Genoma Bq25

Capítulo XII

El estruendo del choque me sacudió hasta el fondo del pecho. Aleksander y el Alfa se lanzaban el uno contra el otro como si fueran bestias mitológicas peleando por el dominio del infierno. Cada impacto levantaba chispas, hacía crujir el metal de las paredes, rompía el suelo bajo sus pies.

—¡Aleksander! —grité, pero mi voz se perdió entre los rugidos.

El Alfa lo tomó por el cuello y lo estrelló contra el suelo, hundiendo el concreto como si fuera arena. La sangre brotó en un arco brillante, pero Aleksander se impulsó con un rugido, enterrando sus garras en el pecho de su clon, desgarrando músculos y costillas. El sonido era húmedo, crudo, como desgarrar carne aún viva.

El auricular chisporroteó en mi oído, la voz cortante de Cuervo Uno.

—Romanov, el perímetro está asegurado. Repito, asegurado. El sistema ha iniciado el protocolo de autodestrucción. Treinta minutos y esto se convierte en un cráter.

Treinta minutos.

Miré el reloj de mi muñeca. Cada segundo era un martillo sobre mi sien.

Pero no podía apartar la mirada.

El Alfa reía, incluso con sangre cayéndole de la boca, incluso cuando Aleksander le arrancaba parte del rostro de un zarpazo. La carne se regeneraba en segundos, y esa sonrisa volvía, torcida, ensangrentada.

—¡Eres débil, Aleksander! —rugió el clon, levantándolo por la espalda y lanzándolo contra una consola que estalló en chispas—. Te aferras a esa mujer… a tu humanidad. ¡Eso es lo que te hará caer!

Aleksander respondió con un gruñido que era mitad voz humana, mitad rugido del lobo. Se levantó entre los escombros, el humo iluminando sus ojos dorados, y yo sentí que ese brillo me atravesaba a mí también, como si fuera un recordatorio: no estaba peleando solo por sí mismo.

El siguiente choque fue aún más brutal. El Alfa lo mordió en el hombro, arrancando un trozo de carne que escupió al suelo. Aleksander, en vez de gritar, rió entre dientes, su voz ronca.

—No soy débil. Soy el primero.

Se impulsó con una fuerza animal, clavando su brazo entero en el abdomen del clon hasta que los huesos crujieron. El Alfa lo golpeó con la frente, partiéndole la ceja y bañándolo en sangre, pero Aleksander no lo soltó. La sangre negra y roja de ambos se mezclaba, chorreando al suelo y formando charcos que parecían latir.

Yo me cubrí la boca con una mano, temblando. La sala ya no era un laboratorio. Era un matadero. El aire olía a hierro, ozono y carne quemada.

—Romanov, —volvió la voz en mi oído— veinte minutos. Repito, veinte minutos para la autodestrucción. Necesitan evacuar ya.

Pero Aleksander no se detenía. El lobo había tomado el control, pero era él también, era su rabia, su dolor y la certeza de que solo uno podía salir vivo de ahí.

El Alfa lo lanzó contra el vidrio blindado que se astilló en una telaraña sangrienta. Avanzó despacio, como un verdugo disfrutando el momento.

—Cuando caigas, tomaré tu lugar. Y ella será mía.

Su mirada me buscó. Sentí el hielo en el estómago, la amenaza viva.

Aleksander gruñó, esa furia imposible explotando en sus venas. Sus músculos se tensaron, su silueta creciendo, el lobo desatado en toda su magnitud. Avanzó a cuatro patas, un torbellino de garras y colmillos, y el choque contra el Alfa fue como el rugido de un trueno dentro del infierno.

El suelo se partió. Las luces parpadearon. El cronómetro seguía corriendo.

Yo sabía que, pasara lo que pasara, este enfrentamiento no solo decidiría quién salía vivo… sino si saldríamos antes de que todo ardiera.

El Alfa y Aleksander eran dos bestias titánicas chocando como si la sala fuera demasiado pequeña para contenerlos. Cada embate arrancaba pedazos de metal de las paredes, cada zarpazo dejaba un rastro de sangre que goteaba hasta formar charcos.

Yo estaba paralizada, con el auricular vibrando en mi oído.

—Romanov… quince minutos para la autodestrucción. Repito: quince minutos.

Pero no podía moverme. Mis ojos no podían apartarse de ellos.

El clon de Aleksander lo golpeó en el estómago, levantándolo del suelo y partiéndole las costillas con la fuerza del impacto. El crujido me heló la sangre. Aleksander rugió, escupiendo sangre al rostro de su doble, que rió con una carcajada rota.

—¡Mira lo que somos! —bramó el Alfa, sujetándolo del cuello, apretando hasta hacer rechinar las vértebras—. Bestias, Aleksander. Solo bestias. Y yo soy el más fuerte.

Aleksander jadeaba, su piel desgarrada, su pecho ardiendo de heridas abiertas que no tenían tiempo de cerrarse. Pero sus ojos… sus ojos ardían con algo que el clon no podía comprender: voluntad.

—No… eres nada. —gruñó, y en ese instante un rugido ensordecedor estalló de su garganta, tan poderoso que hizo vibrar las paredes. Aleksander se liberó con un golpe de garras que atravesó el hombro del Alfa, hundiéndose hasta el hueso. La sangre saltó como una fuente oscura.

El clon gritó, una mezcla de furia y sorpresa, y Aleksander aprovechó, lo alzó, lo giró con una fuerza sobrehumana y lo estrelló contra el suelo, haciéndolo hundirse en el concreto.

El Alfa intentó levantarse, garras buscando el cuello de Aleksander, pero este ya estaba sobre él. Lo inmovilizó con una rodilla en el pecho, sus colmillos descubiertos en un rictus de pura rabia.

—¡No! —gritó el clon, su voz quebrándose por primera vez.

Aleksander lo ignoró. Sus garras se cerraron en torno al cráneo del Alfa, hundiéndose en carne y hueso. Yo vi cómo los dedos atravesaban la piel, cómo la sangre oscura brotaba en ríos. El clon se retorció, chillando como un animal atrapado.

Aleksander gruñó, cada músculo de su cuerpo tensándose, y con un tirón brutal, desgarrador, levantó la cabeza del Alfa de su cuerpo. El sonido fue espantoso, los tendones rompiéndose, vértebras quebrándose, la médula partiéndose como un hilo.

La sangre salpicó en un chorro denso, bañando el rostro y el pecho de Aleksander, que lo sostuvo en alto como un trofeo de guerra.




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