Genoma Bq25

Capítulo XV

Improvisé un guiso sencillo con lo poco que encontré en la despensa, algo de carne seca, especias olvidadas en un frasco oxidado. Me quedé sentado en la mesa, con el plato humeante delante de mí. Comí en silencio. Cada bocado era un recuerdo de lo que fue la normalidad: el calor del hogar, la voz de mi madre, el murmullo de Anya cuando pedía más sal. Pero ahora… solo el crujido de la madera y mi propia respiración me acompañaban.

El lobo se acomodó dentro de mí, inquieto, casi burlón.

— ¿De verdad crees que puedes volver? ¿Un uniforme, un rango, una vida humana?

Bebí un sorbo de agua, tragando con lentitud.

—El ejército fue mi hogar mucho antes que esto. Allí aprendí disciplina, propósito. Tal vez… aún pueda.

¿Y cuando tus ojos brillen como brasas? ¿Cuando huelan la sangre que corre distinta en tus venas? No eres hombre ni soldado. Eres bestia.

Apreté los dientes.

—Soy ambas cosas. —Mi voz fue un gruñido bajo.

Terminé de comer, limpié los platos y dejé la mesa ordenada. Me moví por la casa como un fantasma, apagando luces, revisando ventanas. Mi cuerpo, entrenado para la guerra, seguía con sus rituales, asegurar cada entrada, estudiar rutas de escape, calcular tiempos de reacción. Pero mi mente vagaba en espirales.

¿Me aceptarían de nuevo? ¿O me verían como lo que soy ahora, un monstruo con piel de hombre? Podría presentarme. Entregarme. Ofrecer mis garras y mis dientes a Moscú, a Sonya, a lo que queda del mando. Pero, ¿me darían órdenes… o me encadenarían?

La soledad mordía. No quedaba familia, no quedaba hogar, no quedaba patria limpia de sangre.

Me acosté en el viejo sofá del salón, con una manta que aún olía vagamente a mi madre. El techo ennegrecido por el humo de años me observaba como un lienzo de culpas.

El lobo respiró conmigo, profundo, en calma.

— Tú decides, Aleksander. O sigues luchando en el mundo de los hombres, o aceptas que lo único que te queda… es la manada que aún no existe.

La vela se apagó. La casa quedó en silencio. Y yo, atrapado entre dos mundos, me pregunté si alguna vez volvería a pertenecer realmente a uno.

Cerré los ojos. El sueño llegó despacio, pesado, lleno de voces rotas y pasos que se perdían en pasillos oscuros.

Estaba otra vez en la Cripta.

Las luces parpadeaban, las paredes rezumaban humedad y sangre seca. Escuchaba los pasos del doctor Mueller, el chirrido metálico de la sierra encendiéndose. El dolor me golpeaba en ráfagas, recuerdos tan reales que mi cuerpo en el sofá se arqueaba, sudor empapando mi frente.

—¡Anya! —grité en el sueño, como lo había hecho entonces.

Sus ojos azules, cansados, me miraban desde detrás de un vidrio. Estiraba sus manos hacia mí, pero el cristal estaba manchado de sangre, y su voz se quebraba en silencio.

El lobo rugió dentro de mí, golpeando mi pecho como un tambor.

Me hundí. Vi fuego, jaulas, cuerpos deformes arrojados como desperdicios.

Y siempre la misma certeza: había sobrevivido a todo aquello… pero a costa de mi alma.

Un golpe seco me arrancó de la oscuridad.

—¡Toc, toc! —La madera de la puerta vibró. Otra vez, más fuerte—. ¿ Aleksander…?

Abrí los ojos. El salón estaba bañado por la luz grisácea de la mañana. Mis músculos estaban tensos, como si hubiera corrido kilómetros, y mi respiración seguía siendo la de una bestia acorralada.

Me levanté despacio, con la manta aún sobre los hombros. Crucé hasta la puerta, dudando un segundo antes de girar la cerradura.

Una mujer mayor, cabello recogido en un moño descuidado, un abrigo de lana gastado que olía a humo de leña. Me observaba con una mezcla de sorpresa y cautela.

—Así que… era cierto. Volviste. —Su voz era suave, casi maternal, pero contenía ese temblor natural de quien está frente a algo que teme.

La reconocí de inmediato. La señora Irina. Había vivido toda su vida en la casa del frente. Cuando era niño, me regalaba manzanas en otoño, diciendo que — los muchachos fuertes necesitan dulzura — Tragué saliva.

—Señora Irina… pensé que ya no quedaba nadie.

Sus ojos se entrecerraron, evaluándome.

—Muchos se fueron. Otros murieron. Pero algunos quedamos, Aleksander. No todos los fantasmas pertenecen al pasado.

La dejé pasar al umbral. Su mirada recorrió mi rostro, mis manos, mi postura rígida. Yo sabía lo que ella había escuchado en las noticias: el monstruo, el soldado perdido, el arma que nunca debió existir. Y sin embargo, allí estaba, sin huir, sin insultos.

—Has cambiado —dijo con simpleza, como si hablara del clima.

—Todos cambiamos con la guerra —respondí, la voz ronca.

Ella sonrió apenas, cansada.

—Tal vez. Pero aún sé ver cuando un hombre lucha por mantenerse hombre.

Sus palabras me golpearon más fuerte que cualquier bala. Yo, que había arrancado corazones con mis propias manos, que había caminado sobre cenizas y gritos… ¿podía aún ser visto como algo más que una bestia?

Le ofrecí una silla. Nos sentamos unos minutos en silencio, ella hablándome de las gallinas que cuidaba, del pan que aún horneaba en las mañanas. Historias pequeñas, frágiles… humanas.

Yo escuchaba, enmudecido.

El lobo en mi interior permanecía callado, casi incómodo.

En ese momento, esas palabras sencillas, me recordaban lo que era la humanidad. Era el compartir pan, recordar nombres, sostener miradas.

Cuando la señora Irina se levantó para irse, puso una mano en mi brazo. Sus dedos eran frágiles, temblorosos, pero firmes.

—Aleksander… no dejes que te arrebaten lo que queda. La sangre no es lo único que define a un hombre.

No supe qué responder. Solo asentí.

La vi cruzar el camino hasta su casa, y me quedé en el umbral mucho después de que cerrara su puerta.

Por primera vez en mucho tiempo, el silencio no parecía un enemigo.

Me quedé de pie en medio de la sala, mirando las paredes despintadas, las fotos enmarcadas que aún colgaban torcidas, y entendí lo inevitable, este lugar ya no era mío. Nunca volvería a serlo.




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