ESCENA 4: LA FIESTA DE LOS PATROCINADORES - EL MUNDO QUE CASI FUE SUYO
La invitación llegó por correo físico, en un sobre de papel grueso color marfil con bordes dorados:
"El Comité Organizador tiene el honor de invitarle a la Celebración Post-Coronación en el Hotel Imperial. Viernes 9 PM. Código de vestimenta: Cóctel Elegante."
Blanché sabe exactamente qué es esto: caridad. Un gesto de cortesía para la favorita que no ganó. Un "lo sentimos" disfrazado de inclusión.
Considera no ir. Pero Carolina, su roommate —una diseñadora gráfica con más sentido común que ella— le dice: "Tienes que ir. Es networking. Haz contactos. Nunca sabes qué puertas se pueden abrir."
Así que aquí está, el viernes a las 9:15 PM, usando el mismo vestido que usó para la final preliminar, caminando hacia los salones privados del Hotel Imperial.
El Imperial es el tipo de lugar donde Blanché ha trabajado docenas de veces como relacionista pública, coordinando eventos corporativos aburridos para empresas de telecomunicaciones y firmas de abogados. Pero siempre ha estado del otro lado: la organizadora, la que asegura que las copas estén llenas y los canapés circulen. Nunca la invitada.
Un guardia de seguridad revisa su invitación y la dirige hacia el Salón Cristal en el tercer piso. Las puertas dobles se abren y Blanché entra en un mundo que reconoce pero al que no pertenece.
El salón es pura opulencia, meseros en guantes blancos circulando con bandejas de champán.
Y la gente. Dios, la gente.
Reconoce caras de las revistas de negocios, de los programas de entrevistas, de los documentales sobre millonarios. Están los patrocinadores principales del concurso: el dueño de la cadena de supermercados más grande del país, la heredera de una fortuna cafetalera, el CEO de la compañía de telecomunicaciones dominante.
Y en el centro de todo, como el sol alrededor del cual orbitan todos los planetas menores, está Cristina. La nueva Miss. Usando la corona incluso aquí (porque obviamente), rodeada de un séquito de admiradores.
Blanché toma una copa de champán de una bandeja que pasa. Le da un sorbo. Es extraordinario. Burbujas finas como seda, sabor complejo que le hace entender por qué la gente paga fortunas por esto.
—Blanché, querida.
Se gira. Es Don Armando Solis, 68 años, uno de los patrocinadores principales, dueño de una cadena de joyerías de lujo. Blanché ha coordinado dos de sus eventos corporativos en el pasado.
—Don Armando. Qué gusto verlo.
Él le besa la mano con galantería anticuada. —Lástima, querida. Una verdadera lástima. Hubieras sido perfecta para nuestra campaña internacional de otoño. Teníamos todo planeado: París, Milán, Nueva York. Seis meses de contrato, exposición increíble.
Cada palabra es un pequeño cuchillo.
—Las cosas pasan por algo —dice Blanché, repitiendo la frase que ha usado cien veces en los últimos días.
—Por supuesto, por supuesto. —Don Armando mira hacia donde está Cristina—. Aunque entre tú y yo, creo que los jueces se equivocaron. Pero bueno, no puedo decir eso públicamente. —Le guiña un ojo—. ¿Otro champán?
Le señala a un mesero, que se acerca inmediatamente.
—Salud por las segundas oportunidades —dice Don Armando, alzando su copa.
Blanché brinda, sonríe, bebe. El champán es delicioso y amargo al mismo tiempo.
Don Armando se disculpa para ir a saludar a otros invitados. Blanché se queda sola, sosteniendo su copa cara, usando su vestido reciclado, siendo la favorita que casi fue pero no fue.
—¿Blanché Cazafortín?
La voz es masculina, joven, con un acento que no puede ubicar completamente. Se gira.
El hombre frente a ella tiene unos treinta años, tal vez treinta y dos. Guapo de la manera en que son guapos los que nunca han tenido que preocuparse por el dinero: piel perfecta gracias a tratamientos caros, dientes alineados por ortodoncia. Usa un traje que Blanché admira.
—Sí, soy yo.
—Sebastián Ibarra. —Extiende su mano. Su apretón es firme pero no agresivo—. Vi el concurso. Fuiste robada.
Blanché sonríe con cansancio de tanto escuchar lo mismo. —Eres muy amable, pero Cristina ganó justamente.
—Ah, diplomática. Me gusta. —Sebastián toma una copa de champán de una bandeja que pasa—. ¿Sabes cuánto cuesta esta botella?
—Dos mil dólares, me imagino.
Él levanta las cejas, impresionado. —Exacto. ¿Trabajas en eventos?
—Soy relacionista pública para eventos corporativos.
—Interesante. Entonces conoces este mundo pero no vives en él.
Es una observación astuta y ligeramente humillante.
—Digamos que soy una visitante frecuente —responde Blanché.
Sebastián ríe. Hay algo en su risa que le gusta: es genuina. —¿Y qué haces ahora que no ganaste? Porque con 900,000 seguidores en Instagram...
—¿Estás stalkeando mi Instagram?
—Llámalo investigación. Soy inversor de capital. Me gusta saber quién tiene potencial.
Ah. Un tiburón financiero.
—Estoy evaluando opciones —dice Blanché, lo cual es mentira. No tiene opciones. Tiene ofertas mediocres de marcas mediocres.
—Deberías considerar ser influencer de lujo. Viajes, moda, estilo de vida aspiracional. Con tu belleza y tu historia de underdog, podrías monetizar esa audiencia en seis cifras fácilmente.
—¿Y de dónde saco el dinero para el estilo de vida aspiracional que debo mostrar?
Sebastián sonríe. Es una sonrisa que ha practicado en espejos y en salas de juntas. —Ahí es donde entra alguien como yo.
Blanché entiende la propuesta antes de que la diga completamente. Lo ha visto antes, ha escuchado las historias: hombres ricos que "invierten" en chicas bonitas a cambio de... compañía. Atención. Lo que sea que signifique "lo que sea".
—Interesante —dice, sin comprometerse a nada.
—Piénsalo. —Sebastián saca una tarjeta de presentación de su billetera (una billetera Montblanc que Blanché reconoce porque coordinó un evento de lanzamiento para ellos). La tarjeta es gruesa, texturizada, con letras en relieve dorado—. Llámame si quieres discutir... oportunidades.
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Editado: 27.12.2025