Isabella despertó con la luz de la mañana filtrándose por las cortinas de la clínica. Se sentía mucho mejor, y lo primero que vio al abrir los ojos fue a Fabio, sentado en una silla junto a su cama, con la cabeza inclinada y un libro en las manos. Ella sonrió, notando la dedicación en sus ojos cansados pero atentos. Con una sonrisa juguetona, decidió romper el silencio.
—¿Qué lees, señor Urriaga? —preguntó, estirándose un poco.
Fabio levantó la vista, sonriendo al ver que Isabella había despertado.
—Solo una revista que encontré por ahí. Ya sabes, cosas emocionantes como "Las diez mejores maneras de organizar tu escritorio" —respondió con una sonrisa pícara—. No quería aburrirme mientras te esperaba.
Isabella soltó una risa suave, disfrutando del momento de ligereza.
—Si llego a saber que te gusta tanto la organización, te habría dado un tour por el almacén de MATIZZES. Tiene muchas sorpresas desorganizadas.
—Por favor, no me tientes. —Fabio cerró la revista, inclinándose hacia ella—. ¿Cómo te sientes? ¿Lista para enfrentarte al mundo otra vez?
Isabella asintió, decidida.
—Mejor que nunca. Quiero ir a la oficina, no a casa. Hay mucho en juego y no puedo quedarme de brazos cruzados.
Fabio asintió, entendiendo su determinación.
—Está bien, pero primero tienes que esperar la orden de salida de la clínica. Y no te preocupes, te llevaré directo a MATIZZES cuando estés lista.
Isabella sonrió con gratitud, sintiendo un cálido agradecimiento por tener a Fabio a su lado.
Unas horas más tarde, después de un baño rápido y de recibir la autorización de los médicos para salir, Isabella y Fabio se encontraron en el camino hacia la oficina. El aire estaba cargado de tensión, pero el simple hecho de estar juntos parecía aliviar parte del peso que ambos sentían. Isabella observó a Fabio, quien tenía una expresión seria mientras conducía, lo que la llevó a preguntar.
—¿Qué es lo que estás pensando? —preguntó, intentando romper el silencio.
Fabio soltó un suspiro, sin apartar la vista del camino.
—Alessandra y Vicente se iban a reunir anoche con un informante desconocido. Al parecer, este tipo prometía tener información valiosa que podría solucionar la situación con Aduanas.
Isabella se tensó, una sensación de preocupación creciendo en su pecho. Inmediatamente, sacó su teléfono y llamó a Alessandra. Nada. Luego intentó con Vicente, pero tampoco obtuvo respuesta.
—¿Un informante? ¿De qué tipo? Fabio, esto no suena nada bien —dijo, el tono de su voz reflejando la creciente ansiedad.
—Tranquila, Isabella —respondió Fabio con calma—. Estoy seguro de que están bien. Es probable que estén ya solucionando la situación de ser verdad y por eso no contestan. Hay que darles tiempo.
Pero la mañana avanzaba, y todavía no había ninguna noticia de ellos. Cada minuto que pasaba aumentaba la preocupación en ambos. A menos de 12 horas para el plazo de entrega de los documentos, la situación empezaba a volverse insostenible. La tensión en el aire era palpable, y el silencio en el carro solo hacía que la ansiedad de Isabella creciera.
Justo cuando el reloj marcaba casi las 2 de la tarde, la puerta de la oficina se abrió de golpe y Alessandra y Vicente entraron. Su aspecto era deplorable; estaban despeinados, con la ropa arrugada y el rostro pálido. A pesar de su apariencia, había una chispa de emoción en sus ojos. Fabio e Isabella se levantaron de inmediato para recibirlos.
—¡¿Qué demonios les pasó?! —exclamó Isabella, corriendo hacia su hermana.
Alessandra respiró hondo, intentando calmarse antes de hablar.
—Lo que nos pasó... no lo vas a creer —comenzó, todavía recuperando el aliento—. Llegamos al lugar acordado, una zona poco transitada. Allí encontramos al informante. Resulta que no era más que un indigente, o al menos eso parecía. Nos entregó una carpeta y dijo que allí estaba todo lo que necesitábamos para enfrentar los requerimientos de Aduanas.
Isabella arqueó una ceja, escéptica.
—¿Un indigente? ¿Y le creíste?
—Al principio dudé, pero luego dijo algo que me heló la sangre —continuó Alessandra, mirando a su hermana a los ojos—. Mencionó a papá. Dijo que tal vez Gerard, desde donde esté, mueve los hilos para cuidar de sus hijos.
Isabella sintió un nudo en la garganta al escuchar el nombre de su padre.
—¿Y qué pasó después? —preguntó Fabio, inclinándose hacia adelante, ansioso por saber más.
—Cuando quisimos saber más, el tipo desapareció. Al principio, pensamos que todo había terminado, pero al volver a la oficina para trabajar, nos dimos cuenta de que nos estaban siguiendo —dijo Vicente, su voz aún cargada de adrenalina—. Intenté perderlos, pero siempre volvían a alcanzarnos. Fue entonces cuando supusimos que nos estaban rastreando de alguna manera, así que decidimos parar en una zona comercial llena de gente, salimos corriendo, dejamos atrás los celulares y el carro.
—Tuvimos que correr, escondernos, cambiar de ropa y finalmente, arrendamos una habitación en un motel de mala muerte fue como una apuesta de suerte con la vida —añadió Alessandra, la emoción en su voz haciendo eco en la sala—. Allí, revisé la información de la carpeta y, para nuestra sorpresa, era exactamente lo que necesitábamos para resolver todo el lío con Aduanas. Pero no solo eso...