Golpe de suerte

Capítulo 1. La respuesta caída del cielo.

William.

Volvía a casa después de un día de trabajo interminable, que por algún misterio del universo —o por simple sadismo burocrático— se había estirado hasta convertirse en casi treinta y cinco gloriosas horas de actividad ininterrumpida.

Todo empezó cuando apareció el cadáver de una mujer en mi sector. Ahora, uno pensaría: “Un cadáver más. Qué novedad.” La gente se mata, se deja matar o se tropieza de formas letalmente creativas todo el tiempo. Y sí, como policía con años de calle, ya debería estar más curtido que una suela de zapato. Pero no.

El cadáver en cuestión tenía un estilo que gritaba “yo no pertenezco a este barrio” a tres kilómetros de distancia. Ropa de marca, joyas que valían más que mi coche (y mi sueldo combinado con el de mi compañero), y un pasaporte extranjero en su bolso, a nombre de una mujer que —oh, sorpresa— no se parecía en nada a la fallecida. Ah, y un poco de dinero en efectivo, lo justo para que los vagabundos locales hicieran fiesta ese mismo día. Suena casi como una escena montada, si a uno le gustan las teorías conspirativas baratas.

A simple vista, era una mujer de esas que jamás pisan el suelo sin tacones ni tienen que hacer fila para nada. Una mujer que claramente no necesitaba nada... excepto desaparecer. Así que, en un extraño momento de sentido del deber (o simple ingenuidad de mi parte), envié el informe con los datos del pasaporte y la descripción del cuerpo directamente a la oficina central.

¿Por qué lo hice? Buena pregunta. Mi compañero pensó que nos quitarían el caso y podríamos irnos a casa a dormir como personas decentes. Error de novato. En lugar de eso, nos encajaron el crimen como si fuera un paquete con remitente perdido, y nos dijeron —con esa sonrisa institucional que tanto inspira confianza— que teníamos dos días para presentar hipótesis y avances. Porque claro, ¿qué son 48 horas para resolver un homicidio de alto perfil? ¡Un montón de tiempo!

Y ahí nos ves: corriendo de un lado a otro como ratones sin queso. Llamadas interminables, viajes al laboratorio, a la morgue (mi lugar favorito después del baño de la comisaría), interrogatorios absurdos, teorías ridículas, contradicciones en cada testimonio… todo regado con litros de café de máquina que sabe a desesperación recalentada. Pero, milagrosamente, conseguimos identificar a la víctima y hasta elaboramos un par de teorías más o menos coherentes sobre el porqué y el quién.

¿Y la recompensa?
Nos sacaron el caso de las manos.
Lo enviaron al Comité Central de Investigación, que seguro lo pondrá en PowerPoint, se felicitarán entre ellos y se colgarán medallas mientras reparten ascensos como confeti. Nosotros, en cambio, nos quedamos con el insomnio, el hígado destilando cafeína y una gastritis que se podría considerar arma biológica.

Treinta y cinco horas después, lo único que me llevé fue una migraña y un odio renovado hacia la burocracia policial. Ah, y una bonita lección: nunca pienses que tu vida va a mejorar solo porque haces lo correcto.

La vida, en su infinita ironía, siempre tiene formas muy creativas de patearte cuando ya estás en el suelo. Uno pensaría que después de romperse el lomo durante más de un día entero, el universo te premiaría con una noche templada, un taxi milagroso o al menos una farola que funcione en la calle. Pero no. Lo único que me esperaba allá afuera era una noche helada, el tipo de frío que se mete entre los huesos como un inquilino moroso y no se va ni con amenazas. Y para colmo, el pavimento estaba más resbaladizo que la conciencia de un político. Cada paso era una batalla épica entre mis botas gastadas y una capa de hielo invisible que parecía empeñada en verme de espaldas.

¿Y para qué, en el fondo, tanto esfuerzo? ¿Para qué todo ese idealismo barato que aún me hacía creer que servir significaba algo? Había habido un momento —un fugaz destello de cordura— en que consideré seriamente dejar la placa. Entregarla, firmar la renuncia, buscar algo que no me quitara años de vida a cambio de un sueldo que apenas alcanzaba para pagar la calefacción que no tenía. Pero claro, ¿qué otra cosa sé hacer? ¿Repartir panfletos? ¿Hacer de guía turístico por barrios que ya no reconozco? Soy un perro de la calle con placa, nada más.

La injusticia no terminaba en la comisaría, ni en los casos robados, ni siquiera en el pavimento traicionero que casi me rompe el alma por tercera vez esta noche. No, la verdadera injusticia era tener treinta años, o mejor dicho: treinta, un trabajo estable, y todavía vivir con mamá. Un combo irresistible.

Claro, podría inventarme una historia digna: que lo hago por ella, porque está mayor, porque necesita compañía, porque me preocupo por su salud. Y en parte es verdad. Pero la otra parte —la que no digo ni en voz alta ni borracho— es que yo tampoco quiero estar solo.

Porque esta vida de perros que llevamos los de uniforme, con horarios que ni en Siberia respetarían y sueldos que apenas alcanzan para pagar el alquiler de un departamento con goteras… no te deja margen para soñar con independencia, ni mucho menos con formar una familia.

¿Quién querría algo así? ¿Una cita rápida entre un turno nocturno y un interrogatorio? ¿Salir a cenar con alguien después de doce horas oliendo a café recalentado, pólvora y frustración? Las chicas de ahora —no todas, pero muchas— quieren cosas. Buenas cosas. Cosas brillantes, nuevas, importadas. Y con razón. ¿Qué les voy a ofrecer yo? ¿Una cena hecha con lo que quedó de la nevera de mamá y una historia de asesinato con postre de autopsia?

No, ni siquiera me esfuerzo en buscar. Porque ya sé cómo termina: con una mirada decepcionada, una excusa educada y la puerta cerrándose en silencio. O peor, con una relación que arrastra resentimiento y falta de calefacción.
Así que sigo en casa. En mi cuarto de siempre. Con mi madre preguntando si cené, si estoy bien, si otra vez trabajo tanto. Y aunque a veces quisiera gritarle que me deje en paz, también sé que, si no escuchara su voz al llegar, el silencio me mataría más rápido que una bala mal dirigida.




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