El despacho de Sorní era una mezcla intrigante de elegancia y oscuridad. Situado en lo alto de un rascacielos, las enormes ventanas ofrecían una vista imponente de la ciudad, pero las cortinas pesadas y oscuras bloqueaban la mayor parte de la luz natural, sumiendo la habitación en una penumbra permanente. La madera oscura de los muebles, combinada con el cuero negro de los sillones y las obras de arte sombrías que decoraban las paredes, conferían al lugar un aire lúgubre, casi siniestro. Sorní siempre había preferido este ambiente; le recordaba que el poder no necesitaba de la luz para manifestarse.
En este momento, estaba furioso. El rechazar de Isabella había sido inesperado, pero lo que realmente lo irritaba era la actitud de Fabio. Durante años, había conocido a Fabio como un hombre tranquilo, casi sumiso, alguien fácil de manejar. Pero hoy, en la reunión, Fabio lo había desafiado, poniéndose del lado de esa joven arrogante. Eso no era aceptable. Nadie lo rechazaba, y mucho menos en su propia cara.
Mientras sus dedos tamborileaban con impaciencia sobre la superficie de su escritorio de caoba, su mente calculaba sus próximos movimientos. Sabía que la empresa de Isabella podía generar excelentes rendimientos; había investigado lo suficiente para entender su potencial. Pero si no podía tenerla, la destruiría. La compraría por una fracción de su valor real, después de haberla reducido a escombros.
Con un gesto decidido, levantó el teléfono y marcó un número conocido. Al otro lado de la línea, una voz familiar respondió al instante.
—Pedro, viejo amigo, ¿cómo estás? —saludó Sorní, modulando su voz para sonar animado, como si no acabara de ser humillado en una reunión.
—Sorní, qué sorpresa. Estoy bien, gracias. ¿A qué debo el honor? —respondió Pedro, su tono cordial y amistoso.
—Pensé que ya era hora de ponernos al día. ¿Qué te parece si nos vemos para cenar? Tengo algo interesante en mente. —Sorní hizo una pausa, dejando que la insinuación flotara en el aire.
—Claro, me encantaría. ¿Dónde y a qué hora? —Pedro aceptó de inmediato, sin dejar entrever la leve sospecha que se había instalado en su pecho.
—A las ocho en nuestro restaurante de siempre. Nos vemos allí. —Sorní colgó antes de que Pedro pudiera responder.
Esa noche, el restaurante elegido por Sorní estaba tan elegante como de costumbre, un lugar de ambiente exclusivo donde la discreción era tan importante como la calidad del servicio. Sorní llegó primero y, al ver entrar a Pedro, lo recibió con el entusiasmo de siempre.
—¡Pedro! ¡Qué gusto verte, amigo! —dijo Sorní mientras estrechaba su mano con energía.
—Sorní, siempre es un placer. —Pedro sonrió, ocultando con maestría cualquier inquietud que pudiera sentir. Después de todo, llevaban veinte años conociéndose, y sabía que Sorní rara vez hacía algo sin un motivo oculto.
La charla comenzó de manera jovial, ambos hombres compartiendo anécdotas y risas como si fueran viejos amigos que solo querían pasar un buen rato. Pero Pedro sabía que Sorní no lo había invitado solo para recordar viejos tiempos.
Tras una ronda de vino y platos exquisitos, Sorní decidió que era momento de hablar de negocios.
—Pedro, estoy involucrado en un nuevo proyecto que está pasando por aduana. Nada grande, pero con potencial. —Sorní hizo una pausa deliberada, dejando que su tono casual diera lugar a la curiosidad de Pedro.
—¿Ah, sí? ¿De qué se trata? —preguntó Pedro, mostrando un interés que en su interior era más de precaución que de curiosidad.
—Estamos importando y distribuyendo a nivel nacional materia prima: maca peruana, ashwagandha, y estamos empezando a tramitar permisos para quinua y camu camu. Es un mercado en expansión y con muy buenos márgenes. —Sorní lo miró con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Pedro sintió un escalofrío. Sabía exactamente a qué empresa se refería, y aunque todo en él le gritaba que se alejara, la necesidad de mantener la compostura fue más fuerte.
—No me suena, quizá no esté en mi jurisdicción. Pero siempre puedo adjudicarme el caso si es necesario. —Pedro sonrió, manteniendo el tono ligero, mientras su mente trataba de entender las intenciones de Sorní.
—Esa es la actitud, Pedro. —Sorní levantó su copa en un brindis sutil. —Mi plan es simple: la próxima carga quiero que se retenga en el puerto, solo el tiempo suficiente para ejercer un poco de presión. Luego, podría aparecer alguna infracción o multa, algo menor, pero molesto. Y si todo sale bien, terminamos con la confiscación de la mercancía, por supuesto, bajo la excusa de que podría ser de origen fraudulento.
Pedro sintió una oleada de rabia que luchó por mantener bajo control. ¿Cómo había llegado a este punto, permitiendo que Sorní lo arrastrara en sus juegos sucios una y otra vez? Sin embargo, su rostro se mantuvo sereno, la experiencia de años en el negocio le ayudaba a no mostrar sus verdaderos sentimientos.
—Bueno, parece que tenemos trabajo por delante. Es muy grave que al país entren productos dañinos. Vamos a investigarlo a fondo, por supuesto. —Pedro sonrió, repitiendo la frase como si fuera una broma, aunque sabía que su implicación era muy real.
Sorní se echó a reír, satisfecho con la respuesta.
—Así me gusta, Pedro. Disfruta el momento, Isabella —pensó, su mente retrocediendo a la reunión de esa tarde—. Como tu padre, tú también caerás.
Pedro lo observó, su sonrisa todavía en su rostro, pero con un peso en el corazón que no podía ignorar. Sabía que estaba jugando con fuego, y aunque había aprendido a convivir con ello, esta vez sentía que el fuego se estaba acercando demasiado