Ghaleon, el último dragón dorado

PRIMERA PARTE

Había olvidado cómo se sentía el mundo bajo mis garras. Era como si hubiese salido de un océano de oscuridad. Mis extremidades temblaron al soportar mi peso después de mil años en ese sueño etéreo, en el que había logrado colocarme gracias a mi dominio de la magia.

Abrí los ojos con cuidado, adaptándome a la tenue luz que ingresaba a la cueva donde me había resguardado. Cuando al fin pude ver más que simples siluetas borrosas, observé los escritos que tallé en la pared de roca. Eran un salvo conducto por si algo salía mal en el hechizo.

—Ghaleon —leo para mí—, Alto dragón de oro, miembro del consejo de los Dragnir.

No pude evitar soltar un suspiro al leer esas palabras ya que sabía que yo era el último dragón de luz. Entonces recordé la traición de los que alguna vez fueron nuestros mayores aliados en la gran guerra contras los oscuros; y cómo fuimos perseguidos y cazados por los bípedos para conseguir más poder.

Pero este no era el momento para recordar, sentía curiosidad de ver cuanto había cambiado el mundo este milenio. Estiré mis adormecidas alas y di algunos pasos pesados, buscando el poder que aún dormía en mi sangre.

Levanté la mirada y vi la entrada de la cueva. Me preparé para alzar el vuelo, pero sentí el estómago entumecido por los nervios, así que desistí de la idea.

—Mejor recupero mis fuerzas —me dije a mi mismo alejándome de la entrada, aunque sabía que solo era una excusa para no salir de la seguridad de mi escondite.

Después de un día rondando por la caverna, me determiné a salir, ya que mi cuerpo pedía comida a gritos. No había probado bocado en más de mil años y mi estómago ya no podía esperar a que mis dudas se disipasen.

Con convicción desplegué mis alas y con un fuerte movimiento me elevé saliendo raudo de la cueva. Sentir el viento frío y puro golpear mi rostro era reconfortante, mis músculos se hincharon con cada bocanada de aire que aspiraba.

Batí mis alas con fuerza elevándome cada vez más, me sentía libre, había olvidado esta maravillosa sensación. Cuando pasé las nubes pude ver y sentir el cálido sol, mis viejas escamas empezaron a arrugarse, generándome una molesta comezón.

Antes de mudar mis escamas, me dispuse a ver si el mundo a mi alrededor era seguro, ya que las escamas nuevas se demoraban algunos días en endurecer. No quise salir de la protección de las nubes, así que, usando un hechizo de luz en mis ojos, pude regular la distancia de lo que quería observar.

La montaña en la que me había ocultado seguía igual que la última vez: alejada del mundo y rodeada por el desierto. Un poco más lejos, divisé una manada de herbívoros pastando. Busqué por los alrededores a los molestos humanos, no quería cruzarme con esa especie el primer día que salía de mi cueva.

Como no detecté a ningún humano, descendí en picada cayendo en medio del rebaño. No pudieron escapar. Con el impacto de mi cuerpo en la tierra, provoqué una grieta. Capturé a la mayoría; las demás criaturas intentaron huir, pero con un veloz movimiento de mi cola las aniquilé en menos de un minuto. Ahora tenía quince presas para saciar mi hambre.

Me tomé mi tiempo para disfrutar el manjar de la carne tierna y los huesos delgados. Había olvidado la exquisita sensación de la sangre al pasar por mi garganta. Comí hasta saciarme, cogiendo con cuidado tres presas que me habían sobrado.

—Para más tarde —dije con orgullo.

No había olvidado como era la cacería. Aunque me sorprendí a mí mismo al ver la cantidad de presas que devoré. En otra ocasión me hubieran bastado dos o tres animales de ese tamaño, pero llevaba un milenio sin alimento, y el frenesí que me causó volver a comer no me ayudó a controlarme.

Alcé vuelo y me dirigí a mi cueva, ya era más que suficiente por hoy, mañana seguiría investigando cuánto había cambiado el mundo.

Al día siguiente me levanté muy temprano, ya había dormido por mucho tiempo, y sentí la necesidad de salir a curiosear más, así que apenas vi el primer rayo de luz asomarse por la punta de la montaña, emprendí vuelo.

Quería ver qué había sido de las razas que habitaban este mundo, o si en estos mil años ya había otra especie dominante. Y es que, con tantas guerras y ambiciones de poder, no me sorprendería que se hubieran aniquilado entre ellos.

Sobrevolé los cielos por encima de las nubes, pues prefería tener precaución hasta estar seguro de lo que había pasado. Me alejé de las montañas y me dirigí al desierto. Este si había cambiado en gran forma, ya que la última vez que volé por esa zona, su extensión era menor y tenía varios oasis en el medio, pero ahora, todo era arena.

Al cabo de un instante, divisé una polvareda que se levantaba a la distancia. Me acerqué con cuidado pensando que se trataba de un ejército, pero cuando agucé mi vista, descubrí que se trataba de un joven dragón color negro.

Me sentí feliz, no creí que encontraría a alguien de mi especie, no después de las intensas cacerías a las que nos habían sometido los humanos y guardianes, en busca de su codiciado poder. Descendí por debajo de las nubes para que pudiese verme, ya que este volaba muy al ras del suelo.

—Hola —saludé algo avergonzado. No supe que más decirle, ya que hacía mucho tiempo que no tenía contacto con nadie.




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