Genoma Bq25

Capítulo IX

El aire era humo.

Cada bocanada que entraba en mis pulmones ardía como fuego líquido, mezclado con el polvo de edificios cayendo y el hedor metálico de la sangre.

Aleksander corría.

No, no corría: arremetía como una bestia desatada. Sus pasos golpeaban el asfalto resquebrajado con la fuerza de un trueno. Me sostenía contra su pecho, como si yo no pesara nada, como si fuera solo una extensión de su instinto: proteger, avanzar, sobrevivir.

Detrás de nosotros, las explosiones del Arca seguían rompiendo el subsuelo. Torres enteras de concreto temblaban y se inclinaban sobre la avenida. Las luces de neón estallaban en chispazos de colores mientras las alarmas de los autos aullaban como animales heridos.

Del túnel colapsado detrás de nosotros comenzaron a salir criaturas.

Las últimas.

Retorcidas, arrastrándose, algunas con medio cuerpo en llamas. Pero aún perseguían, aullando con gargantas deshechas.

El cielo se partió con el sonido de los rotores. El helicóptero apareció sobre el Hudson, con proyectores blancos que cortaban el humo. Una voz estalló en mi oído desde el encriptador.

—Visual confirmado. ¡Corred al muelle! Repetimos: extracción en el muelle.

El muelle estaba a menos de doscientos metros, pero entre nosotros y él había caos puro. Calles hundidas en grietas humeantes, coches ardiendo, cuerpos huyendo, gritos que parecían multiplicarse.

Aleksander rugió y saltó sobre un coche en llamas, levantando chispas al golpear el metal caliente. Sus movimientos eran sobrehumanos: cada salto cubría lo que a un hombre común le tomaría tres.

Las criaturas venían detrás. Una saltó desde un edificio medio derrumbado y cayó a escasos metros de nosotros. Vi su silueta ennegrecida contra las llamas, su mandíbula abierta en un chillido gutural.

Aleksander giró, sin detener la carrera, y con un solo movimiento le arrancó la cabeza con las manos. La sangre oscura nos bañó en pleno aire. Yo apreté los ojos, tragándome el vómito.

Seguimos.

El muelle estaba a la vista. El helicóptero descendía, las cuerdas oscilando como serpientes de acero bajo la luz de los reflectores. Soldados apuntaban sus ametralladoras hacia la horda que emergía de las sombras, las balas trazadoras iluminando la noche como relámpagos.

—¡Allí! —grité, señalando con la poca fuerza que me quedaba.

Aleksander no esperó. Saltó sobre el último tramo de asfalto que temblaba bajo explosiones, aterrizando en el borde del muelle. La madera crujió, astillas saltando bajo el peso brutal de su cuerpo.

Un soldado se inclinó desde la compuerta lateral del helicóptero, extendiendo una mano.

—¡Rápido!

Aleksander me alzó con una sola mano y prácticamente me lanzó hacia ellos. Caí en brazos de dos militares que me arrastraron al interior de la cabina. Apenas tuve tiempo de girarme antes de verlo: Aleksander colgando de la cuerda de extracción, las criaturas abalanzándose hacia el muelle.

—¡Subanlo ya! —grité, la garganta rota.

El cable comenzó a tensarse, arrastrándolo hacia el aire. Aleksander gruñía, sus ojos aún brillando en la penumbra, la sangre chorreando por sus brazos.

Abajo, el muelle explotó en mil pedazos. Una columna de fuego engulló a las criaturas, y el río Hudson se agitó como si una tormenta hubiera estallado bajo sus aguas.

El helicóptero ascendió, sacudiéndose con la onda expansiva. El calor entró como una bofetada ardiente. Desde la puerta lateral, miré la ciudad que se retorcía bajo nosotros: Nueva York envuelta en humo, en caos, en sangre.

Aleksander finalmente entró en la cabina, jadeante, con el cuerpo hecho jirones pero los ojos ardiendo como carbones encendidos. Me miró.

Y el lobo dentro de él sonrió.

El helicóptero vibraba como si fuese un animal herido. El rugido de los rotores se mezclaba con el ulular de sirenas lejanas y el eco de explosiones que seguían sacudiendo la ciudad. Desde la compuerta lateral, podía ver a Nueva York hundirse en el caos: torres envueltas en columnas de humo negro, luces rojas parpadeando sobre el Hudson, ráfagas de disparos que parecían diminutas chispas en medio de un infierno más grande.

Yo estaba sentada en el suelo metálico de la cabina, con las manos aún temblando. Sangre —la mía y la de otros— me manchaba los brazos, la cara, el cabello. El sabor a hierro persistía en mi boca. Intentaba respirar, pero el aire estaba denso, cargado con el olor agrio de la pólvora y el sudor.

Aleksander estaba frente a mí.

El lobo había reclamado su cuerpo por completo.

Sus hombros como una muralla de músculo y pelaje blanco, sus brazos eran garras capaces de partir acero, y su pecho subía y bajaba con cada respiración profunda, cargada de un calor salvaje que llenaba el espacio. La luz tenue de la cabina arrancaba destellos a sus ojos dorados, brasas encendidas que se clavaban en mí como cuchillas.

Era aterrador.

Era hermoso.

Tragué saliva, consciente de que aquel ser que me observaba podía desgarrar a cualquiera de los soldados que viajaban con nosotros en un parpadeo. Nadie en la cabina se atrevía a acercarse. Ni siquiera a hablar. Todos lo miraban con el mismo miedo reverente con que se mira a un dios violento.

Yo no.

Apreté los auriculares contra mis oídos para acallar la estática de la radio y me incliné hacia él.

—Aleksander… —mi voz salió rota, más débil de lo que quería—. Vuelve.

Él gruñó bajo, un sonido que reverberó en mi pecho como un trueno contenido. Podía sentirlo en mis huesos. No era un simple ruido: era un recordatorio de lo que era. De lo que habían hecho de él.

Su hocico se movió lentamente, mostrando apenas los colmillos, y sus ojos se clavaron en los míos.

—¿Vuelve… a qué? —dijo, y aunque la voz era suya, tenía un eco gutural, inhumano.

Sentí un escalofrío recorrerme, pero no aparté la mirada. Sabía que si lo hacía, si mostraba miedo, el lobo lo usaría para apartarme de él.




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