—. Déjame llegar.

Un silencio breve, roto por el crujido de sus dientes al apretarlos.

—No prometo nada —respondió. Y la comunicación se cortó.

Me quedé helada. El miedo me golpeó en la boca del estómago, pero la furia lo cubrió rápido. No había cruzado la Cripta, no había visto los videos, ni cargado su nombre en mis pesadillas cada noche para que me dejara fuera en el último instante.




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