El pasillo descendía en espiral, angosto y húmedo, como si me llevara directo al estómago de un monstruo.
El aire era tan denso que cada respiro quemaba. El olor a óxido y carne abierta se mezclaba con algo más… un hedor eléctrico, como si la misma energía del lugar estuviera podrida.
Y entonces lo escuché.
Un golpe seco, metálico, seguido por un rugido que me atravesó el pecho. No era humano. Ni tampoco era solo Aleksander. Era el lobo dentro de él, liberado sin cadenas.
El eco de las criaturas respondió con chillidos, un coro de garras raspando el acero, huesos quebrándose, carne desgarrada.
Mis pasos se detuvieron sin que yo lo ordenara. Los soldados que me acompañaban se miraron, pálidos, y uno de ellos murmuró:
—¿Qué demonios…?
No contesté. Mi garganta estaba seca. Mi corazón golpeaba como un tambor en una procesión fúnebre.
Avancé.
El ruido aumentaba a cada metro: disparos, crujidos húmedos, explosiones sordas. La violencia estaba tan cerca que podía sentirla en la piel.
Y entonces llegamos, al punto donde el pasillo se abría en una galería gigantesca, iluminada por lámparas de emergencia parpadeantes. No era una sala de control. No era un laboratorio. Era una cripta industrial, un hangar de horrores.
Las cápsulas estaban abiertas.
No una, no diez. Cientos.
El suelo estaba cubierto de cuerpos, algunos aún convulsionando, desgarrados en pedazos imposibles de identificar. Paredes enteras estaban manchadas con sangre fresca, goteando en hilos que caían sobre charcos negros.
Y en el centro…
Aleksander.
O lo que quedaba de él.
Estaba cubierto de sangre hasta el torso, los ojos brillando como brasas de oro fundido, los músculos tensos, la respiración agitada como la de una bestia acorralada. En sus manos tenía lo que quedaba de una criatura, la columna vertebral arrancada de cuajo, aún goteando.
Alrededor suyo, la masacre era indescriptible. Criaturas cortadas en dos, cabezas aplastadas contra el acero, cuerpos atravesados por sus propias extremidades. El lobo no había peleado. Había cazado.
Uno de mis soldados retrocedió con un jadeo, intentando apuntar con su rifle, pero yo le bajé el arma de un golpe seco.
—¡No! —mi voz fue un susurro áspero.
Aleksander levantó la cabeza. Nuestros ojos se encontraron.
Por un instante, no vi al hombre. Solo al lobo. El oro ardiente me sostuvo, y sentí que me estaba midiendo, decidiendo si yo era presa o aliada.
El encriptador chisporroteó en mi oído, roto, distorsionado.
—Sonya…
La voz era doble, como si el lobo y el hombre hablaran juntos.
El suelo tembló. Desde el fondo de la galería, un portón blindado se abrió con un chillido metálico.
Y de allí salió algo más grande. Algo que hacía que las demás criaturas parecieran basura desechada.
Un guardián del Arca.
El aire se volvió más denso, cargado de electricidad y podredumbre.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Esa cosa no era un experimento más, no era una de las bestias desatadas en los túneles. Era un guardián. El último. El que custodiaba el núcleo de El Arca.
A mi lado, Aleksander dio un paso al frente. Su espalda ancha me cubrió, y vi cómo sus músculos tensos parecían romperse desde dentro. El lobo ya estaba allí, apenas contenido bajo la piel, gruñendo como un tambor de guerra.
—Corre —gruñó, su voz era más grave, animal.
—Ni muerta —le respondí, alzando el fusil.
Apreté el gatillo. La ráfaga impactó contra el hombro del monstruo, arrancando fragmentos de carne y metal que chisporrotearon en el aire. El Guardián apenas se detuvo, ladeó la cabeza como si mis disparos fueran zumbidos molestos, y siguió avanzando.
Aleksander rugió. Saltó contra él, garras desnudas, cuerpo entero lanzado como una bala de furia. El impacto fue brutal. Los dos colosos chocaron, y el eco de ese encuentro llenó la galería con un estruendo que casi me tiró al suelo. Sangre oscura salpicó el aire.
Me moví rápido, buscando un ángulo. Disparé contra las articulaciones donde hueso y cables se unían. Vi chispas, vi trozos desprenderse, pero el Guardián solo rugió más fuerte. Levantó un brazo grueso como un poste y lo lanzó contra Aleksander. El golpe lo estrelló contra la pared, rompiendo el concreto en una lluvia de polvo.
—¡Aleksander! —grité, sintiendo que el pecho se me encogía.
Él se levantó tambaleante. Sus ojos brillaban dorados, el lobo tomando el control. Rugió y se lanzó otra vez, esta vez directo al cuello de la criatura. Sus garras se hundieron en la carne endurecida, arrancando jirones con una violencia que helaba la sangre.
Yo corrí hacia el panel de control al fondo. Luces rojas parpadeaban, el teclado cubierto de polvo. El mensaje en la pantalla era claro: PROTOCOLO DE AUTODESTRUCCIÓN DISPONIBLE.
Mis manos temblaban, pero presioné la secuencia. Alarmas comenzaron a sonar, un rugido metálico que llenó la base. El suelo tembló. El Arca comenzaba a morir.
—¡Aleksander! ¡Es ahora! —grité con todas mis fuerzas.
Él seguía destrozando al Guardián, arrancando hueso y metal con un frenesí que no era humano. El monstruo intentó alzar un último brazo, pero Aleksander lo partió en dos con un giro salvaje, luego hundió su mano hasta el codo en su pecho. La sangre negra estalló como una tormenta, bañándonos a los dos.
El Guardián dio un rugido ahogado y cayó de rodillas. Su peso hundió el suelo y derribó parte de las paredes.
Aleksander levantó la cabeza, la boca manchada de sangre, sus ojos dorados fijos en mí. Por un instante, entre el caos y las alarmas, no vi al lobo… vi al hombre, mirándome como si yo fuera lo único real en medio de las ruinas.
El techo comenzó a colapsar. Corrí hacia él. Él me rodeó con un brazo ensangrentado, me pegó contra su pecho.
—No te suelto —gruñó, voz rota, mitad humana, mitad bestia.
Y juntos corrimos hacia la salida, mientras El Arca se venía abajo entre fuego, explosiones y ruinas.