Genoma Bq25

Capítulo XIV

El avión se deslizó sobre la noche como un pájaro herido. No recuerdo en qué momento me quedé dormido. El cansancio me arrastró con más fuerza que cualquier herida, y aun así, mi cuerpo no descansaba. El lobo vigilaba. Siempre.

Cuando abrí los ojos, el cielo ya clareaba por las ventanillas. El rugido de los motores seguía allí, constante, como un eco de la batalla que aún latía en mis huesos. Giré la cabeza y la vi.

Sonya dormía. O lo intentaba. Su rostro estaba pálido, los labios secos, los vendajes en su costado manchados con sombras frescas de sangre. Incluso inconsciente, parecía pelear contra algo que yo no podía ver. Me incliné apenas, mi mano rozando con torpeza el cinturón de seguridad que se había aflojado en medio del vuelo. Lo ajusté con cuidado, más de lo que jamás admití.

Protege. Cuida. No la dejes. —El lobo gruñó

—Cállate —murmuré entre dientes.

El altavoz del avión crujió con la voz del piloto.

—Aterrizaremos en Moscú en quince minutos. Prepárense.

Sonya despertó con un quejido bajo, los párpados pesados, el dolor marcado en cada gesto.

—Ya casi llegamos —le dije, sin pensarlo. Mi voz salió áspera, como si se hubiera oxidado en mi garganta.

Ella me miró con los ojos entornados, frágil y a la vez firme. No contestó, solo asintió.

Cuando el avión tocó pista, el golpe seco me recorrió los huesos como una descarga. Me levanté primero, el cuerpo todavía en carne viva por dentro, y la ayudé a incorporarse. Estaba más ligera de lo que recordaba, casi quebradiza entre mis brazos. No dijo nada mientras la sostuve y la bajé por la rampa del avión.

El frío de Moscú nos recibió como una bofetada. Varios médicos militares corrieron hacia nosotros, las camillas preparadas, los guantes brillando bajo la luz mortecina de la pista. Sonya fue tomada con cuidado, y trasladada rápidamente, mientras la conectaban a tubos, agujas y máscaras antes de que yo pudiera siquiera soltar su mano.

Me quedé allí. A un lado.

El avión detrás de mí aún vibraba por el calor de los motores apagándose. Los soldados gritaban órdenes, los médicos desaparecían con ella por un pasillo, y yo… yo solo estaba.

Sin propósito.

Sin un lugar al cual volver.

Sin una familia que me esperara.

El lobo se removió en mi interior, incómodo por el silencio, por el vacío.

Sin manada.

Apoyé la frente contra la fría pared metálica del hangar, cerrando los ojos. Por primera vez en mucho tiempo, no supe qué hacer. Habíamos destruido los nidos. Habíamos quemado la raíz del horror. Y sin embargo, yo seguía aquí. Un fantasma de carne y cicatrices, esperando que alguien me dijera dónde debía caer la próxima bomba.

Sonya estaba en manos de los médicos.

Yo, en cambio… no pertenecía a ningún sitio.

Me dejé caer en un banco de hierro, el cuerpo encorvado, las manos colgando entre las rodillas. Nadie me hablaba. Nadie me miraba. Era como si ya estuviera muerto, una sombra a la que nadie se atrevía a tocar.

El lobo dentro de mí respiró hondo.

Aún queda algo.

Pero yo no tenía la certeza de qué.

El hangar quedó atrás. Moscú, con todo su ruido de acero y órdenes, se disolvió en silencio cuando tomé la decisión de ir allí: a la única dirección que aún podía llamarse mía.

La casa.

Mi casa de infancia.

El auto me dejó en una calle estrecha, medio devorada por la nieve. Reconocí la verja oxidada antes de que la farola rota iluminara su forma. No había cambiado mucho desde que crucé por última vez aquel umbral, hace más de una década. El tiempo la había convertido en un mausoleo.

Abrí el portón con un chirrido que me perforó los dientes. El jardín estaba muerto, las ramas secas como huesos, la tierra congelada. Caminé por el sendero que alguna vez mi madre cuidó con sus manos pequeñas y firmes, donde Anya corría con las trenzas sueltas, riendo.

El lobo respiró en mi interior.

Este lugar… huele a muerte vieja.

—Lo sé. —Mi voz salió baja.

La puerta de madera se abrió con un empujón. El polvo me recibió de inmediato, un aire estancado, denso, cargado de humedad y abandono.

Adentro, todo estaba como lo recordaba. La mesa del comedor cubierta por un mantel amarillento, las sillas torcidas, una taza rota en el suelo. El reloj de pared colgaba detenido, su péndulo muerto, congelado a las 3:17.

Caminé por el pasillo, las botas resonando como golpes de martillo. Cada cuarto era un espejo de lo que había sido mi vida.

El dormitorio de mis padres, olía aún a mi madre, su perfume marchito, a flores secas en frascos de cristal. Ella resistió hasta que el dolor por Anya la consumió. Recuerdo sus manos, cada vez más delgadas. Y luego nada. Mi padre murió cuando yo aún era un niño, apenas ocho años. No entendí la ausencia hasta que me encontré frente al ataúd. Fue ahí cuando aprendí lo que era el silencio de verdad.

Seguí avanzando hasta el cuarto de Anya, al abrir la puerta, el aire se volvió hielo en mis pulmones.

Las paredes seguían cubiertas de recortes de revistas, dibujos torpes que yo mismo le había hecho de soldados, de héroes que ella quería ver en mí. Su cama aún estaba allí, y su colcha azul, su muñeca en la repisa.

Me senté en el borde del colchón, hundiéndome en un pasado que apestaba a medicina, a sudor frío y llanto ahogado. La enfermedad la había devorado poco a poco, y yo, con mis 27 años y mi uniforme limpio, no pude hacer nada. Me alisté a los 18, trepé de rango, gané condecoraciones… pero todo eso no significó nada cuando vi a mi hermana apagarse día tras día.

El lobo gruñó, como si compartiera la culpa. No pude salvarla.

—No. —Me apreté las sienes—. Y por ella acepté el infierno.

Los recuerdos se superpusieron: la firma en el contrato, las promesas de Mueller, el veneno disfrazado de esperanza. — “Podremos salvarla. Tu resistencia puede darnos la clave.” — Una mentira que tragué sin pestañear porque era Anya. Porque ella era lo más importante.




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