Genoma Bq25

Capítulo XI

El aire afuera era un concierto de gritos, disparos y explosiones. Cada vez que la compuerta metálica se cerraba un poco más tras nosotros, me parecía escuchar con más nitidez el horror allá arriba. Helicópteros rugiendo, soldados siendo desgarrados por criaturas, la nieve derritiéndose en charcos oscuros de sangre y pólvora.

Por un instante quise mirar atrás. Quise asegurarme de que esa línea de hombres y mujeres que se sacrificaban para contener el infierno no desapareciera en vano. Pero Aleksander no se detuvo. Avanzaba como si nada pudiera apartarlo de lo que lo esperaba al fondo. Y yo, sin más opción, lo seguía.

Los pasillos de la base eran un laberinto clínico, pero ya manchado con el mismo horror que afuera: huellas de garras en las paredes, charcos rojos bajo luces de emergencia parpadeantes, cuerpos con batas blancas que nunca saldrían de ahí.

El eco de nuestros pasos se mezclaba con algo más: el zumbido eléctrico de consolas aún encendidas. Parpadeaban pantallas de seguridad en las paredes, mostrando fragmentos del caos arriba, pero también imágenes del interior profundo. Cápsulas abiertas. Jaulas destrozadas.

El lobo estaba cerca de la superficie, lo veía en sus ojos dorados, en la forma en que sus manos se crispaban como si fueran garras listas para desgarrar.

Un panel de vidrio estallado dejó ver lo que había sido un laboratorio de contención. Jaulas de acero, demasiado pequeñas para cualquier ser humano, alineadas en filas interminables. Algunas aún tenían marcas de uñas ensangrentadas por dentro, como si sus ocupantes hubieran arañado hasta la muerte en un intento de escapar.

El olor… Dios. Ni siquiera el humo de las explosiones afuera podía disimularlo. Carne podrida, químicos quemados, desesperación impregnada en el aire.

Aleksander se detuvo frente a una consola aún viva. Su silueta era la de un cazador, rígido, contenida.

La pantalla mostró un logotipo que ya me era demasiado familiar: World Exploration S.A. Y luego, líneas de código desplazándose hasta abrir un archivo.

Proyecto Prometeo. Nivel 10. Acceso restringido: Dr. Vladimir Mueller.

Un estremecimiento me recorrió la espalda. El hombre estaba aquí. El arquitecto del infierno.

—Él está abajo —Aleksander habló, pero su voz no era solo humana. Era un rugido contenido—. El lobo lo huele.

El suelo vibró de pronto bajo nuestros pies, un estruendo profundo que hizo caer polvo del techo. Por un segundo pensé que era otro bombardeo en la superficie. Pero las cámaras en los monitores mostraban otra cosa: afuera, la línea de los militares cedía. Criaturas enormes atravesaban los vehículos blindados como si fueran papel. Helicópteros siendo arrastrados al suelo por masas de carne y garras. La defensa se estaba desmoronando.

Era una carrera contra el tiempo. Afuera todo ardía, y adentro, el demonio que había creado todo esto aguardaba.

Aleksander apagó la pantalla de un manotazo. Sus ojos eran dos brasas fijas en la oscuridad adelante.

—Mueller muere hoy.

Yo respiré hondo, ajustando el auricular en mi oído y aferrando el fusil con fuerza. No había vuelta atrás. La última base, el último punto rojo, y el creador de la pesadilla esperándonos en lo más profundo.

El corazón de la bestia latía, y nosotros nos dirigíamos directo a él.

El aire se volvía más pesado, cargado de humedad y un olor químico que quemaba las fosas nasales. SUB-10. El piso más profundo. El más prohibido.

La compuerta se abrió lentamente, revelando un pasillo interminable, iluminado por luces blancas que parpadeaban intermitentes. El silencio era antinatural; no había monstruos aquí, no había caos. Solo espera.

—Parece una trampa —dije en un susurro, y mi voz se escuchó como un grito en aquel corredor muerto.

Aleksander no respondió. Caminaba adelante, sus pasos pesados, su respiración profunda, como si cada metro lo empujara más hacia el borde de un abismo interno.

El pasillo desembocaba en una puerta doble, reforzada con acero. En el centro, un escáner de huella digital. Y sobre él, un detalle que me heló la sangre: ya estaba abierto.

La puerta se abrió como las fauces de un leviatán.

El laboratorio central no era un cuarto; era una catedral de ciencia perversa. Jaulas inmensas colgaban desde el techo como péndulos, algunas rotas, otras aún vibrando como si algo hubiera golpeado desde adentro. Consolas alineadas en semicírculo proyectaban hologramas de ADN, gráficos imposibles de entender para cualquiera que no fuera un dios o un demonio.

Y en el centro, de pie, con una calma espantosa, estaba Vladimir Mueller.

El hombre había envejecido, sí. Canas dispersas, arrugas en el rostro. Pero sus ojos… esos malditos ojos grises brillaban con la misma frialdad con la que vi sus registros en la Cripta, toda una falsedad del arrepentimiento de que le habían hecho a Aleksander.

—Por fin… —su voz se extendió por la sala como un veneno dulce—. El sujeto 09A. El milagro incompleto.

Aleksander gruñó. Un sonido profundo, gutural, tan bajo que sentí que el suelo temblaba.

Mueller extendió una mano, no en súplica, sino en adoración.

—Nunca te vi así… nunca libre. El implante limitaba tu expresión. Tu lobo… tu humanidad… siempre divididos. Pero ahora… ahora veo lo que realmente eres.

Lo dijo con fascinación, con hambre de científico al borde de un descubrimiento divino.

Aleksander dejó de contenerse.

Sus huesos se retorcieron bajo la piel como hierro candente, su musculatura estalló en oleadas que hicieron crujir las costuras de su ropa. Su mandíbula se alargó con un chasquido húmedo, colmillos asomando como cuchillas de marfil. La piel se desgarró en algunos lugares para dejar paso al pelaje blanco, brillante, como la plata misma.

Yo di un paso atrás sin pensarlo. Lo que ocurría frente a mí no tenía comparación.

El sonido de su respiración se convirtió en un rugido animal. Su silueta se expandió hasta ocupar la sala entera, garras que podían atravesar acero, ojos dorados que brillaban con una furia imposible.




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