ESCENA 2: EL ANUNCIO - LA DERROTA EN CÁMARA LENTA
El escenario del Teatro Nacional es una catedral de luces y expectativas. Tres mil personas llenan cada butaca, y según le dijeron durante el ensayo, otros veinte millones están viendo la transmisión en vivo a través de sus pantallas. La orquesta toca un interludio dramático mientras el conductor —un presentador de televisión con dientes demasiado blancos y traje demasiado ajustado— sostiene el sobre dorado con el nombre de la ganadora.
Las seis finalistas están alineadas en el escenario, tomadas de las manos. Blanché está en el centro, posición que no es accidental. Los productores colocan a la favorita siempre en el centro para facilitar el momento de la coronación.
Su corazón late tan fuerte que está segura de que las cámaras deben estar captándolo. Siente la mano sudorosa de Valeria a su izquierda, los dedos temblorosos de Cristina a su derecha. Pero ella mantiene su rostro sereno, su sonrisa firme.
Años de entrenamiento para este momento. No puedes fallar ahora. Sonríe. Respira. Perteneces aquí.
—Han sido meses extraordinarios —dice el conductor, alargando cada sílaba con sadismo televisivo—. Seis mujeres excepcionales. Pero solo una llevará la corona a Miss Universo en representación de nuestro país.
La cámara hace un paneo lento por los seis rostros. Blanché sabe que el suyo está siendo diseccionado en este momento por millones de espectadores. Ha visto suficientes concursos para saber cómo funciona: buscan señales de nerviosismo, de desesperación, de presunción.
Les da nada. Solo elegancia controlada.
—Nuestros jueces han deliberado. La decisión fue... —pausa dramática que debería estar prohibida por la Convención de Ginebra— ...extremadamente reñida.
Reñida significa que fui considerada. Reñida es bueno.
—Y ahora, el momento que todos hemos estado esperando.
El conductor abre el sobre con lentitud ceremonial. Sus ojos escanean el nombre. Por una fracción de segundo, Blanché jura que la mira a ella, que hay un destello de reconocimiento.
Es mío. Lo sé. Puedo sentirlo.
Ya tiene el discurso preparado. Ha ensayado frente al espejo doscientas veces. Agradecerá a su familia primero, luego a sus entrenadores, después hablará sobre las oportunidades para las mujeres de clase trabajadora, terminará con algo sobre la belleza interior y el servicio. Tres minutos exactos. Emotivo pero no dramático. Memorable pero no controversial.
—Y la nueva Miss...
El mundo se vuelve gelatina. Los sonidos se distorsionan. Blanché siente como si estuviera bajo el agua, como si el teatro completo se hubiera sumergido en una pecera gigante.
—¡Cristina Valdés!
Por un segundo —un segundo eterno, un segundo que Blanché revivirá en pesadillas durante meses— su cerebro no procesa el nombre. Es como si las palabras fueran en un idioma que no domina completamente.
Cristina. No Blanché. Cristina.
La multitud explota en aplausos. A su derecha, Cristina —Miss Región Sur, hija de un diplomático, educada en Suiza, con el tipo de apellido que abre puertas antes de que toques— grita y se lleva las manos a la cara en el gesto universal de sorpresa femenina.
Y Blanché hace lo que ha sido entrenada para hacer durante años: sonríe.
Sonríe mientras su mundo se desintegra. Sonríe mientras la favorita absoluta se convierte en la primera perdedora. Sonríe mientras las cámaras hacen zoom a su cara buscando grietas en la perfección.
Pero sus manos tiemblan. Solo un poco. Lo suficiente para que cualquiera que la conozca realmente —su madre viendo desde casa, su entrenadora en la tercera fila, ella misma en el espejo más tarde— note la fisura.
Suelta las manos de Valeria y Cristina y es la primera en girar para abrazar a la ganadora. Más entrenamiento. La gracia en la derrota es tan importante como la humildad en la victoria.
—¡Felicidades! —le dice al oído de Cristina, y su voz suena sorprendentemente estable—. Lo vas a hacer increíble.
Cristina llora (por supuesto que llora, el llanto es parte del espectáculo) y la abraza fuerte, susurrando: "No puedo creerlo, tú eras la favorita, todo el mundo decía..."
—Pero tú ganaste —interrumpe Blanché, separándose con suavidad—. Como debía ser.
La Miss del año anterior se acerca con la corona.. La coloca sobre la cabeza de Cristina. Los flashes explotan como fuegos artificiales. La orquesta toca el himno nacional.
Y Blanché se queda parada a un lado, aplaudiendo, sonriendo, siendo la perfecta segunda finalista que celebra el triunfo de otra.
Pero en algún lugar dentro de su pecho, algo se rompe con un sonido que solo ella puede escuchar.
La cámara la enfoca una última vez. El director de producción conoce su trabajo: la tragedia de la favorita derrotada es casi tan buena para los ratings como la victoria misma.
Blanché le da a esa cámara exactamente lo que necesita: dignidad. Compostura. La mujer que estuvo tan cerca que pudo saborear la corona, pero que perdió con gracia.
Lo que la cámara no puede captar es la forma en que sus uñas se clavan en sus palmas, dejando medias lunas rojas que descubrirá horas después.
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Editado: 27.12.2025