Genoma Bq25

Capítulo XIII

Aleksander Solovyev

El silencio tras la batalla era peor que el rugido del combate. El aire olía a hierro, a humo y a carne quemada. Yo estaba cubierto de sangre hasta los codos. El cuerpo sin cabeza del Alfa se convulsionaba todavía en el suelo, un eco grotesco de lo que fue. Mi respiración era un gruñido constante, el lobo dentro de mí satisfecho, hambriento aún, deseando más.

Sonya estaba a unos metros, con la espalda pegada a una consola destrozada. La luz roja de las alarmas la bañaba como un presagio, y su mirada… su mirada atravesó mi pecho más que cualquier garra del clon.

No era miedo solamente. Era horror, me estaba viendo como ellos me habían diseñado: no un hombre, sino una bestia. El monstruo que había destrozado jaulas, laboratorios, soldados… y ahora a su propio reflejo.

Quise hablar, pero mi garganta solo dejó salir un gruñido ronco. La sangre aún me corría por la boca, y sentí la urgencia animal de lamerla. No lo hice.

Dí un paso hacia ella. El suelo crujió bajo mis garras. La cabeza del Alfa rodó, golpeando un panel con un ruido seco.

—Sonya… —forcé las palabras, mi voz quebrada, ahogada por el rugido del lobo en mi interior.

Ella no se movió. Solo me miraba. Su respiración era rápida, temblorosa, como si estuviera frente a la misma criatura que había visto en la Cripta, en los videos de Mueller, en aquellos horrores que la habían hecho gritar en sus pesadillas.

Y yo era esa criatura.

El lobo rió dentro de mí.

—Mírala. Ahora sabe la verdad. ¿Crees que alguna vez verá al hombre? No. Solo ve al arma.

—¡Cállate! —gruñí hacia mi propio pecho, mis puños apretándose hasta que mis garras se hundieron en mi piel.

Sonya parpadeó, sorprendida.

Di otro paso hacia ella, más lento. Mi respiración aún era un trueno. Ella tragó saliva, sus labios temblando. Quise limpiar la sangre de mis manos, del rostro, pero era inútil, estaba cubierto de muerte.

Finalmente, cuando la distancia entre nosotros se redujo a un metro, su voz salió, quebrada, en apenas un susurro.

—Aleksander…

No había odio en su tono. No había rechazo. Había duda, miedo, sí, pero también… compasión. Como si aún intentara aferrarse al hombre que se escondía bajo esta máscara de lobo.

El lobo en mí gruñó, entre satisfecho y decepcionado. Yo bajé la mirada, intentando respirar como humano, forzando a mis costillas rotas a moverse.

Entonces, el auricular crepitó en mi oído.

—Cinco minutos antes de la autodestrucción. Repito: cinco minutos.

La voz me arrancó de la tormenta. Miré a Sonya de nuevo. Ella seguía temblando.

—Tenemos que irnos —dijo, su voz más firme que sus manos.

Asentí. Mi garganta ardía con palabras que no supe decir. Solo me giré hacia la salida, mis garras aún chorreando sangre, y comencé a caminar.

Detrás de mí, escuché sus pasos. Pequeños, frágiles, pero ahí estaban. Todavía me seguía.

Y ese simple hecho… dolía más que cualquier herida.

Tomé a Sonya del brazo con más brusquedad de la que quise, su cuerpo temblaba, pero me siguió sin rechistar. Los pasillos eran un laberinto que se desmoronaba. El concreto caía en bloques, los tubos reventaban como venas abiertas, escupiendo vapor ardiente.

El suelo vibraba bajo cada explosión que nos mordía los talones.

—¡Corre! —rugí, empujándola hacia adelante, mientras yo me interponía contra los restos que se desplomaban. Mis garras arrancaban puertas selladas de sus bisagras, y los muros que se venían abajo los apartaba con la fuerza del lobo.

Un grupo de científicos apareció al final del corredor, corriendo como ratas en llamas. Algunos gritaban suplicas, otros se empujaban entre sí. Sus rostros deshechos en terror me miraron… y en sus ojos vi el reflejo del monstruo cubierto de sangre que avanzaba con Sonya.

No dudaron. Se apartaron de nuestro camino, chillando como presas.

El lobo rió dentro de mí.

—Míralos… huyen de ti como de sus propias creaciones.

—¡Cállate! —murmuré con los dientes apretados, arrastrando a Sonya tras de mí.

Otro pasillo se partió en dos frente a nosotros: el suelo cedió, abriéndose en un abismo de fuego. Tomé a Sonya por la cintura, ignorando su protesta, y salté. Mis garras se clavaron en el metal retorcido del otro lado, y la subí conmigo en un solo impulso. Sentí su respiración contra mi cuello, rápida, frenética.

—Aleksander… —murmuró, apenas audible.

No respondí. No podía.

—Tres minutos.

Corrimos por un corredor inclinado, la gravedad misma traicionándonos. Detrás, las paredes se abrían como heridas, lenguas de fuego persiguiéndonos. A cada paso, la base se convertía más en un ataúd en llamas.

Un grupo de criaturas escapadas apareció en la penumbra, sus cuerpos deformes arrastrándose, algunos aullando en un coro demencial. No había tiempo. Las arrollé con mi propio cuerpo, aplastando huesos, sintiendo la sangre caliente salpicar mi rostro. La furia me empujaba hacia adelante, pero mis ojos buscaban siempre a Sonya, asegurándome de que estuviera viva.

—Dos minutos.

Las compuertas de emergencia comenzaron a cerrarse en serie, bajando con estruendo. Una casi nos atrapa; empuje a Sonya primero, y me deslicé bajo la plancha de acero un segundo antes de que cayera, arrancándome jirones de piel en el proceso.

El aire estaba lleno de humo, polvo, y olor a muerte.

Finalmente, una puerta abierta dejó entrar un resplandor helado. La salida. Más allá, la nieve de Alaska brillaba bajo la luna.

Empujé a Sonya adelante. Mis pulmones ardían, mi sangre hervía. Todo el corredor detrás de nosotros rugía, temblaba, desmoronándose como un gigante moribundo.

Con el último aliento, atravesamos el umbral.

El aire nocturno me golpeó el rostro como una bofetada gélida. Sonya tropezó en la nieve, jadeante, sus ojos abiertos de par en par.

Y yo, cubierto en sangre, humo y cenizas, giré para mirar la base.




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