Genoma Bq25

Capítulo X

El frío me golpeó antes siquiera de ver el hielo. El avión descendió en espiral sobre un mar blanco y roto, cadenas de montañas sumergidas en la neblina, y entre ellas, un destello metálico que no debía existir en medio de la nada: la base.

Alaska. El último punto rojo. El corazón del proyecto.

El rugido de los motores se apagó al tocar tierra. Soldados rusos y norteamericanos aguardaban en la pista, armados hasta los dientes. Me estremeció verlos trabajar juntos, como si por primera vez el mundo hubiera entendido que lo que estaba enterrado allí abajo no distinguía banderas.

Aleksander fue el primero en descender.

La nieve crujió bajo su peso, y por un instante todos los hombres dieron un paso atrás. No podían evitarlo: la figura del lobo , su figura, imponía tanto miedo como esperanza. Con cada ráfaga de viento, su pelaje blanco ondeaba como si el invierno mismo se inclinara ante él.

Yo lo seguí, envuelta en capas que no bastaban contra el frío, pero que al menos ocultaban el temblor de mi cuerpo. El aire helado me cortaba los pulmones, y aún así, lo único que sentía era el calor sofocante de sus ojos dorados cuando me miraba para asegurarse de que podía seguir el paso.

Los oficiales se acercaron, saludando con rigidez. Había desconfianza en cada mirada. No era hacia mí. Era hacia él.

—El complejo subterráneo se extiende por más de diez niveles —informó uno de los comandantes, extendiendo un mapa digital que vibraba en la pantalla de su tableta—. Hemos sellado las entradas secundarias, pero detectamos actividad interna. Cientos de lecturas biológicas.

Cientos.

El aire se volvió más denso en mis pulmones. Aleksander gruñó, bajo, como si ya lo hubiera olfateado antes que nadie.

—Esto no es un simple laboratorio —añadió el oficial—. Es una colmena.

Me mordí el labio, incapaz de apartar la vista del esquema: túneles, incubadoras, generadores, cámaras de prueba. Todo un infierno diseñado para replicar la pesadilla de la Cripta, pero a escala industrial.

Sabía lo que significaba. Este era el epicentro. Si caía, el resto del mundo tendría una oportunidad.

Aleksander me tomó del brazo. Su toque era firme, demasiado firme, como si temiera que el frío me quebrara. Lo miré, y por un instante vi al hombre detrás del lobo. El cansancio en sus facciones, el dolor en sus cicatrices. Pero también la decisión: este sería el fin, aunque nos costara la vida.

—Quédate detrás de mí —dijo, con esa voz grave que vibraba como un eco en mis huesos.

Asentí, aunque sabía que era una mentira. Nunca había podido quedarme detrás. No con él. No ahora.

El viento se levantó, trayendo consigo un olor metálico, extraño, que me hizo recordar la Cripta y las pesadillas que aún me desgarraban por las noches. Lo sentí también: Aleksander tensó los músculos, sus garras apretando el aire como si ya lo hubiera visto todo.

El frío era tan profundo que parecía meterse bajo la piel, directo en los huesos. El viento golpeaba como cuchillas, y aún así el calor que emanaba Aleksander era más sofocante que cualquier abrigo. El lobo caminaba delante de mí, cada paso hundiéndose en la nieve, cada músculo tensado como un resorte a punto de romperse.

El ejército avanzaba tras nosotros, columnas de soldados con armas automáticas, tanques ligeros y drones zumbando sobre nuestras cabezas. No era una simple misión: era una guerra. La última.

La montaña se alzaba ante nosotros, y en su flanco, las compuertas ciclópeas de acero comenzaron a abrirse con un rugido mecánico. El eco se propagó en el valle como un llamado fúnebre.

El último invierno había comenzado.

—Atención en todos los frentes —ordenó el comandante a través del canal de radio—. Prioridad: contención. Nada debe salir de esas puertas.

Yo no necesitaba que lo dijera. El olor que escapaba de la abertura era suficiente: un hedor pútrido, mezcla de formol, sangre y ozono. La misma peste que aún infestaba mis pesadillas de la Cripta.

Los primeros destellos aparecieron en la oscuridad del túnel: ojos brillando como carbones encendidos, docenas, tal vez cientos.

El infierno nos esperaba.

La primera oleada emergió: criaturas deformes, mitad hueso, mitad carne endurecida, corriendo a cuatro patas. Las balas los destrozaban en nubes de sangre oscura, pero por cada uno que caía, dos más tomaban su lugar.

El suelo temblaba.

El cielo se iluminaba a ráfagas.

Aleksander. La criatura blanca de mis visiones, de mis terrores más íntimos, estaba allí, arrancando cabezas con las garras, destrozando columnas enteras de enemigos mientras los soldados apenas podían seguirle el paso. El lobo reía con cada desgarro, con cada hueso roto, como si la batalla no fuera más que un banquete de odio.

El rugido de los rotores cortaba el aire helado. En el perímetro, los helicópteros de combate descargaban su furia sobre la horda que emergía de las compuertas subterráneas, ráfagas incandescentes que iluminaban la negrura de Alaska como relámpagos de una tormenta infernal.

La nieve ya no era blanca. Se había teñido de negro y escarlata. Trozos de carne, extremidades que aún se movían por reflejo, y cuerpos de soldados destrozados se confundían con las criaturas que parecían multiplicarse con cada segundo.

—¡Mantengan la línea! —bramó un coronel ruso a través de su radio, antes de ser arrollado por una bestia de dos metros con mandíbula dividida. Tres soldados descargaron fuego sobre ella, pero no bastó. El monstruo se los llevó entre garras y dientes como muñecos rotos.

Yo respiraba con dificultad, el fusil firme contra mi pecho, pegada a la espalda de Aleksander. El calor de su cuerpo era un muro contra el caos, pero aun así el miedo me calaba los huesos. Él no dudaba. Avanzaba. Siempre adelante.

Sus ojos dorados eran faros en la oscuridad.

—¡Al corazón de la base! —me gritó, y no había tiempo para discutir.




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