El salón de arte del Instituto San Gabriel parecía otro mundo después de las tres de la tarde. Los rayos del sol de media tarde se filtraban oblicuos a través de los ventanales orientados al oeste, tiñendo el espacio de un dorado cálido que contrastaba con la frialdad institucional del resto del edificio. El polvo flotaba, visible en las columnas de luz, como diminutas constelaciones suspendidas en el tiempo. El aire olía a pintura acrílica, trementina y ese aroma particular a papel grueso de los cuadernos de dibujo.
Ethan Miller llevaba casi una hora trabajando en silencio. Se había quitado el suéter del uniforme y arremangado la camisa blanca hasta los codos para evitar manchas. Pequeñas salpicaduras de azul cobalto y siena tostada moteaban sus antebrazos como pecas artificiales. Frente a él, un lienzo de tamaño mediano mostraba el nacimiento de un paisaje urbano nocturno, con edificios apenas insinuados contra un cielo de tonos añiles profundos.
No se había unido al club de arte por vocación artística, aunque dibujaba mejor que el promedio. Lo había hecho por lo que su madre llamaría "razones prácticas": el club se reunía tres tardes por semana, lo que significaba tres días en que no tenía que volver directamente a su apartamento vacío. Tres tardes en que podía postergar el silencio, la quietud y los pensamientos que inevitablemente lo asaltaban cuando estaba completamente solo.
La profesora Ramírez, una mujer de unos cincuenta años con un perpetuo collar de cuentas de madera y manos siempre manchadas de algún pigmento, había salido quince minutos antes, disculpándose por tener que asistir a una reunión de departamento. "Cierra cuando termines, Miller," le había dicho, dejándole la responsabilidad de la llave, un gesto de confianza que sorprendió a Ethan considerando que apenas llevaba dos semanas en el instituto.
El único sonido en la sala era el suave roce del pincel contra el lienzo y el leve goteo del lavamanos en la esquina del aula, donde alguien había cerrado mal el grifo. Aquel rítmico ploc... ploc... ploc... se había convertido en una especie de metrónomo involuntario que marcaba el paso del tiempo mientras Ethan se sumergía cada vez más en su pintura, olvidándose momentáneamente de todo lo demás.
Por eso el sonido de la puerta abriéndose lo sobresaltó tanto que dejó caer el pincel, creando una línea azul no intencionada a través de uno de los edificios. Contuvo una maldición entre dientes y se giró hacia la entrada.
Nolan O'Connell estaba allí, detenido bajo el marco de la puerta como si hubiera encontrado algo inesperado. Su mochila colgaba de un hombro y sostenía el teléfono en una mano, con la pantalla aún encendida. La expresión de sorpresa en su rostro rápidamente se transformó en algo más complejo: una mezcla de disgusto, incomodidad y algo más que Ethan no supo identificar.
Por un momento, ninguno habló. Ethan esperó, pincel caído a sus pies, lienzo arruinado frente a él, mientras Nolan parecía debatirse entre marcharse o entrar. Finalmente, el dio un paso adelante, dejando que la puerta se cerrara tras él con un chasquido que resonó en el silencio.
—Harper me dijo que nos encontráramos aquí —explicó Nolan con voz tensa, como si necesitara justificar su presencia—. Pero parece que se ha retrasado.
Ethan asintió levemente, agachándose para recoger el pincel.
—No hay problema —respondió con calma mientras evaluaba el daño en su lienzo—. El salón es lo suficientemente grande para dos personas.
Nolan permaneció cerca de la puerta, como si considerara todavía la posibilidad de marcharse. Ethan podía sentir su mirada alternando entre él y la pintura, curiosa a pesar de la evidente incomodidad. Se preguntó fugazmente si Nolan se había dado cuenta de la línea errática que había provocado su entrada, y si eso le provocaría algún tipo de satisfacción.
El goteo del lavamanos continuaba marcando los segundos. Ploc... ploc... ploc...
—No sabía que pintabas —comentó finalmente Nolan, con un tono que intentaba sonar casual pero que no lograba ocultar completamente su rigidez.
Ethan encogió los hombros mientras limpiaba el pincel en un trapo.
—No lo hago, realmente —respondió sin apartar la vista del lienzo—. Solo estoy aprendiendo.
—Pues parece bastante bueno —las palabras salieron de Nolan antes de que pudiera filtrarlas, y de inmediato pareció arrepentirse de haberlas pronunciado.
Ethan lo miró entonces, sorprendido por el cumplido inesperado. Sus ojos se encontraron durante un segundo, y Nolan desvió la mirada rápidamente, como si el contacto visual le quemara.
El silencio volvió a instalarse entre ellos, más denso ahora. Nolan sacó el teléfono, consultó la pantalla y luego lo guardó en su bolsillo. Caminó hacia la ventana, dándole parcialmente la espalda a Ethan, pero era evidente por la tensión en sus hombros que era plenamente consciente de su presencia.
Ethan regresó a su pintura, intentando arreglar la línea azul no deseada, incorporándola de alguna manera al paisaje. Trabajó en silencio durante algunos minutos, pero la concentración que había logrado antes se había esfumado. La presencia de Nolan alteraba el espacio, cargaba el aire con una electricidad casi palpable.
A través del reflejo en el ventanal, Ethan observaba cómo Nolan fingía mirar hacia el campo de deportes mientras, en realidad, sus ojos regresaban constantemente hacia él a través del reflejo. Era como un juego de espejos: Ethan observando a Nolan observándolo a él, ambos pretendiendo no darse cuenta.
Finalmente, Nolan se volvió. Se apoyó contra el alféizar de la ventana con los brazos cruzados en una postura que intentaba proyectar despreocupación. Estudió la pintura desde la distancia durante algunos segundos y luego, inexplicablemente, su expresión se endureció.
—¿Siempre actúas así con todos? —preguntó abruptamente, y aunque su voz no se elevó, había en ella una tensión que la hacía vibrar.